martes, noviembre 27, 2012

II
Nuevamente, los zombies. Ya tomaron las ciudades y los humanos nos instalamos como podemos, en campamentos al costado de las rutas. Yo vivo en una carpa bastante grande con mi pareja (un tipo al que nunca vi en la vida). Estamos tomando mate y charlamos cuando de repente me desmayo. Al instante, aparezco en una calle de suburbio desierta, es un lugar tipo San Isidro, todo impoluto, casas enormes, arbolitos en las veredas. A lo lejos, veo a unos nenes jugando a la pelota en la calle. Me pregunto si estoy soñando, pero en realidad tengo la certeza de que viajé en el tiempo. Sé que los humanos pudimos de algún modo dominar a los zombies y que volvimos a habitar las ciudades. Escucho un sonido que se acerca rápidamente y me quedo parada, escuchando atentamente; después de un rato, es fácil de identificar: es la voz de un hombre, distorsionada por un megáfono. Al rato puedo ver cómo se acerca por la calle donde estoy parada una masa de muertos vivos, ordenados, marchando a un ritmo constante. El tipo del megáfono no para de decirles cosas. Es como un pastor evangelista que les quema la cabeza con sus frases. Pasan por mi lado y ni me registran, siguen al enajenado del megáfono como si no hubiera otra opción. Si pudiera recordar qué es lo que les dice, la represión no sería guardiana del sueño.
Me adelanto por el camino que están haciendo y veo que lleva a un precipicio. "Así que esta es la manera de  controlarlos", pienso; se los junta en rebaños, se los distrae con esas frases misteriosas y se los tira por ahí.
Antes de llegar a ver el descenlace obvio de esa escena, pierdo la conciencia y vuelvo a despertar en la carpa donde comenzó todo. Le cuento a mi pareja lo que vi, pero trata de convencerme de que fue un sueño. No me importa lo que piense, yo sé lo que pasó, lo que pasará y me vuelve la esperanza.
Y me despierto.
I
Los zombies ya aparecieron en la tierra y los que no fuimos infectados nos juntamos en grupos enormes y vivimos en comunidad. Por suerte, gran parte de mi familia, amigos y mi novio estamos bien, habitando una escuela. El sueño se divide en tres escenas que tienen un hilo conductor: son los festejos de Noche Vieja de tres años diferentes, asumo que consecutivos. El primero es sobrio, con las ventanas del edificio tapadas con cartones y un par de sidras garroneadas de andá a saber dónde. El segundo es un poco más festivo y a la hora de brindis estamos todos muy emocionados por estar haber estado sobreviviendo la catástrofe durante tanto tiempo. El tercero, el definitivo, es una fiesta a todo chancho, de disfraces y con la música al palo. Es en esa instancia en la que se me revela (a mi yo espectador del sueño, claro) un detalle muy curioso: si bien los zombies andan dando vueltas por ahí y hay que cortarles la cabeza para que mueran definitivamente, hay una subespecie peligrosísima, que se presenta como un doble y al que hay que hay que engañar para poder asesinar.
Estando en la mesa cenando, aparece el doppelganger de una de las chicas que vive con nosotros y ella sale corriendo a su habitación para vestirse de Ricky Martin. ¿Por qué? Porque Ricky es su cantante favorito y sabe que de esa manera seduce a su doble, le baila sensualmente y la atrae hacia ella para clavarle un machete en el cuello. Yo temo por el momento en el que aparezca mi versión muerta-viva porque realmente no sé cómo embaucarme a mí misma. Aunque ahora lo pienso y creo que mostrándole unos alfajores ya tendría la mitad de la tarea hecha.
Por algún motivo, es de noche pero el cielo está iluminado. Nos acercamos todos a la puerta de la escuela cuando empieza a sonar Carmina Burana, muy fuerte, desde algún equipo de sonido que no sabemos dónde está ubicado. Corre ese tipo de viento que anticipa tormentas y en ese momento comprendo que llegó el fin, que los zombies encontraron una manera de hacernos cagar a todos. Respiro hondo y veo que a lo lejos, desde la línea del horizonte, se eleva una especie de ola gigante, colorida, que avanza rapidísimo. Cuando llega hasta donde estoy, me doy cuenta de que son caramelos. Millones y millones de caramelos, inundándolo todo, haciéndonos resbalar.
Agarro uno, de frutilla, y pienso "qué hijos de puta, nos van a matar con caramelos".
Y me despierto.

viernes, noviembre 09, 2012

La primera excusa para dejar de escribir con continuidad en el blog fue que estaba intentando salirme del formato post. Escribí un par de cuentos y hasta podría decir que uno me salió bastante bien. Después -cuando la inspiración narrativa me abandonó-, me contuve de usar esto como canal para hacerle entender a un flaco que estaba triste por su culpa, así que tampoco escribí. El hábito que había mantenido durante tantos años se fue convirtiendo en algo casi desconocido, ajeno. Y al final, cuando me di cuenta de que extrañaba todo esto y quise volver, no pude.
Supongo el hecho de haberme puesto de novia influye bastante en toda la cuestión. ¿Cómo atreverme a romper con la armonía de solterita que oscila entre el despecho y la superación? ¿Permitir que este espacio se volviera un contenedor de frases cursis y abusar del concepto "esto sí es lo sano, perdón por haber intentado vender fruta durante tantos años"? Impensable, imposible.
Pero la realidad es que extraño el formato, el hábito, el territorio que se puede abarcar más allá de los 140 caracteres.
Aunque haya pasado de moda, vuelvo y soy millones. De posts.

