viernes, diciembre 30, 2011

Me voy al delta a pasar Año Nuevo. A leer cuentos de Alice Munro en un muelle cercano al Paraná. A compartir con amigas tiradas de tarot y porros. A escribir en un cuadernito todas esas cosas que me inspiran los grillos, el agua y las reposeras. A quemarme un poco las piernas. A tomar vino blanco durante la caída del sol. A comer asado. A hablar de pijas. A indagar hasta llegar al núcleo.
A explorar el hambre; que no es insatisfacción, no es deseo, sino la perfecta armonía que surge cuando ambos convergen.

viernes, diciembre 23, 2011

Y pensar que hubo un tiempo en el que era todo ya, todo ahora, me quemaban los dedos y llenaba cuadernitos y ventanitas de msn y posts de blogger y libretitas guardadas en un bolsillo de la cartera esa que llevaba para todos lados. Millones de palabras en letra obsesivamente prolija. Todas palabras que decían lo mismo de una y otra manera. Era la reina de la paráfrasis, la neurótica de la repetición, una cinta de moebius, una calesita y todas esas metáforas tan manoseadas acerca de lo circular.
Evidentemente, rompí algo, porque ya no puedo escribir si no es con nostalgia. Ya no tengo la capacidad de enunciar sin recordar. Bueh, no sé si para tanto; el don de la exageración me sigue acompañando.
No puedo reproducir sin la resignificación que brinda el tiempo.
No puedo codificar mis reacciones porque el cuerpo me responde con sorpresas.
La mente se me convirtió en zona erógena y cada vez que la toco me revienta una piñata rellena de imágenes y pedazos de diálogos que me hacen poner la piel de gallina; y así no se puede. O sí, pero diferente.

viernes, diciembre 16, 2011

Hace un tiempo hablaba con un flaco de todo el tema este de estar en pareja o quedarse solo o resignarse a estar con alguien a pesar de no querer armar proyectos en común. Es probable que yo le haya comentado de la desesperación que me ataca a la altura del cuello cuando intento imaginar la misma cara todos los días del otro lado de la cama y él me contó alguna cosa de su última relación que no termina de venir al caso. También dijo que quizás todos nos hacemos mucho la cabeza con el asunto de la soledad, pero que si hiciéramos la cuenta de cuánto tiempo real nos consume sufrir por no tener a nadie al lado, sería muchísimo menos de lo que imaginamos. Le di la razón.

Hace un par de domingos una prima lejana fue a visitar a mi abuela. Habían pasado como diez años desde la última vez que nos habíamos visto. La vi cambiadísima. Más linda, más extrovertida, más luminosa. Mientras le servía una porción de pizza, me preguntó si estaba sola. Podría haberme puesto en mi rol de cancherita y haber contestado: 1."Siempre estamos solos, no importa a quién tengamos al lado" o bien, 2."Nunca estoy sola, siempre tengo gente a quien quiero alrededor"; pero decidí limitarme a lo ella realmente me quería preguntar: si estaba de novia. Le contesté que no. Después de eso, me contó que ella se había separado hacía muy poco, que su ex marido la trataba muy mal y que al dejarlo se había dado cuenta de toda la libertad que tenía a su disposición y que hasta ese momento había elegido ignorar. También me dijo que hacía bien, que para qué embarcarse en el proyecto de armar una familia siendo tan joven y todas esas cosas. Le di la razón.

Hace un par de meses en análisis conté un sueño. Se me fue toda la hora hablando de mi incapacidad para sentir un contacto real con el prójimo. Lloré mucho y la analista me hizo pasear por un montón de pedazos de mi vida que en general satirizo, pero que en ese ámbito dieron lugar a la angustia. Justo antes de su clásico "bueno, podemos cortar acá", me dijo algo que me dejó casi temblando. Que, en algún punto, yo me había quedado chiquita en lo que a afectos correspondía. Le di la razón.


Yo no sé bien por qué me pasa esto que me pasa. A veces pienso que tal vez exijo demasiado del mundo emocional y que por eso es imposible llegar al nivel de mis expectativas. Otras veces se me ocurre que soy súper normal, funcional y adaptada y que, en realidad, mi percepción tergiversa los hechos para no aburrirme tanto. Lo que sí sé es que guardo una intensidad que me desborda cuando la dejo salir a la luz. Me quema sentir al otro, me desarma exponerme de ese modo; me pongo eufórica, pierdo la compostura.
No sé cómo se hace para que algo supuestamente normal no me revolee contra la pared de mis defensas.

viernes, diciembre 02, 2011

Hasta hace un año hubo un bar en Chaco y La Plata que era muy lindo. Supe la dirección después de haberme mudado al barrio. Antes de eso, siempre lo encontraba de casualidad, en esas caminatas larguísimas cuando salía con algún chico. Sabía que quedaba cerca de Parque Rivadavia, pero nunca me ocupaba de fijarme en qué calles; un poco porque me gustaba la idea de lugar mágico que aparece sólo cuando tiene que aparecer y otro poco porque estaba distraída con el flaco de turno.

Cuando Fulano me invitó a tomar una cerveza después de muchos años de no vernos, me dijo de encontrarnos en la esquina del bar ese. Con él había ido la primera vez, a sentarnos en el sillón enorme que estaba yendo para el fondo, un domingo que ya anochecía.
Hacía un frío que no puedo poner en palabras. Caminé las 10 cuadras a ritmo de maratonista, con los pies helados y las manos temblequeando. ¿Saben qué pasa cuando una llega a una esquina para encontrarse después de siete años con el primer chico con el que una se animó a algo más que revolcarse; el primero que se le presentó a las amigas; el primero que desestructuró el jenga de prejuicios y caprichos de pendeja tratando de escapar de la adolescencia? Nada sucede, salvo una sonrisa que transforma toda la cara y un abrazo fuerte en puntas de pie.
No nos pudimos sentar en el mismo sillón, había unos pibes ocupándolo. A veces es lindo ponerse al día con alguien después de tanto tiempo. Cuando lo que importa es la reflexión acerca del devenir y no la enumeración de éxitos, fracasos y anécdotas. Estructura por sobre contenido. Más tarde nos fuimos a casa, a tomar whisky para entrar un poco en calor. Él hablaba mientras yo iba poniendo excusas para acortar la distancia que había entre ambos. Él hablaba y yo no podía parar de mirarle la boca y dejarme encantar por el tono de su voz, grave -gravísimo- y acolchonado. Él hablaba y yo sabía que ninguno de los dos iba a dar el primer paso en lo que quedaba de madrugada, porque medirse reporta placer, porque la espera alimenta el deseo. Antes de pedirme que le fuera a abrir la puerta, me agarró de los hombros y me dijo "Ce, hay que pegar el salto".

Cuando cinco meses después estábamos en el balcón de su casa poniéndole fin al revival primaveral que habíamos venido teniendo, me habló de esa noche. De mi oscilación entre una vulnerabilidad -nueva en mí para él- que lo desarmaba y mis esfuerzos por mantener la guardia alta. Yo dejaba que un tercio de mi cuerpo colgara hacia abajo, mirando a la gente que caminaba por Juncal, sin contestarle nada pero pensando en que esa oscilación nunca había cesado, que el conflicto entre esas dos variables era una constante y que, en pocas palabras, con él la había cagado hasta el punto de no retorno. Pensé también en mi incapacidad para pegar saltos.
Preferí contarle que hacía unas semanas había pasado con el 15 por la cuadra del bar y que lo habían cerrado.