domingo, agosto 05, 2012

Mi abuela llegó a Argentina desde Paraguay, sola, cuando tenía 16 años. No hizo un viaje demasiado largo, se instaló en Corrientes y trabajó durante un tiempo en una fábrica de botones -o de algún objeto pequeño y necesario de ese estilo- hasta que le agarró nostalgia y volvió a su pueblo, cuyo nombre guaraní no sé escribir pero que suena a "ibitimí".
Desde su relato, siempre me resultó difícil entender cómo fue que terminó en Buenos Aires con 18 años recién cumplidos y nadie que conociera en esta ciudad; pero el otro día, mientras yo comía un muslo de pollo que me había hecho en el horno mientras dormía la siesta, reveló el secreto. Resulta que su familia quería emparejarla con un argentino que trabajaba en Asunción y que pintaba como buen partido. En sus palabras: "judío, ingeniero, alto, rubio, trabajador, carácter tranquilo". Ante la presión de su entorno para que se casara con el tipo este que la encontraba fascinante, ella se sintió acorralada y se escapó.
Le pregunté si se arrepentía de la decisión que había tomado en ese momento y no me miró mientras respondía que a ella el rubio no le gustaba demasiado aunque sabía que le convenía, pero que sí se arrepentía de haberse dejado envolver por los encantos de mi abuelo: un petiso, morocho, marinero y misterioso. Ella sabía que no se había escapado de un hombre sino de una imposición que no tenía en cuenta  su deseo y que eso nunca daría lugar a reproches.
Se le llenaron apenas los ojos de lágrimas al mismo tiempo que seguía mirando un punto indefinido en el techo y no necesité que me explicara que en ese instante estaba haciendo todo un camino en reversa, lleno de suposiciones, hipótesis y suspicacias. Se imaginó una vida apacible con el ingeniero, con hijitos rubios y estudiosos. Fantaseó con la idea de un matrimonio honesto, sin engaños ni golpes bajos; un hombre que la aceptara y estimulara a explorar su curiosidad y potencial. Cuando volvió de su trance, me confesó que nunca le había contado a nadie el verdadero por qué de su llegada a Buenos Aires, pero que a mí sí porque sabía que yo la iba a entender; que a veces veía en mí esa misma supremacía de las ganas por sobre todas las cosas y se preocupaba mucho, pero que esa preocupación se complementaba con el orgullo de saber que a su nieta mayor nadie le iba a decir nunca lo que tenía que hacer.
Cuando mi abuela tenía mi edad, estaba embarazada de su quinta hija, las dos mayores estaban pupilas en un colegio de monjas porque ella no podía con todos y mi abuelo navegaba 8 meses al año. Cuando mi abuela tenía mi edad no tenía tiempo para reflexionar demasiado acerca de su vida sentimental, ni para toda la cháchara neurótico-masturbatoria en la que yo me doy el lujo de vivir inmersa. Y aún así, habiendo tenido vidas tan distintas, crianzas y experiencias tan diferentes, algo nos une y nos contiene.

-Bueno, pero si te hubieras quedado con el otro pretendiente, abuela, no habrías tenido una nieta tan linda y buena como yo, así que no te arrepientas, eh.
-Seríamos abuela y nieta igual, Cele, hay cosas que, simplemente, tienen que ser.