domingo, agosto 05, 2012

Mi abuela llegó a Argentina desde Paraguay, sola, cuando tenía 16 años. No hizo un viaje demasiado largo, se instaló en Corrientes y trabajó durante un tiempo en una fábrica de botones -o de algún objeto pequeño y necesario de ese estilo- hasta que le agarró nostalgia y volvió a su pueblo, cuyo nombre guaraní no sé escribir pero que suena a "ibitimí".
Desde su relato, siempre me resultó difícil entender cómo fue que terminó en Buenos Aires con 18 años recién cumplidos y nadie que conociera en esta ciudad; pero el otro día, mientras yo comía un muslo de pollo que me había hecho en el horno mientras dormía la siesta, reveló el secreto. Resulta que su familia quería emparejarla con un argentino que trabajaba en Asunción y que pintaba como buen partido. En sus palabras: "judío, ingeniero, alto, rubio, trabajador, carácter tranquilo". Ante la presión de su entorno para que se casara con el tipo este que la encontraba fascinante, ella se sintió acorralada y se escapó.
Le pregunté si se arrepentía de la decisión que había tomado en ese momento y no me miró mientras respondía que a ella el rubio no le gustaba demasiado aunque sabía que le convenía, pero que sí se arrepentía de haberse dejado envolver por los encantos de mi abuelo: un petiso, morocho, marinero y misterioso. Ella sabía que no se había escapado de un hombre sino de una imposición que no tenía en cuenta  su deseo y que eso nunca daría lugar a reproches.
Se le llenaron apenas los ojos de lágrimas al mismo tiempo que seguía mirando un punto indefinido en el techo y no necesité que me explicara que en ese instante estaba haciendo todo un camino en reversa, lleno de suposiciones, hipótesis y suspicacias. Se imaginó una vida apacible con el ingeniero, con hijitos rubios y estudiosos. Fantaseó con la idea de un matrimonio honesto, sin engaños ni golpes bajos; un hombre que la aceptara y estimulara a explorar su curiosidad y potencial. Cuando volvió de su trance, me confesó que nunca le había contado a nadie el verdadero por qué de su llegada a Buenos Aires, pero que a mí sí porque sabía que yo la iba a entender; que a veces veía en mí esa misma supremacía de las ganas por sobre todas las cosas y se preocupaba mucho, pero que esa preocupación se complementaba con el orgullo de saber que a su nieta mayor nadie le iba a decir nunca lo que tenía que hacer.
Cuando mi abuela tenía mi edad, estaba embarazada de su quinta hija, las dos mayores estaban pupilas en un colegio de monjas porque ella no podía con todos y mi abuelo navegaba 8 meses al año. Cuando mi abuela tenía mi edad no tenía tiempo para reflexionar demasiado acerca de su vida sentimental, ni para toda la cháchara neurótico-masturbatoria en la que yo me doy el lujo de vivir inmersa. Y aún así, habiendo tenido vidas tan distintas, crianzas y experiencias tan diferentes, algo nos une y nos contiene.

-Bueno, pero si te hubieras quedado con el otro pretendiente, abuela, no habrías tenido una nieta tan linda y buena como yo, así que no te arrepientas, eh.
-Seríamos abuela y nieta igual, Cele, hay cosas que, simplemente, tienen que ser.

sábado, mayo 19, 2012

Hoy -con el aula de la clase de latín medio vacía y afuera anocheciendo- la conversación se disparó para el lado de la necesidad y el placer que puede reportar la tensión sexual en cualquier ámbito donde uno pase una cantidad considerable de horas. Mi compañerito me miraba con cara de que siempre llevo lo mismo para el mismo lugar; yo trataba de hacerle entender, muy solapadamente, que lo planteo en esos términos siempre que charlamos porque sé que en algún punto él comparte esa manera de experimentar el movimiento de energías en cualquier tipo de espacio.
Después, ya comenzada la clase, mientras él se hundía entre mis rulos para hacerme comentarios al oído y lograr que me pusiera como quinceañera alborotada, pensaba que el orden natural de las cosas puede adoptar muchas formas, cientos, la mayoría aún desconocidas.

Hace un par de semanas estaba sentada en esta misma cama y lloraba. Intercambiábamos anécdotas de citas exitosas con un amigo, cuando me di cuenta de que hacía bastante que no tenía una de esas; ni de ningún tipo, para el caso. Y sin darme cuenta me fui poniendo muy triste. Una tristeza sin angustia ni capricho. Una tristeza noble, de sincera pena ante la ausencia de algo deseado.
Al otro día, tenía un mail de Pirulo invitándome a su casa. Pirulo ya es viejo conocido, hay una especie de afecto -o al menos, respeto aprendido a fuerza de conflicto- tácitamente instalado entre los dos. Entrada la madrugada, con su edredón de plumas calentándome las piernas y uno de sus brazos abrazándome el torso, me dejé ir, me entregué al descanso y dormí plácidamente hasta el mediodía. Cuando llegué a casa y me miré en el espejo, era otra; más yo, más luminosa. Las endorfinas del orgasmo habrán tenido su cuota de participación en todo el asunto, pero también sé que esa intimidad que se da entre dos personas que saben disfrutarse, me pone en eje.

