lunes, marzo 26, 2012

Cuando un chico me gusta mucho, le cuento en seguida a mi amigo Fulanito.
Fulanito me pasa a buscar por alguna esquina con el auto y maneja por ahí mientras yo le comento toda entusiasmada que el muchacho tiene un tatuaje acá o que trabaja de tal cosa que es lo más copado del universo o que me dijo blabla y yo me sentí como nunca me había sentido en la vida hasta ese momento mágico en el que sus palabras me atravesaron el alma como mil flechas de mil Cupidos rechonchos y en pañales. Fulanito me pregunta si cogemos bien y a mí me salen fuegos artificiales de la boca que forman dibujos de colores que escapan por la ventanilla para hacer una Vía Láctea en miniatura.
Después, estaciona y vamos hasta alguna heladería y me reta cuando trato de clasificar a la gente por los gustos que eligen; entonces, vuelvo a hablar del pibe de turno, pero desde otro lugar. Mientras me mancho un poco las comisuras con chocolate amargo, expongo todas mis inseguridades. Le paso una bola de miedos y presunciones que sostiene entre sus manos mientras yo no paro de darle a la verborragia, a la cucharita y al tarro de telgopor. Nos reímos de mí, aunque yo lo hago con la mirada gacha para que no se de cuenta del todo que exhibirme así es el único modo que tengo de verbalizar lo más temido.
Caminamos un rato, agarrados del brazo como viejitos de vacaciones en alguna ciudad con termas y cada vez que pasa una chica linda por al lado, le pregunto si le gusta. A veces vamos al cine, otras al teatro, y cuando me recuerda que me ponga en el cinturón en el viaje de vuelta, le hago caso y me quedo callada, pensativa. Aprovecha mi silencio y me halaga la capacidad esta que parece que tengo para dejarme atrapar por la sorpresa y la sonrisa al conocer a alguien nuevo; la habilidad para fantasear y crear mundos maravillosos a partir de un somier, una luz baja y un par de porros; también el talento para recomponerme y sostener la esperanza después de que todo se haya ido al carajo, porque los dos sabemos bien que es eso lo que siempre termina pasando. Me deja en la puerta de casa y espera hasta que abra la puerta y me coma la oscuridad del pasillo para arrancar y doblar a la derecha en Alberdi.
Entro a mi cuarto y me siento sobre la cama con la sensación de que Fulanito no se toma demasiado en serio mis declaraciones; no que me importe demasiado, pero seguido de eso me doy cuenta de que todo se me convierte siempre en montones de palabras y todos son musa y la poesía me envuelve como una frazadita de polar en otoño, pero ¿yo a quién inspiro? Pero como quiero aprovechar las endorfinas del chocolate amargo antes del batacazo, espanto todas esas ideas de mi mente hasta momentos como este, en los que me doy cuenta de que hace meses que no llamo a Fulanito para contarle que me gusta mucho un chico y de que todo se fue al carajo demasiadas veces consecutivas como para tener el optimismo al alcance de la mano.

viernes, marzo 23, 2012

Si de categorizaciones hablamos, puedo decir que tuve muchos romances de novela.
Fulanito fue una experiencia levreriana: mística, melancólica, luminosa. Menganito, muchos cuentos de Salinger: en apariencia inocente e ingenuo, pero con un trasfondo de angustia y reflexión. Ese de hace muchos años fue lo más parecido a Houellebecq: frío por fuera, intenso por dentro; con una sombra de nihilismo que nunca pudimos despejar. Este de más acá, Laiseca: el humor al servicio de lo perverso y viceversa. Aquel que tanto me perturbó, una de Auster, pero de las que terminan más o menos bien: una espiral de eventos desafortunados que decantan en la epifanía, la comodidad y la paz. Ese que se me escurría todo el tiempo fue claramente un caso McEwan: demasiado moderno, demasiado canchero y al final, medio que la nada. Y este otro, tan presente en el recuerdo, muy Faulkner todo, porque a veces la clave no está en el contenido sino en la forma, esa forma tan enredada, poética y asfixiante. Hasta hay uno que podría ser tranquilamente una de Highsmith: motivaciones extrañas, misterio y peligro.
Que nadie se sorprenda, entonces, cuando hablo de mis libros como si fueran personas. Que nadie me juzgue cuando adorno demasiado el relato de unos tragos compartidos y unos besos.

Ahora entiendo por qué es que me gusta dormir con los libros que me gustan debajo de la almohada.

sábado, marzo 03, 2012

Cada vez que ordeno el cajón del escritorio lo veo. Es un papelito medio amarillento en el que mi mamá anotó el número de un celular. Lo guardo junto con la tarjeta de mi analista jungiano que se fue a vivir a Córdoba y la tarjeta de un ex.
Algún día, durante el verano de 2007, mi mamá me invitó a almorzar y me dijo que se había encontrado en la calle a un amigo de mi padre biológico. Ella le preguntó si lo había seguido viendo y él le contestó que se encontraban muy de vez en cuando, una vez al año en alguna reunión. Mi mamá también le preguntó si tenía su número por si yo quería ponerme en contacto, él le dijo que no lo tenía encima, pero que anotara su celular, porque iba a buscarlo y esperar mi llamado.

Es raro cuando una parte de la propia historia es apenas una sombra.
Es raro también no sentir deseos de echar luz. La mayor parte del tiempo prefiero sentir curiosidad cuando me miro en el espejo antes que salir a buscar a un tipo -a fin de cuentas no es más que un tipo-, conocerle la cara y develar el misterio. También me da mucho miedo y angustia el simple hecho de pensar en el asunto, por supuesto.

Entonces, mi mamá me dio el papel amarillento con el teléfono. Yo lo guardé en mi billetera de Betty Boop y esperé un ratito, a ver si me decía algo más. Algo más, como que si quería, llamábamos juntas. Algo más, como preguntarme si la situación no me parecía al menos perturbadora. Pero mi madre también convive con sus sombras y se limitó a darme la hojita de la libreta y servirme la comida.
Y nunca más hablamos del tema.