viernes, enero 20, 2012

No sé si le pasa al resto de la gente, pero a mí los últimos dos o tres años se me mezclan en una nebulosa de eventos. No puedo hacer un balance de nada porque me cuesta saber si fue hace seis meses o dos años y medio que empecé el profesorado; o me cuesta calcular si la última vez que me enamoré fue en 2009 o el año pasado. Mi mamá dice que es una cuestión planetaria -o cósmica, yo qué sé-; que la Era de Acuario y el fin del mundo y la inversión de los polos y la mar en coche. Yo la miro y asiento, pero en realidad no entiendo mucho lo que me dice, básicamente porque ella no entiende lo que me dice. Sus opiniones son premisas tiradas al viento sin ningún tipo de argumentación, y como siempre nos terminamos peleando porque yo la acuso de crédula comprabuzones y ella me trata de escéptica refutadora compulsiva, prefiero esbozar una media sonrisa y ya. Porque al final, qué me importa por qué el tiempo parece acelerarse, qué me importan las pseudo explicaciones new age de mi madre; qué me importa si no hay nada tan liberador como la sensación de que el tiempo no termina de ser una variable del todo relevante, por lo menos en lo que a retrospectiva y resignificación respecta.

La única coordenada temporal que no olvido se planta en el invierno de 2009. No sé bien qué estaba pasando en mi vida a nivel concreto -creo que estaba enganchadita con un pibe que tenía novia, se me hacía el lindo y me bicicleteaba los revolcones-, pero la cuestión es que un domingo, en la casa de Dedé, entramos en un estado de honestidad violenta y empezaron a florecer las epifanías. Desde ese día, prometí no olvidarme nunca de dos cosas que no pienso revelar porque quiero envolverme en un halo de misterio, pero que condicionaron mi accionar desde ese momento.
Oh, qué enseñanza de vida, cuánto aprendizaje. Me fumé un porro hace dos años y descubrí que estaba viviendo una mentira, que venía haciendo un personaje y que no me dejaba atravesar por el placer. Oh, la revelación, la iluminación, la lógica al servicio de la esperanza y un horizonte que se ensanchó en el transcurso de una madrugada.
Y aunque me burle, de protector de pantalla en la compu tengo un cartel que, en loop eterno, me recuerda "no te olvides". No me olvido.

martes, enero 17, 2012

Me gustaría esribir sobre cosas lindas que me están pasando, pero no me sale. Si pudiera, escribiría un post sobre sábanas hechas un bollo, gin tonics y risas con amigas; pero no me sale, no me surge, no me dan ganas de romper la política personal de reserva de la intimidad que se me autoimpuso hace un tiempo. Me gustaría escribir también sobre la liviandad que me abraza y sostiene cuando no estoy atacada por la angustia, que se traduce en la risa fácil y la claridad a la hora de elegir objetivos.

Hace un tiempito, estaba en la terraza de una de esas casas devenidas en centros culturales y un chico que es tan dulce como deseable se me acercó un poquito a la oreja derecha para decirme algo. Mientras el aliento cálido me pegaba en el cuello y yo me ponía un poco nerviosa -como cada vez que un muchacho lindo se nos acerca un poco más para decirnos algo importante al oído-, me dijo que la libertad es saber para qué vino uno a este mundo y animarse a serlo.
Bueno, a veces, cada vez más seguido, me da la sensación de que estoy empezando a vislumbrarlo. Y sonrío.

