jueves, diciembre 23, 2010

A Juan lo conocí hace más o menos un año y medio. Salimos un sábado a la noche, charlamos unas cuantas horas y terminé yéndome a casa en un taxi, sola, suponiendo que nunca más iba a verlo en mi vida. No porque no me hubiese gustado, sino porque en ningún momento de la noche el flaco dio algún indicio de interés. Todo muy ameno y un diálogo relativamente fluido, pero no mucho más que eso. Mentira, sí hubo algo más. Algo que en ese momento noté pero no cobró relevancia hasta hace bastante poco: una mirada que me resulta dificilísimo describir. Una mirada que al aparecer siempre me hizo sentir desubicada, distanciada, un poco rechazada. Como si yo estuviera haciendo o diciendo algo inmensamente ridículo y él se horrorizara por verme o escucharme.
Caminando por el pasillo de entrada de mi casa esa madrugada me dije a mí misma que sí, que el muchacho me había gustado, pero que toda la situación me gritaba HE'S JUST NOT THAT INTO YOU, así que decidí no poner ni media ficha y seguir en la mía. En ese momento acababa de salir de un duelo de 6 meses con forma de celibato y, para qué mentir, me estaba poniendo al día por el tiempo perdido.
Para cuando volvió a aparecer yo ya prácticamente me había olvidado de quién era. El tipo mandó un mensaje dos meses después de no haber tenido ningún tipo de contacto y a los pocos minutos de ida vuelta de sms se estaba invitando a mi casa a comer guiso de lentejas casero. Acepté porque estaba en la misma situación que él: caliente y con ganas de comer guiso de lentejas. También porque tenía ganas de cocinarle a un hombre. Aunque supiera que este tal Juan no se merecía (por paracaidista) el placer mezclado con stress que me representa cocinar para un otro, mis ganas de hacerme creer que podía jugar a la casita un rato ganaron. Necesitaba cocinarle a alguien después de tanto tiempo; a alguien que no fuera Nicolás.
Al otro día después de trabajar fui a comprar las cosas para cocinar y me fui para casa. Ani se había ido a lo del novio y Nat estaba de viaje, así que tenía la casa para mí sola. Me bañé, me encremé y me metí en la cocina. Abrí un tinto porque me estaba empezando a poner nerviosa y me puse a cortar, saltear, hervir y guisar. Para el momento en el que el guiso estaba encaminado y él tenía que estar tocando el timbre, yo ya estaba medio borracha, sí, pero bastante más relajada. Tan relajada que no me di cuenta de que no había dejado el fuego al mínimo para que la preparación redujera y pasó lo peor de lo peor: se me quemó el guiso de lentejas. Se me quemó. No hay peor tragedia que se me queme algo; y si es algo que cocino para otro, el sufrimiento es peor.
Ante la desventura culinaria, opté por reprimir mis más puros instintos melodramáticos y me dediqué a seguir entrándole al vino para olvidarme del desastre.
El sexo fue raro. Raro bien, pero raro. Tal vez yo venía demasiado acostumbrada a otro tipo de encuentros, con otro tipo de gente, pero lo que más recuerdo fue la sorpresa -grata- ante su dulzura. No me había parecido en ningún momento un tipo dulce o cariñoso, hasta que me desperté con una caricia muy suave a lo largo de mi brazo y su voz, tranquilísima, diciéndome que se iba.
Recorrí el pasillo de entrada de mi casa como aquella vez hacía dos meses, tratando de ordenar la situación en mi cabeza. Llegué a la misma conclusión que la vez anterior: no poner ni una ficha, seguir con mis cosas; aunque el tipo me gustara. Había algo que no cerraba por ningún costado.

Continuará...



Quiero informar que esto está escrito para el mismo Juan, que, a pesar de haberle pedido que no lea más mi blog, sigue entrando.

Ya está, eh. Leé cuando quieras. De hecho, me dieron ganas de que tuvieras mi percepción de los hechos. Digo, si tantas ganas tenés de saber qué tengo para escribir cada día -aunque no tengas deseos de lidiar con mi presencia en vivo y en directo-, te doy algo para que leas y te sientas literalmente identificado.

miércoles, diciembre 22, 2010

Me saca de quicio que mi jefe simule que leyó novelas que nunca abrió y que toda esta horda de viejas palermogólicas compre cualquier bazofia sólo porque el librero lo recomienda.
Me enerva hasta la ira en los puños que cuando soy yo la que recomienda cosas -que SI leí- me digan que van a volver a pasar cuando esté el señor.
A veces me dan ganas de salir a la puerta con un megáfono y que lo escuche bien clarito toda el barrio: "ESTE SEÑOR NO LEE UNA GOMA, VECINOS, ES UNA ESTAFA DE LIBRERO. EN SUS ÚLTIMAS VACACIONES SE LLEVÓ DAN BROWN Y DURANTE EL AÑO SE DEDICA AL CUENTO ERÓTICO Y NA-DA-MÁS".
Claro que despuès me doy cuenta de que el problema no es él. Ni las viejas chotas que confían ciegamente en su criterio.

