domingo, febrero 19, 2012

Ayer le abrí mi corazón a Sol y se me cagó de risa en la cara. Le estaba ventilando los trapos más sucios de mi psiquis y la flaca se agarraba la panza mientras carcajeaba y me decía "ay, Cel, no podés ser tan monga". Monga de torpe, de personaje de reparto de película; la disfuncional, medio chistosa, amiga de la protagonista. Así que yo también me reí un poco, porque la verdad es que cuando me pongo a analizar fríamente ciertos mecanismos, puedo verles el costado torpe y satirizar para que el relato sea más entretenido. Es sano reírse sin burlarse de la propia naturaleza, el problema aparece cuando más allá de lo histriónico, la anécdota y el remate, hay algo sobre lo que no se tiene control, que coquetea con lo compulsivo.
Después Sol entendió y escuchó y abrió los ojos muy grandes porque a veces no entiende mis motivaciones ni mi capacidad de disimularlo todo. Entonces quedamos en que no queda otra más que bailar, escribir, cambiar los muebles de lugar y cantar. Más que nada, cantar. Por eso, arreglamos trueque: yo le voy a dar clases de inglés y ella me vuelve a dar clases de canto.
Después de hacer el trato, apagamos la luz para dormir. Yo luché durante mucho rato para poder organizar mi cabeza y hacer un plan de acción que no me desvíe del deseo. Y mientras, tarareé mentalmente una de Etta James para aquietar la fiera.

sábado, febrero 11, 2012

Hace un tiempo, después de una cena familiar, mi mamá trajo mis cuadernos de primer grado para ver si me quería quedar con alguno. Me llamó mucho la atención un dibujo de mi propia mano. En la hoja del Rivadavia-tapa-dura-48-hojas-rayado-forrado-de-azul estaba el contorno de mi manita hecho con lápiz. "Cele, qué extraterrestre", dijo mi papá. Y con razón. La palma diminuta, los dedos larguísimos y finos, los nudillos prominentes. Apoyé mi mano adulta sobre la que alguna vez tuve y resulta que los dedos sólo me crecieron medio centímetro en casi veinticinco años. Era ET, no es joda.


Ahora mis manos siguen siendo chicas, los dedos siguen siendo largos, las uñas siguen siendo infantiles; la del meñique es un chiste de lo pequeña que es. La palma no tiene un color parejo, es un marmolado de rosa y blanco. Las líneas son muchas, todas entrecruzadas, como un mapa de rutas. A veces son suaves, aunque en general la piel se pone seca sin llegar a ser áspera.
Nunca había reparado en mis manos hasta el día que un flaco me dijo que le encantaban. Porque eran chiquitas y su pija parecía más grande cuando se la agarraba; porque parecían de nena y podía darle canal a su perversión de potencial viejo pajero. También porque le parecían muy lindas, claro.


Igual, llegar a las manos es un ejercicio de lo inquisitivo. Primero están los ojos. "Puro ojos", dice mi mamá cada vez que cuenta historias de mi primera infancia. "Mirada de loca". "No me mires así". "Son muy saltones". "Son hermosos". "Qué grandes". Eso han dicho otros. Yo nada más sé que una sola vez me entendí la mirada, una sola vez me miré a los ojos y entendí qué pasaba ahí. Me paré frente al espejo durante hora, sin poder dejar ese ritual de autohipnosis que me hizo llorar de emoción durante horas. Me entendí; me vi. Esa única vez. Pero con una sola vez alcanza, en serio.


