sábado, mayo 19, 2012

Hoy -con el aula de la clase de latín medio vacía y afuera anocheciendo- la conversación se disparó para el lado de la necesidad y el placer que puede reportar la tensión sexual en cualquier ámbito donde uno pase una cantidad considerable de horas. Mi compañerito me miraba con cara de que siempre llevo lo mismo para el mismo lugar; yo trataba de hacerle entender, muy solapadamente, que lo planteo en esos términos siempre que charlamos porque sé que en algún punto él comparte esa manera de experimentar el movimiento de energías en cualquier tipo de espacio.
Después, ya comenzada la clase, mientras él se hundía entre mis rulos para hacerme comentarios al oído y lograr que me pusiera como quinceañera alborotada, pensaba que el orden natural de las cosas puede adoptar muchas formas, cientos, la mayoría aún desconocidas.

Hace un par de semanas estaba sentada en esta misma cama y lloraba. Intercambiábamos anécdotas de citas exitosas con un amigo, cuando me di cuenta de que hacía bastante que no tenía una de esas; ni de ningún tipo, para el caso. Y sin darme cuenta me fui poniendo muy triste. Una tristeza sin angustia ni capricho. Una tristeza noble, de sincera pena ante la ausencia de algo deseado.
Al otro día, tenía un mail de Pirulo invitándome a su casa. Pirulo ya es viejo conocido, hay una especie de afecto -o al menos, respeto aprendido a fuerza de conflicto- tácitamente instalado entre los dos. Entrada la madrugada, con su edredón de plumas calentándome las piernas y uno de sus brazos abrazándome el torso, me dejé ir, me entregué al descanso y dormí plácidamente hasta el mediodía. Cuando llegué a casa y me miré en el espejo, era otra; más yo, más luminosa. Las endorfinas del orgasmo habrán tenido su cuota de participación en todo el asunto, pero también sé que esa intimidad que se da entre dos personas que saben disfrutarse, me pone en eje.

Unos meses atrás conocí a un pibe. Estos pibes que hacen que una se sienta avasallada y magnánima al mismo tiempo, como si tuvieran el talento para convertir la lucha de poderes en equilibrio sostenido a fuerza de libido en movimiento. Un día no quiso verme más, nunca terminé de entender por qué. No es la primera vez que me pasa -y todo indica que no será la última-, pero de todos modos me dolió un poco. Sin despecho, sin enojo, simplemente con la sensación de que a veces me quedo un cacho sola en esto de apostar al contenido por sobre las formas. Así como con algunos se puede tomar lo que es sano y aprender que sólo están habilitados ciertos espacios, con otros es como si se bajara la persiana y listo, game over y te jodiste.

Hay personas a las que les calza bien el Manual de reglas para manejarse en relaciones convencionales. Hay situaciones en las que está bien visto que nos rebelemos contra ese juego de valores y levantemos en alto la bandera del metete-el-mandato-en-el-orto. Pero lo que (me) sucede en general es que no se está ni de un lado ni del otro, la mayoría de las veces no se trata ni de una cuestión de hacerse cargo del -trilladísimo- miedo al compromiso ni de tratar de hacer experimentos vinculares de amor libre. Es en ese intermedio que no se termina de ser claro ni con uno ni con el otro y surgen los malentendidos, los egos heridos y las puertas entreabiertas por las dudas. Es lógico: es tierra de nadie; un camino sin señales, sinuoso y lleno de bifurcaciones.
Podés coger con alguien cada dos meses durante años y saber que el deseo y los gestos de afecto son sinceros. Podés sostener la tensión sexual a diario sabiendo que no necesariamente hay que consumar para sentir satisfacción. Podés convertir lo romántico en fraternal y que la conexión se consolide. Podés dejar que el otro deje de ser una presencia tangible para pasar a ser una compañía cotidiana a la distancia, pero aún así mucho más concreta. Podés tirar de la piola hasta darte cuenta de que ya se cortó, el otro se fue y está bien que eso suceda, porque libera.
Podés explicarme todos tus porqués, yo te prometo que te voy a entender.