El problema soy yo.
No doy intelectual
ni tengo cara de haber leído mucho
me faltan los lentes o portar cierta actitud
no sé qué, pero algo necesito
no me da el piné
la Cassandra de las libreras:
eso soy

martes, diciembre 21, 2010

Recién sobre el tren yendo a Tigre me enteré de que la casa del papá de Nieves quedaba a dos horas de lancha desde la estación fluvial. Debo haber puesto una cara muy particular, porque por un momento pensaron que me parecía demasiado lejos; hasta que expliqué que no, que todo lo contrario, que, justamente, lo que venía buscando era eso: a-le-ja-mien-to.
El río estaba bastante crecido y el primer día no pudimos hacer mucho más que comer tostadas con dulce de leche, tomar fernet, hacer cantos armónicos y hablar. Hablar, hablar y hablar. ¿Cuánto es que pueden hablar tres mujeres juntas? No hay límite. Si hiciéramos un esquema representativo de los temas tocados, nos quedaría un diagrama de árbol, una escala cromática, un mndala mágico, una vía láctea infinita. El sueño nos agarró relativamente temprano, así que a las 2 ya estábamos profundamente dormidas.
El domingo nos recibió con mucho sol, un vientito divino y el río bastante más bajo. Después de la preparación de la salsa criolla, las ensaldas y de la pasta de berenjenas asadas -que oficio de entrada- nos abocamos al asado propiamente dicho y no paramos de comer y tomar tinto con hielo hasta el mismo hartazgo. Creo que existe una sola característica que une a todas mis amigas: el placer ante el buen comer, el goce al cocinar.

Metido en los recovecos del ocio, el pensamiento tratando de emerger desde lo más profundo de las aguas de la negación. Como si la misma idea me hubiera llevado a aceptar sobre la hora la prpuesta de escapada. Como si hubiese sabido que tras 24 horas de descanso y armonía con el hábitat bajaría la guardia lo sufiente como para reconocerme a mí misma lo que venía esquivando desde hacía días.
Enfrentarme a las decisiones apresuradas y drásticas y reconocer que, tal vez, quizás, quién sabe, me apuré un poquito y me pasé de egocentrismo. Perdonarme, entenderme y obligarme a enmendar el error. Volver a sentir la fortaleza, respirar hondo y darme cuenta de que no es tan difícil.

Volví apenas colorada, bastante en paz y con un sentimiento de gratitud que hasta me sorprende.
De repente, me da la sensación de que estas sí van a ser felices fiestas.

sábado, diciembre 18, 2010

Huyo.
Después de una semana en la que pasó de todo y todavía no termina de caer la ficha.
Una gata nueva, terminar con una relación, flores de Bach, un señor seduciéndome, evasión de responsabilidades académicas, escritura, canto, desorden, malestar físico, ataques de ansiedad, el peso y la responsabilidad que trae la mirada del otro.
Huyo.
Nos tomamos el tren con Sol y Nieves hasta Tigre, nos subimos a la lancha, nos internamos en lo profundo del delta.
Como si eso me permitiera saber qué es lo que extraño tanto y no puedo poner en palabras.
Huyo. Me gusta huir.

martes, diciembre 14, 2010

Hoy, un hombre fue al local de Patricia -ex jefa, amiga, peronista y madre postiza-, compró una pulsera, pidió que se la envolvieran para regalo, escribió una dedicatoria en una tarjetita y pidió que entregaran el regalo a la chica de la librería.
Patricia caminó los pocos metros que la separan de la librería con una bolsa lila con un moño. Hizo la entrega con una sonrisa enorme y esperó a que la chica de la librería reaccionara.
La librera pidió detalles de la situación y Patricia describió al hombre regalador como interesante, educado y seductor. Con esos datos, no tardó en saber de quién se trataba; tampoco tardó en ruborizarse.
El hombre tiene edad suficiente para ser su padre -un padre joven, eso sí- y eso lo convierte en algo nuevo a los ojos de la chica de la librería. El hombre tiene otro código, más tradicional, pero no por eso menos atractivo, todo lo contrario.
La chica de la librería sabe que lo que hizo el hombre le va a alegrar el día, porque esas cosas no le pasan nunca y aunque se haga la canchera, es de público conocimiento que cada vez sucumbe más ante ese tipo de gestos.
El hombre hizo la jugada correcta. Ya le tomó el tiempo a la librera.
Una noche llegué del colegio y fui derecho para mi cuarto a tirarme a llorar en la cama. Hacía unos meses que había empezado primer año y tenía el diario íntimo de Garfield lleno de poemitas chotos dedicados a Alejandro, un pibe que estaba en cuarto año y usaba un gamulán mugriento que me enloquecía.
Mi mamá se sentó en una silla y me preguntó qué me pasaba. Le terminé contando porque sabía que no se iba a tragar excusas del estilo "me saqué un 5 en geografía" o "me peleé con fulanita". Le terminé contando porque estaba absolutamente desbordada por la situación. Tanto deseo me sofocaba. Me acarició el pelo y me dijo que no tenía que llorar por nadie, que cualquiera que me hiciera llorar no me merecía. Ah, porque en el matriarcado hay que manejarse en el orden de la meritocracia; y si una no acepta tal orden resulta que se convierte en una débil, hipersensible y pisoteada solterona.
En ese momento no supe poner en palabras que lo que me estaba diciendo me parecía una estupidez enorme; que lo que necesitaba era un abrazo y punto.
Yo no lloraba porque el del gamulán mugriento no me diera bola, lloraba porque no me entraba en el cuerpo el sentimiento, porque la maravilla que me generaba la sensación de enamoramiento adolescente me llevaba a un punto de emocionalidad casi absurda. Lloraba porque estaba sintiendo, y punto.
Tardé muchos años en volver a contarle algo por el estilo. Si llorar por alguien no estaba permitido, bueno, me encerraba en el baño y lloraba en la ducha. O en la plaza antes de entrar al contraturno de computación. O en el colectivo yendo a gimnasia. O en cualquier lugar en el que ella no estuviera.