Mis manos se mueven lentamente, nunca siguen el ritmo de lo que digo. Le hacen contrapeso a la intensidad de la mirada.
Si estás frente a mí, no te dejes llevar por el revoleo de ojos, ni por las miradas que escrutan intimidades, ni por las bajadas de pestañas que coquetean.
Acordate de las manos, ahí guardo lo mejor.

lunes, febrero 06, 2012

No lo sabía, no era conciente en ese momento, pero desde que me gustó Javier en salita de 4 mi vida estuvo -en cierta medida- determinada por los intereses ajenos. Y la que diga que no aprendió cosas nuevas, estimulantes y maravillosas gracias a los tipos que le gustaron, es una mentirosa o una pobre mina carente de ambición que se cruzó sólo con chatos.
Primero fue Javier, entonces, que me enseñó que cuando se jugaba a la casita había que dedicarle un momento a la cocina y a la hora del almuerzo, porque su mamá preparaba las milanesas más ricas del mundo. Yo le creí, aunque nunca me invitó a su casa. Después, ya en primer grado, llegó Juan Pablo, que me hizo entender que ser perseguida era parte del cortejo. Él salía disparado detrás de mí apenas tocaba el timbre del recreo, para perseguirme por todo el patio, tratando de enchufarme un beso en la frente o bajarme la vincha y despeinarme; también hablábamos de construcciones con lego, el programa de Flavia y el nombre raro de la maestra.
De todos modos, la primera vez que me enfrenté realmente con mi ignorancia ante el conocimiento ajeno fue en 1993, la primera vez que Juan Pablo (otro, diferente del de primer grado) me habló de dinosaurios. Yo sólo había visto Jurassic Park y me consumía la curiosidad, así que me fui hasta la feria de Parque Centenario y me compré un libro que más o menos explicaba todo. Juan Pablo se sentaba conmigo, así que teníamos ocho horas por día para discutir y consensuar acerca de eras, bichos fantásticos y extinciones.
Con Enzo aprendí de autos, con Damián, de extraterrestres y comics, con Esteban de X-men y familias funcionales. Alejandro me tradujo canciones de The Doors, Iván me explicó el reglamento de hockey, Alberto me ayudó a entender el peso específico de las sustancias y el goce en la melancolía. Nahuel me hizo descubrir las costumbres de la religión musulmana y el destornillador con vodka de 3 pesos la botella y jugo tang. Francisco me enseñó a apreciar a los Rolling Stones, Matías me hizo una introducción al judaísmo y Gonzalo me ayudó a dibujar con perspectiva. Y esos fueron sólo los amores platónicos de la pubertad y la adolescencia.
Más grande, pulí el talento, afiné la puntería y aprendí a escribir usando todas las tildes, a discutir sobre películas de Kevin Smith y arcos argumentales en guiones pocohocleros y series de 24 por temporada. Me metí en el mundo de la física cuántica y en el del ocultismo. Visité museos; leí a Bukowski, a Carver, a Bulgakov, a Hrabal, a Palahniuk, a Hornby, a Salinger, a Beckett, a King, a Le Guin, a Coupland, a Whitman;supe por qué la tostada caía del lado de la manteca; aprendí a cantar al oído canciones de Patti Smith, Barry White, Dylan, Charly, Fiona Apple y Joni Mitchell.
Aprendí a hacer cantos védicos, pasteles de papa, dobladillos a pantalones, dibujos llenos de colores, regalos de ferias americanas, caminatas sin rumbo pautado, barquitos de envoltorios de caramelos sugus, esculturas con papel metalizado de atados de cigarrillo, brownies, porros desarmados, té de yuyos recién arrancados, escenas de minita y masajes.
Y así, como veleta que va para donde pega el viento, fui creando identidad a partir de esos pedazos que ellos me dejaron sin darse cuenta. Se armó un camino sustentado en la curiosidad propia y el deseo de desentrañar la curiosidad del otro. Me convertí en el Frankenstein de una comunidad desconocida por sus propios miembros. No sé hasta qué punto soy, cocino, escribo, cojo, leo, canto y río por haberme quedado con un cachito de cada uno; quizás porque fue la única manera de seguir adelante cada vez que me dejaron, ignoraron, rechazaron, se fueron lejos o dejaron de interesar.

La melancolía es arrojar sobre el objeto una sombra de significación que lo supera, otorgándole al adorno una importancia desproporcionada.
Milito la melancolía desde salita de 4.