martes, enero 10, 2012

Era un sábado de marzo de 2002 y hacía calor. Mucho calor. The Roxy estaba hasta las manos. Se me pegoteaban los brazos con la espaldas húmedas de las otras personas. Me ubiqué cerca de la barra para poder pedir agua con hielo y me quedé bailando con una amiga. Desde un ángulo raro, el brazo de un extraño me puso una lata de cerveza helada sobre el hombro. Ni siquiera atiné a mirar quién me la estaba ofreciendo; tomé unos tragos, estiré la mano para atrás y seguí bailando. Fatboy Slim sonaba, Praise you. Al ratito, reapareció la mano con la lata. Cuando terminé de tomar, miré, lo miré. Era lindo, re lindo. Mientras esperaba a que se me acercara a hablar de una vez, él seguía dándome de sus cervezas y me sonreía. En algún tema de Moby, lo sentí justo detrás de mí: el calor en la espalda, el aliento en la nuca y un escalofrío cuando me mordió el lóbulo de la oreja izquierda. Si ahora no sé cómo es que funciona eso de la química entre dos personas, menos idea tenía a los 19 años, pero no pude enojarme ni hacerme la ofendida. Mientras mi amiga miraba sorprendida cómo un flaco, de la nada, me mordisqueaba el cuello, yo lo dejaba hacer, porque no concebía otra opción que no fuera esa.
Andrés se llamaba y los besos que me daba eran más lindos que su sonrisa encantadora. Me tocaba como si me conociera y eso ya era mucho decir; hasta ese momento nunca había disfrutado del todo del manoseo solapado contra alguna pared. Sí lo había experimentado, sí me habían calentado, pero nunca había sentido placer. Porque es esa la clave de todo: la calentura no es placer. La calentura es hambre, es necesidad de satisfacción; es lo que te atraviesa el cuerpo cuando sentís el olor que viene desde la parrilla mientras las mollejas hacen chispear el carbón. El placer es el bocado, el tinto a temperatura justa maridando con el vacío a la perfección, la salsa criolla en el pancito. El placer viene acompañado de más calentura, siempre, cuanto más placer se obtiene del objeto de deseo, más arremeten las ganas de seguir gozando. Keyword: más. Pero no es una relación bidireccional la que existe entre estas dos variables; a veces te quedás con hambre y nada más, no hay éxtasis; la tira de asado está dura, los chinchulines gomosos, no hay chimuchurri, esas cosas.
Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora y cervezas siempre frías me hizo sentir por primera vez la retroalimentación del deseo. No entendía nada. Un chabón que no conocía me estaba tocando detrás de una cortina símil terciopelo, en el medio de un boliche que estallaba de gente y yo sólo podía registrar el camino que hacían sus manos y su boca sobre mí. Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora me hizo acabar por primera vez. Porque, claro, yo tenía 19 años y era virgen. Sabía lo que era un orgasmo, pero no de esa manera, no con otra persona como el causante.
Cuando un patovica nos pidió que frenáramos con el exhibicionismo, nos dimos cuenta de que ya era de día. Me pidió el teléfono mientras retiraba mi cartera del guardarropas. No sé si se lo escribí mal de borracha (esas cosas pasan; o me pasaban a mí en la era pre telefonía móvil)o si el tipo no tuvo ganas de verme de vuelta, pero la cosa es que nunca llamó. Me puse un poco triste, más que nada porque para el lunes a la tarde ya había decidido que si arreglábamos para encontrarnos, me lo iba a coger sin dudarlo. Volví a The Roxy, como cada sábado hasta ese momento, mirando de vez en cuando a los chicos con pelo castaño muy cortito. Nunca más lo vi.

Después de Andrés pasaron muchos años hasta volver a sentir algo parecido. Sí me pasaron otras cosas, igual de significativas e intensas, pero cuando nuevamente sentí eso, eso de no querer quitar las manos del cuerpo del otro, eso de borrar por completo el escenario y que todo se convierta en un latido frente al más mínimo roce, supe que por ahí iba y venía la mano. Y quizás, a lo largo de todo este tiempo haya intentado engañarme muchas veces, diciéndome que con la atracción, la conexión intelectual o la contención emocional alcanza; pero no. Cada vez se torna más claro y es más fácil ser consecuente con la premisa: mi constante es el hambre, la búsqueda del objeto; y el deseo llano no es la meta sino lo otro, el bocado que llama al otro bocado, la dentellada que embadurna de avidez el cuerpo. Masticar, saborear, tragar. Querer más después de haber probado.

domingo, enero 08, 2012

Pedíamos una parrillada para compartir, armábamos un cigarro con tabaco y hachís y nos tomábamos un taxi hasta el centro. Ahí, nos encontrábamos con el resto de la gente y no sé, pasaban cosas raras. Esas cosas raras siempre involucraban mucho alcohol, tipos y amanecer en una cama metida en una habitación, metida en una casa de algún barrio inverosímil como Villa Ortúzar o Versalles.
Nunca cogí tanto ni tan mal en la vida.

No extraño tanto tener veintipocos, ahora que lo pienso.