Unos meses atrás conocí a un pibe. Estos pibes que hacen que una se sienta avasallada y magnánima al mismo tiempo, como si tuvieran el talento para convertir la lucha de poderes en equilibrio sostenido a fuerza de libido en movimiento. Un día no quiso verme más, nunca terminé de entender por qué. No es la primera vez que me pasa -y todo indica que no será la última-, pero de todos modos me dolió un poco. Sin despecho, sin enojo, simplemente con la sensación de que a veces me quedo un cacho sola en esto de apostar al contenido por sobre las formas. Así como con algunos se puede tomar lo que es sano y aprender que sólo están habilitados ciertos espacios, con otros es como si se bajara la persiana y listo, game over y te jodiste.

Hay personas a las que les calza bien el Manual de reglas para manejarse en relaciones convencionales. Hay situaciones en las que está bien visto que nos rebelemos contra ese juego de valores y levantemos en alto la bandera del metete-el-mandato-en-el-orto. Pero lo que (me) sucede en general es que no se está ni de un lado ni del otro, la mayoría de las veces no se trata ni de una cuestión de hacerse cargo del -trilladísimo- miedo al compromiso ni de tratar de hacer experimentos vinculares de amor libre. Es en ese intermedio que no se termina de ser claro ni con uno ni con el otro y surgen los malentendidos, los egos heridos y las puertas entreabiertas por las dudas. Es lógico: es tierra de nadie; un camino sin señales, sinuoso y lleno de bifurcaciones.
Podés coger con alguien cada dos meses durante años y saber que el deseo y los gestos de afecto son sinceros. Podés sostener la tensión sexual a diario sabiendo que no necesariamente hay que consumar para sentir satisfacción. Podés convertir lo romántico en fraternal y que la conexión se consolide. Podés dejar que el otro deje de ser una presencia tangible para pasar a ser una compañía cotidiana a la distancia, pero aún así mucho más concreta. Podés tirar de la piola hasta darte cuenta de que ya se cortó, el otro se fue y está bien que eso suceda, porque libera.
Podés explicarme todos tus porqués, yo te prometo que te voy a entender.

jueves, abril 12, 2012

Hoy voy a estar con las chicas de Alerta Cotorra hablando de supersticiones, brujería y demás ocultismos en Ciclope Radio de 19 a 21 hs.
Péguenle una escuchada porque va a estar muy divertido. Aparte, podrán escuchar mi voz para después burlarse.

miércoles, abril 04, 2012

Venía leyendo el libro de un poeta que es el novio de la amiga de una amiga -o alguno de esos parentescos fraternales que tanto cuesta enunciar sin perderse- y de repente me di cuenta de que me estaba poniendo a llorar. Estaba en el 180, casi llegando a casa y no pude evitar emocionarme. Cerré el libro, respiré profundo y esperé a que diera la vuelta por Alberdi para pararme y apoyar la mano sobre el timbre. Mientras, trataba de entender por qué me había desbordado la lectura. Primero llegué a la conclusión de que ando muy al borde del desborde últimamente y después reconocí que muchas de esas cosas de las que hablaba este chico en sus poemas alguna vez las había sentido. Y sí, más allá de la melodía y el humor, de su sensibilidad en la elección de palabras y todas esas cosas maravillosas, la identificación siempre me pega.

Entré a casa, le di de comer a Koshka, tomé un vaso con agua y largué el llanto que había tratado de detener en el 180. Ahí recordé la única poesía que escribí (si dejamos de lado las de la pubertad, llenas de rimas y muy parecidas a letras de canciones de Thalía). Está como posdata de un mail muy muy largo que le mandé a un chico muy muy lindo con el que salí unos meses hace un tiempo. Es un mail de agradecimiento y confesión, de lo más honesto que escribí en la vida. Y ahí, al final, seis versos. Toda yo en seis versos; un poco tierna, un poco atrevida, un poco cliché.
Lloré de vuelta, como para seguir en la misma línea de emocionalidad descabellada.
Creo que a mi vida le falta un poco de poesía. Un poco más.