Hoy fui a visitar a mi mamá y antes de contarle que había decidido ponerle fin a vínculo que me hizo muy feliz durante los últimos meses pero que también me enfrentó a la disyuntiva repitente del quiero-más-y-no-me-lo-van-a-dar-o-corto-por-lo-sano, le recordé esa noche de 1996.
A los cinco minutos ya me estaba diciendo que no me angustiara. Como si la orden pudiera tener algún efecto a esta altura del partido. Seguí llorando y le expliqué que el llanto no venía por no poder concretar algo más con este muchacho sino por esa misma sensación de enfrentarme al sentimiento que había tenido a los trece años.

No me desarma saberme no elegida; me despedaza el hecho de saberme diferente, más sana.
Despedazada en el sentido más literal. Levantar esos pedazos de lo que fui hasta ahora y ver que debajo yace otra, entera, receptiva a su propio deseo, mucho más auténtica. Fuerte.

No sé si esto es evolución.
Sin lugar a dudas es la revolución.

domingo, diciembre 12, 2010

Me pasé el día de ayer en balcones.
En el primero miré, respiré la lluvia. También lo miré a él, muy de reojo, mientras prendía un pucho tras otro y rompía la mitad de las leyes del Código de Señoritas-que-saben-qué-decir.
En el segundo espié a los vecinos de Sol y me sentí entre entera y despedazada. Fuerte, sí, pero hasta cierto punto ajena de tan hipersensible.
En el tercero, piso 17, miré hacia abajo mucho tiempo. Miré también hacia adelante, miré todas las luces, las antenas, los murciélagos, las nubes, los edificios. Miré durante horas y pensé muchas cosas. Lloré apenitas, porque si no se me corría el delineador.

Esto también va a pasar.
Eso me dije mientras se hacía de día.

jueves, diciembre 09, 2010

Estoy a esto de mandar absolutamente todo al carajo. Bueno, el profesorado no, porque es lo único que me dio alegría este año.
Esto no es evolución. Esto es revolución.

viernes, diciembre 03, 2010

Cuando tenés 15, 18, 20, 23 años que te guste o no un flaco está determinado por una serie de variables: música que escucha, carrera que estudia, instrumento que toca, ideología política, libros que lee, directores de cine favoritos (y si no sabe nada de directores, ¡next!), estilo al vestir y cada una tendrá su juego particular de etecéteras.
Sí, sí, después te enamorás de uno que escucha Jóvenes Pordioseros y estudia Organización de Eventos y la vida te tapa la boca. O al contrario, siempre salís con muchachos con buen gusto, ideales e intelecto inquieto y resulta que a la final terminan siendo unos neuróticos tibios que sólo se permiten escribir historias y nunca vivirlas en carne propia. Se imaginarán cuál de los dos casos me toco a mí.

Cuando tenés 26, 29, 32 años esas variables que antes determinaban el curso de un vínculo ya no tienen tanto peso. Qué importa si se sabe todas las letras de Sabina, devora Sidney Sheldon y vota como gorila. No, bueno, esto último sí importa. ¿Realmente tiene importancia que sea artista plástico, estudiante de física o abogado? No, bueno, abogados nunca más; y ya que estamos, guitarristas tampoco.

Y recién ahora me doy cuenta. Mi manía por etiquetarlo todo me movió el eje durante muchos años. Ahora las variables determinantes son completamente diferentes.
Me he convertido en una romántica. Quién lo hubiera dicho.