viernes, enero 06, 2012

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso. Lo veo más claro desde que empecé a trabajar en una librería. Antes -ilusa-, estaba segura de que una especie de Hada-Madrina-Lectora-Cinéfila nos había hermanado, pasando la varita mágica por encima de la cabeza de todos nosotros: los que de niños usamos lentes y nos hicimos amigos del bibliotecario del colegio; los hijos de grandes lectores y amantes del cine de autor empeñados en traspasarle el hábito a su progenie; los que -sin nadie entender bien por qué- un día manotearon de los estantes de la biblioteca o del videoclub algo que les llamó la atención y nunca más pararon. Una logia sin registro de asociados. Una complicidad deschavada con comentarios sutiles y miradas intensas y fugaces. Pero no.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso, pero a veces los lectores nos embarcamos en empresas destinadas al fracaso por cuestiones que exceden el ámbito de lo intelectual. Por ejemplo, los cupones de descuento.
Resulta que hace un par de semanas mi amigo P. (no sea cosa de dejar al descubierto su identidad, aunque tenga el nombre más común de nuestra generación) me comentó que le había llegado una oferta de cupones para Un tranvía llamado deseo, de Daniel Veronese. O, mejor dicho, de Tennessee Williams en versión de Veronese. Por 140 pesos íbamos los dos. Nos salía la mitad y, encima, nos tocaba una muy buena ubicación. Acepté no sólo porque la oferta caducaba en un par de horas sino porque había visto unos afiches en la calle y me habían dado ganas de ir, a pesar de ir al teatro muy de vez en cuando.
Vale aclarar que mis referencias de Un tranvía llamado deseo dan cuenta de que soy una hija de la televisión:
- La película con Marlon Brando y Vivian Leigh, dirigida -tanto en el teatro como en el cine- por Elia Kazan, que sé que vi de muy pequeña y ya casi no recuerdo.
- Un capítulo de Los Simpson en el que Marge se mete a hacer teatro y le toca el papel de protagonista de la obra. Como nota de color, Flanders se la pasa con el torso desnudo e interpreta a un hombre pasional y violento.
- Un episodio de Seinfeld en el que Elaine toma calmantes muy fuertes para aliviar un dolor de espalda y se pasa de dosis justo antes de ir a un evento en honor al padre de Jerry. Se la ve completamente dopada, riéndose de todo y aullando "Stellaaaaa... Stellaaaaa", que es lo que le grita todo el tiempo el personaje de Marlon Brando a su esposa.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y yo, en mi afán de ahorrarme 70 mangos y tener planes para el viernes a la noche, había aceptado ir al teatro con P., que es un tipo que se la pasa leyendo y mirando películas., pero nunca coincide conmigo. Nunca. Y si bien, técnicamente, una obra teatral no entra en ninguna de las categorías de conflicto, se trata, esencialmente, de lo mismo.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y por no recordarlo, estaba frente a un enigma del calibre del de Schrödinger y su gato. Uno de los dos la iba a pasar mal ese viernes. Uno de los dos iba a salir indignado del teatro, despotricando contra el director, los actores y la forma de tratar el argumento. Uno de los dos iba a tratar de convencer al otro de que no era tan así, pidiendo un poco menos de dramatismo y exageración. Uno de los dos iba a volver a su casa lamentando haber estado sentado dos horas en el Teatro Apolo y era imposible saber quién, si él o yo. Me entregué a Fortuna con resignación y me olvidé del asunto hasta el día de la función.

Quizás yo sea más fácil de contentar que mi amigo P., porque a mí la obra me encantó. Erica Rivas en el rol de la negadora, coqueta, narcisa y alcohólica Blanche es exquisita. El polaco Kowalski interpretado por Diego Peretti se ve un poco opacado por las actrices que lo acompañan, pero aun así, conmueve cuando está solo en escena. Paola Barrientos en el papel de Stella se destaca, aporta siempre la medida justa de dulzura, desinterés o violencia para que la tensión no derive en desastre. Me reí durante dos horas como uno puede reirse de ese pariente medio loco que lleva una vida muy triste, pero que de todos modos se satiriza a sí mismo y nunca muestra su dolor; una risa que tapa angustia e incomprensión. A P., en cambio, le resultó tibia, ruidosa, poco humana, "un sketch de Gasalla". Se quejó de la puesta en escena, de ciertos elementos de la escenografía, de la falta de compromiso respecto de la problemática central de la obra y de Peretti.
Fue inevitable llevar la discusión al campo de la literatura y el cine, porque somos belicosos y nos gusta argumentar en contra de los gustos del otro. Él esperaba que el conflicto fuera punzante, que mostrara las miserias de los personajes con seriedad y crudeza; quería a Faulkner, Hemingway y David Lynch. Yo quedé encantada con el sufrimiento perfumado, adornado con tiaras, puntillas y whiskey; me llevé a Capote, Bukowski y Tarantino.
Hasta las cuatro de la mañana nos quedamos charlando com P. acerca de mujeres, scotch, hombres, poetas, posguerras, machismo, psicoanalistas, salud mental y todas esas cosas en las que sí coincidimos. Porque compartir afición por la literatura y el cine no significa nada más, es cierto, pero a veces sostiene relaciones, amistades, noches largas, universos.

Algún mes primaveral de 2011