lunes, marzo 26, 2012

Cuando un chico me gusta mucho, le cuento en seguida a mi amigo Fulanito.
Fulanito me pasa a buscar por alguna esquina con el auto y maneja por ahí mientras yo le comento toda entusiasmada que el muchacho tiene un tatuaje acá o que trabaja de tal cosa que es lo más copado del universo o que me dijo blabla y yo me sentí como nunca me había sentido en la vida hasta ese momento mágico en el que sus palabras me atravesaron el alma como mil flechas de mil Cupidos rechonchos y en pañales. Fulanito me pregunta si cogemos bien y a mí me salen fuegos artificiales de la boca que forman dibujos de colores que escapan por la ventanilla para hacer una Vía Láctea en miniatura.
Después, estaciona y vamos hasta alguna heladería y me reta cuando trato de clasificar a la gente por los gustos que eligen; entonces, vuelvo a hablar del pibe de turno, pero desde otro lugar. Mientras me mancho un poco las comisuras con chocolate amargo, expongo todas mis inseguridades. Le paso una bola de miedos y presunciones que sostiene entre sus manos mientras yo no paro de darle a la verborragia, a la cucharita y al tarro de telgopor. Nos reímos de mí, aunque yo lo hago con la mirada gacha para que no se de cuenta del todo que exhibirme así es el único modo que tengo de verbalizar lo más temido.
Caminamos un rato, agarrados del brazo como viejitos de vacaciones en alguna ciudad con termas y cada vez que pasa una chica linda por al lado, le pregunto si le gusta. A veces vamos al cine, otras al teatro, y cuando me recuerda que me ponga en el cinturón en el viaje de vuelta, le hago caso y me quedo callada, pensativa. Aprovecha mi silencio y me halaga la capacidad esta que parece que tengo para dejarme atrapar por la sorpresa y la sonrisa al conocer a alguien nuevo; la habilidad para fantasear y crear mundos maravillosos a partir de un somier, una luz baja y un par de porros; también el talento para recomponerme y sostener la esperanza después de que todo se haya ido al carajo, porque los dos sabemos bien que es eso lo que siempre termina pasando. Me deja en la puerta de casa y espera hasta que abra la puerta y me coma la oscuridad del pasillo para arrancar y doblar a la derecha en Alberdi.
Entro a mi cuarto y me siento sobre la cama con la sensación de que Fulanito no se toma demasiado en serio mis declaraciones; no que me importe demasiado, pero seguido de eso me doy cuenta de que todo se me convierte siempre en montones de palabras y todos son musa y la poesía me envuelve como una frazadita de polar en otoño, pero ¿yo a quién inspiro? Pero como quiero aprovechar las endorfinas del chocolate amargo antes del batacazo, espanto todas esas ideas de mi mente hasta momentos como este, en los que me doy cuenta de que hace meses que no llamo a Fulanito para contarle que me gusta mucho un chico y de que todo se fue al carajo demasiadas veces consecutivas como para tener el optimismo al alcance de la mano.

viernes, marzo 23, 2012

Si de categorizaciones hablamos, puedo decir que tuve muchos romances de novela.
Fulanito fue una experiencia levreriana: mística, melancólica, luminosa. Menganito, muchos cuentos de Salinger: en apariencia inocente e ingenuo, pero con un trasfondo de angustia y reflexión. Ese de hace muchos años fue lo más parecido a Houellebecq: frío por fuera, intenso por dentro; con una sombra de nihilismo que nunca pudimos despejar. Este de más acá, Laiseca: el humor al servicio de lo perverso y viceversa. Aquel que tanto me perturbó, una de Auster, pero de las que terminan más o menos bien: una espiral de eventos desafortunados que decantan en la epifanía, la comodidad y la paz. Ese que se me escurría todo el tiempo fue claramente un caso McEwan: demasiado moderno, demasiado canchero y al final, medio que la nada. Y este otro, tan presente en el recuerdo, muy Faulkner todo, porque a veces la clave no está en el contenido sino en la forma, esa forma tan enredada, poética y asfixiante. Hasta hay uno que podría ser tranquilamente una de Highsmith: motivaciones extrañas, misterio y peligro.
Que nadie se sorprenda, entonces, cuando hablo de mis libros como si fueran personas. Que nadie me juzgue cuando adorno demasiado el relato de unos tragos compartidos y unos besos.

Ahora entiendo por qué es que me gusta dormir con los libros que me gustan debajo de la almohada.

sábado, marzo 03, 2012

Cada vez que ordeno el cajón del escritorio lo veo. Es un papelito medio amarillento en el que mi mamá anotó el número de un celular. Lo guardo junto con la tarjeta de mi analista jungiano que se fue a vivir a Córdoba y la tarjeta de un ex.
Algún día, durante el verano de 2007, mi mamá me invitó a almorzar y me dijo que se había encontrado en la calle a un amigo de mi padre biológico. Ella le preguntó si lo había seguido viendo y él le contestó que se encontraban muy de vez en cuando, una vez al año en alguna reunión. Mi mamá también le preguntó si tenía su número por si yo quería ponerme en contacto, él le dijo que no lo tenía encima, pero que anotara su celular, porque iba a buscarlo y esperar mi llamado.

Es raro cuando una parte de la propia historia es apenas una sombra.
Es raro también no sentir deseos de echar luz. La mayor parte del tiempo prefiero sentir curiosidad cuando me miro en el espejo antes que salir a buscar a un tipo -a fin de cuentas no es más que un tipo-, conocerle la cara y develar el misterio. También me da mucho miedo y angustia el simple hecho de pensar en el asunto, por supuesto.

Entonces, mi mamá me dio el papel amarillento con el teléfono. Yo lo guardé en mi billetera de Betty Boop y esperé un ratito, a ver si me decía algo más. Algo más, como que si quería, llamábamos juntas. Algo más, como preguntarme si la situación no me parecía al menos perturbadora. Pero mi madre también convive con sus sombras y se limitó a darme la hojita de la libreta y servirme la comida.
Y nunca más hablamos del tema.


domingo, febrero 19, 2012

Ayer le abrí mi corazón a Sol y se me cagó de risa en la cara. Le estaba ventilando los trapos más sucios de mi psiquis y la flaca se agarraba la panza mientras carcajeaba y me decía "ay, Cel, no podés ser tan monga". Monga de torpe, de personaje de reparto de película; la disfuncional, medio chistosa, amiga de la protagonista. Así que yo también me reí un poco, porque la verdad es que cuando me pongo a analizar fríamente ciertos mecanismos, puedo verles el costado torpe y satirizar para que el relato sea más entretenido. Es sano reírse sin burlarse de la propia naturaleza, el problema aparece cuando más allá de lo histriónico, la anécdota y el remate, hay algo sobre lo que no se tiene control, que coquetea con lo compulsivo.
Después Sol entendió y escuchó y abrió los ojos muy grandes porque a veces no entiende mis motivaciones ni mi capacidad de disimularlo todo. Entonces quedamos en que no queda otra más que bailar, escribir, cambiar los muebles de lugar y cantar. Más que nada, cantar. Por eso, arreglamos trueque: yo le voy a dar clases de inglés y ella me vuelve a dar clases de canto.
Después de hacer el trato, apagamos la luz para dormir. Yo luché durante mucho rato para poder organizar mi cabeza y hacer un plan de acción que no me desvíe del deseo. Y mientras, tarareé mentalmente una de Etta James para aquietar la fiera.

sábado, febrero 11, 2012

Hace un tiempo, después de una cena familiar, mi mamá trajo mis cuadernos de primer grado para ver si me quería quedar con alguno. Me llamó mucho la atención un dibujo de mi propia mano. En la hoja del Rivadavia-tapa-dura-48-hojas-rayado-forrado-de-azul estaba el contorno de mi manita hecho con lápiz. "Cele, qué extraterrestre", dijo mi papá. Y con razón. La palma diminuta, los dedos larguísimos y finos, los nudillos prominentes. Apoyé mi mano adulta sobre la que alguna vez tuve y resulta que los dedos sólo me crecieron medio centímetro en casi veinticinco años. Era ET, no es joda.


Ahora mis manos siguen siendo chicas, los dedos siguen siendo largos, las uñas siguen siendo infantiles; la del meñique es un chiste de lo pequeña que es. La palma no tiene un color parejo, es un marmolado de rosa y blanco. Las líneas son muchas, todas entrecruzadas, como un mapa de rutas. A veces son suaves, aunque en general la piel se pone seca sin llegar a ser áspera.
Nunca había reparado en mis manos hasta el día que un flaco me dijo que le encantaban. Porque eran chiquitas y su pija parecía más grande cuando se la agarraba; porque parecían de nena y podía darle canal a su perversión de potencial viejo pajero. También porque le parecían muy lindas, claro.


Igual, llegar a las manos es un ejercicio de lo inquisitivo. Primero están los ojos. "Puro ojos", dice mi mamá cada vez que cuenta historias de mi primera infancia. "Mirada de loca". "No me mires así". "Son muy saltones". "Son hermosos". "Qué grandes". Eso han dicho otros. Yo nada más sé que una sola vez me entendí la mirada, una sola vez me miré a los ojos y entendí qué pasaba ahí. Me paré frente al espejo durante hora, sin poder dejar ese ritual de autohipnosis que me hizo llorar de emoción durante horas. Me entendí; me vi. Esa única vez. Pero con una sola vez alcanza, en serio.


Mis manos se mueven lentamente, nunca siguen el ritmo de lo que digo. Le hacen contrapeso a la intensidad de la mirada.
Si estás frente a mí, no te dejes llevar por el revoleo de ojos, ni por las miradas que escrutan intimidades, ni por las bajadas de pestañas que coquetean.
Acordate de las manos, ahí guardo lo mejor.

lunes, febrero 06, 2012

No lo sabía, no era conciente en ese momento, pero desde que me gustó Javier en salita de 4 mi vida estuvo -en cierta medida- determinada por los intereses ajenos. Y la que diga que no aprendió cosas nuevas, estimulantes y maravillosas gracias a los tipos que le gustaron, es una mentirosa o una pobre mina carente de ambición que se cruzó sólo con chatos.
Primero fue Javier, entonces, que me enseñó que cuando se jugaba a la casita había que dedicarle un momento a la cocina y a la hora del almuerzo, porque su mamá preparaba las milanesas más ricas del mundo. Yo le creí, aunque nunca me invitó a su casa. Después, ya en primer grado, llegó Juan Pablo, que me hizo entender que ser perseguida era parte del cortejo. Él salía disparado detrás de mí apenas tocaba el timbre del recreo, para perseguirme por todo el patio, tratando de enchufarme un beso en la frente o bajarme la vincha y despeinarme; también hablábamos de construcciones con lego, el programa de Flavia y el nombre raro de la maestra.
De todos modos, la primera vez que me enfrenté realmente con mi ignorancia ante el conocimiento ajeno fue en 1993, la primera vez que Juan Pablo (otro, diferente del de primer grado) me habló de dinosaurios. Yo sólo había visto Jurassic Park y me consumía la curiosidad, así que me fui hasta la feria de Parque Centenario y me compré un libro que más o menos explicaba todo. Juan Pablo se sentaba conmigo, así que teníamos ocho horas por día para discutir y consensuar acerca de eras, bichos fantásticos y extinciones.
Con Enzo aprendí de autos, con Damián, de extraterrestres y comics, con Esteban de X-men y familias funcionales. Alejandro me tradujo canciones de The Doors, Iván me explicó el reglamento de hockey, Alberto me ayudó a entender el peso específico de las sustancias y el goce en la melancolía. Nahuel me hizo descubrir las costumbres de la religión musulmana y el destornillador con vodka de 3 pesos la botella y jugo tang. Francisco me enseñó a apreciar a los Rolling Stones, Matías me hizo una introducción al judaísmo y Gonzalo me ayudó a dibujar con perspectiva. Y esos fueron sólo los amores platónicos de la pubertad y la adolescencia.
Más grande, pulí el talento, afiné la puntería y aprendí a escribir usando todas las tildes, a discutir sobre películas de Kevin Smith y arcos argumentales en guiones pocohocleros y series de 24 por temporada. Me metí en el mundo de la física cuántica y en el del ocultismo. Visité museos; leí a Bukowski, a Carver, a Bulgakov, a Hrabal, a Palahniuk, a Hornby, a Salinger, a Beckett, a King, a Le Guin, a Coupland, a Whitman;supe por qué la tostada caía del lado de la manteca; aprendí a cantar al oído canciones de Patti Smith, Barry White, Dylan, Charly, Fiona Apple y Joni Mitchell.
Aprendí a hacer cantos védicos, pasteles de papa, dobladillos a pantalones, dibujos llenos de colores, regalos de ferias americanas, caminatas sin rumbo pautado, barquitos de envoltorios de caramelos sugus, esculturas con papel metalizado de atados de cigarrillo, brownies, porros desarmados, té de yuyos recién arrancados, escenas de minita y masajes.
Y así, como veleta que va para donde pega el viento, fui creando identidad a partir de esos pedazos que ellos me dejaron sin darse cuenta. Se armó un camino sustentado en la curiosidad propia y el deseo de desentrañar la curiosidad del otro. Me convertí en el Frankenstein de una comunidad desconocida por sus propios miembros. No sé hasta qué punto soy, cocino, escribo, cojo, leo, canto y río por haberme quedado con un cachito de cada uno; quizás porque fue la única manera de seguir adelante cada vez que me dejaron, ignoraron, rechazaron, se fueron lejos o dejaron de interesar.

La melancolía es arrojar sobre el objeto una sombra de significación que lo supera, otorgándole al adorno una importancia desproporcionada.
Milito la melancolía desde salita de 4.

viernes, enero 20, 2012

No sé si le pasa al resto de la gente, pero a mí los últimos dos o tres años se me mezclan en una nebulosa de eventos. No puedo hacer un balance de nada porque me cuesta saber si fue hace seis meses o dos años y medio que empecé el profesorado; o me cuesta calcular si la última vez que me enamoré fue en 2009 o el año pasado. Mi mamá dice que es una cuestión planetaria -o cósmica, yo qué sé-; que la Era de Acuario y el fin del mundo y la inversión de los polos y la mar en coche. Yo la miro y asiento, pero en realidad no entiendo mucho lo que me dice, básicamente porque ella no entiende lo que me dice. Sus opiniones son premisas tiradas al viento sin ningún tipo de argumentación, y como siempre nos terminamos peleando porque yo la acuso de crédula comprabuzones y ella me trata de escéptica refutadora compulsiva, prefiero esbozar una media sonrisa y ya. Porque al final, qué me importa por qué el tiempo parece acelerarse, qué me importan las pseudo explicaciones new age de mi madre; qué me importa si no hay nada tan liberador como la sensación de que el tiempo no termina de ser una variable del todo relevante, por lo menos en lo que a retrospectiva y resignificación respecta.

La única coordenada temporal que no olvido se planta en el invierno de 2009. No sé bien qué estaba pasando en mi vida a nivel concreto -creo que estaba enganchadita con un pibe que tenía novia, se me hacía el lindo y me bicicleteaba los revolcones-, pero la cuestión es que un domingo, en la casa de Dedé, entramos en un estado de honestidad violenta y empezaron a florecer las epifanías. Desde ese día, prometí no olvidarme nunca de dos cosas que no pienso revelar porque quiero envolverme en un halo de misterio, pero que condicionaron mi accionar desde ese momento.
Oh, qué enseñanza de vida, cuánto aprendizaje. Me fumé un porro hace dos años y descubrí que estaba viviendo una mentira, que venía haciendo un personaje y que no me dejaba atravesar por el placer. Oh, la revelación, la iluminación, la lógica al servicio de la esperanza y un horizonte que se ensanchó en el transcurso de una madrugada.
Y aunque me burle, de protector de pantalla en la compu tengo un cartel que, en loop eterno, me recuerda "no te olvides". No me olvido.

martes, enero 17, 2012

Me gustaría esribir sobre cosas lindas que me están pasando, pero no me sale. Si pudiera, escribiría un post sobre sábanas hechas un bollo, gin tonics y risas con amigas; pero no me sale, no me surge, no me dan ganas de romper la política personal de reserva de la intimidad que se me autoimpuso hace un tiempo. Me gustaría escribir también sobre la liviandad que me abraza y sostiene cuando no estoy atacada por la angustia, que se traduce en la risa fácil y la claridad a la hora de elegir objetivos.

Hace un tiempito, estaba en la terraza de una de esas casas devenidas en centros culturales y un chico que es tan dulce como deseable se me acercó un poquito a la oreja derecha para decirme algo. Mientras el aliento cálido me pegaba en el cuello y yo me ponía un poco nerviosa -como cada vez que un muchacho lindo se nos acerca un poco más para decirnos algo importante al oído-, me dijo que la libertad es saber para qué vino uno a este mundo y animarse a serlo.
Bueno, a veces, cada vez más seguido, me da la sensación de que estoy empezando a vislumbrarlo. Y sonrío.

martes, enero 10, 2012

Era un sábado de marzo de 2002 y hacía calor. Mucho calor. The Roxy estaba hasta las manos. Se me pegoteaban los brazos con la espaldas húmedas de las otras personas. Me ubiqué cerca de la barra para poder pedir agua con hielo y me quedé bailando con una amiga. Desde un ángulo raro, el brazo de un extraño me puso una lata de cerveza helada sobre el hombro. Ni siquiera atiné a mirar quién me la estaba ofreciendo; tomé unos tragos, estiré la mano para atrás y seguí bailando. Fatboy Slim sonaba, Praise you. Al ratito, reapareció la mano con la lata. Cuando terminé de tomar, miré, lo miré. Era lindo, re lindo. Mientras esperaba a que se me acercara a hablar de una vez, él seguía dándome de sus cervezas y me sonreía. En algún tema de Moby, lo sentí justo detrás de mí: el calor en la espalda, el aliento en la nuca y un escalofrío cuando me mordió el lóbulo de la oreja izquierda. Si ahora no sé cómo es que funciona eso de la química entre dos personas, menos idea tenía a los 19 años, pero no pude enojarme ni hacerme la ofendida. Mientras mi amiga miraba sorprendida cómo un flaco, de la nada, me mordisqueaba el cuello, yo lo dejaba hacer, porque no concebía otra opción que no fuera esa.
Andrés se llamaba y los besos que me daba eran más lindos que su sonrisa encantadora. Me tocaba como si me conociera y eso ya era mucho decir; hasta ese momento nunca había disfrutado del todo del manoseo solapado contra alguna pared. Sí lo había experimentado, sí me habían calentado, pero nunca había sentido placer. Porque es esa la clave de todo: la calentura no es placer. La calentura es hambre, es necesidad de satisfacción; es lo que te atraviesa el cuerpo cuando sentís el olor que viene desde la parrilla mientras las mollejas hacen chispear el carbón. El placer es el bocado, el tinto a temperatura justa maridando con el vacío a la perfección, la salsa criolla en el pancito. El placer viene acompañado de más calentura, siempre, cuanto más placer se obtiene del objeto de deseo, más arremeten las ganas de seguir gozando. Keyword: más. Pero no es una relación bidireccional la que existe entre estas dos variables; a veces te quedás con hambre y nada más, no hay éxtasis; la tira de asado está dura, los chinchulines gomosos, no hay chimuchurri, esas cosas.
Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora y cervezas siempre frías me hizo sentir por primera vez la retroalimentación del deseo. No entendía nada. Un chabón que no conocía me estaba tocando detrás de una cortina símil terciopelo, en el medio de un boliche que estallaba de gente y yo sólo podía registrar el camino que hacían sus manos y su boca sobre mí. Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora me hizo acabar por primera vez. Porque, claro, yo tenía 19 años y era virgen. Sabía lo que era un orgasmo, pero no de esa manera, no con otra persona como el causante.
Cuando un patovica nos pidió que frenáramos con el exhibicionismo, nos dimos cuenta de que ya era de día. Me pidió el teléfono mientras retiraba mi cartera del guardarropas. No sé si se lo escribí mal de borracha (esas cosas pasan; o me pasaban a mí en la era pre telefonía móvil)o si el tipo no tuvo ganas de verme de vuelta, pero la cosa es que nunca llamó. Me puse un poco triste, más que nada porque para el lunes a la tarde ya había decidido que si arreglábamos para encontrarnos, me lo iba a coger sin dudarlo. Volví a The Roxy, como cada sábado hasta ese momento, mirando de vez en cuando a los chicos con pelo castaño muy cortito. Nunca más lo vi.

Después de Andrés pasaron muchos años hasta volver a sentir algo parecido. Sí me pasaron otras cosas, igual de significativas e intensas, pero cuando nuevamente sentí eso, eso de no querer quitar las manos del cuerpo del otro, eso de borrar por completo el escenario y que todo se convierta en un latido frente al más mínimo roce, supe que por ahí iba y venía la mano. Y quizás, a lo largo de todo este tiempo haya intentado engañarme muchas veces, diciéndome que con la atracción, la conexión intelectual o la contención emocional alcanza; pero no. Cada vez se torna más claro y es más fácil ser consecuente con la premisa: mi constante es el hambre, la búsqueda del objeto; y el deseo llano no es la meta sino lo otro, el bocado que llama al otro bocado, la dentellada que embadurna de avidez el cuerpo. Masticar, saborear, tragar. Querer más después de haber probado.

domingo, enero 08, 2012

Pedíamos una parrillada para compartir, armábamos un cigarro con tabaco y hachís y nos tomábamos un taxi hasta el centro. Ahí, nos encontrábamos con el resto de la gente y no sé, pasaban cosas raras. Esas cosas raras siempre involucraban mucho alcohol, tipos y amanecer en una cama metida en una habitación, metida en una casa de algún barrio inverosímil como Villa Ortúzar o Versalles.
Nunca cogí tanto ni tan mal en la vida.

No extraño tanto tener veintipocos, ahora que lo pienso.

viernes, enero 06, 2012

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso. Lo veo más claro desde que empecé a trabajar en una librería. Antes -ilusa-, estaba segura de que una especie de Hada-Madrina-Lectora-Cinéfila nos había hermanado, pasando la varita mágica por encima de la cabeza de todos nosotros: los que de niños usamos lentes y nos hicimos amigos del bibliotecario del colegio; los hijos de grandes lectores y amantes del cine de autor empeñados en traspasarle el hábito a su progenie; los que -sin nadie entender bien por qué- un día manotearon de los estantes de la biblioteca o del videoclub algo que les llamó la atención y nunca más pararon. Una logia sin registro de asociados. Una complicidad deschavada con comentarios sutiles y miradas intensas y fugaces. Pero no.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso, pero a veces los lectores nos embarcamos en empresas destinadas al fracaso por cuestiones que exceden el ámbito de lo intelectual. Por ejemplo, los cupones de descuento.
Resulta que hace un par de semanas mi amigo P. (no sea cosa de dejar al descubierto su identidad, aunque tenga el nombre más común de nuestra generación) me comentó que le había llegado una oferta de cupones para Un tranvía llamado deseo, de Daniel Veronese. O, mejor dicho, de Tennessee Williams en versión de Veronese. Por 140 pesos íbamos los dos. Nos salía la mitad y, encima, nos tocaba una muy buena ubicación. Acepté no sólo porque la oferta caducaba en un par de horas sino porque había visto unos afiches en la calle y me habían dado ganas de ir, a pesar de ir al teatro muy de vez en cuando.
Vale aclarar que mis referencias de Un tranvía llamado deseo dan cuenta de que soy una hija de la televisión:
- La película con Marlon Brando y Vivian Leigh, dirigida -tanto en el teatro como en el cine- por Elia Kazan, que sé que vi de muy pequeña y ya casi no recuerdo.
- Un capítulo de Los Simpson en el que Marge se mete a hacer teatro y le toca el papel de protagonista de la obra. Como nota de color, Flanders se la pasa con el torso desnudo e interpreta a un hombre pasional y violento.
- Un episodio de Seinfeld en el que Elaine toma calmantes muy fuertes para aliviar un dolor de espalda y se pasa de dosis justo antes de ir a un evento en honor al padre de Jerry. Se la ve completamente dopada, riéndose de todo y aullando "Stellaaaaa... Stellaaaaa", que es lo que le grita todo el tiempo el personaje de Marlon Brando a su esposa.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y yo, en mi afán de ahorrarme 70 mangos y tener planes para el viernes a la noche, había aceptado ir al teatro con P., que es un tipo que se la pasa leyendo y mirando películas., pero nunca coincide conmigo. Nunca. Y si bien, técnicamente, una obra teatral no entra en ninguna de las categorías de conflicto, se trata, esencialmente, de lo mismo.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y por no recordarlo, estaba frente a un enigma del calibre del de Schrödinger y su gato. Uno de los dos la iba a pasar mal ese viernes. Uno de los dos iba a salir indignado del teatro, despotricando contra el director, los actores y la forma de tratar el argumento. Uno de los dos iba a tratar de convencer al otro de que no era tan así, pidiendo un poco menos de dramatismo y exageración. Uno de los dos iba a volver a su casa lamentando haber estado sentado dos horas en el Teatro Apolo y era imposible saber quién, si él o yo. Me entregué a Fortuna con resignación y me olvidé del asunto hasta el día de la función.

Quizás yo sea más fácil de contentar que mi amigo P., porque a mí la obra me encantó. Erica Rivas en el rol de la negadora, coqueta, narcisa y alcohólica Blanche es exquisita. El polaco Kowalski interpretado por Diego Peretti se ve un poco opacado por las actrices que lo acompañan, pero aun así, conmueve cuando está solo en escena. Paola Barrientos en el papel de Stella se destaca, aporta siempre la medida justa de dulzura, desinterés o violencia para que la tensión no derive en desastre. Me reí durante dos horas como uno puede reirse de ese pariente medio loco que lleva una vida muy triste, pero que de todos modos se satiriza a sí mismo y nunca muestra su dolor; una risa que tapa angustia e incomprensión. A P., en cambio, le resultó tibia, ruidosa, poco humana, "un sketch de Gasalla". Se quejó de la puesta en escena, de ciertos elementos de la escenografía, de la falta de compromiso respecto de la problemática central de la obra y de Peretti.
Fue inevitable llevar la discusión al campo de la literatura y el cine, porque somos belicosos y nos gusta argumentar en contra de los gustos del otro. Él esperaba que el conflicto fuera punzante, que mostrara las miserias de los personajes con seriedad y crudeza; quería a Faulkner, Hemingway y David Lynch. Yo quedé encantada con el sufrimiento perfumado, adornado con tiaras, puntillas y whiskey; me llevé a Capote, Bukowski y Tarantino.
Hasta las cuatro de la mañana nos quedamos charlando com P. acerca de mujeres, scotch, hombres, poetas, posguerras, machismo, psicoanalistas, salud mental y todas esas cosas en las que sí coincidimos. Porque compartir afición por la literatura y el cine no significa nada más, es cierto, pero a veces sostiene relaciones, amistades, noches largas, universos.

Algún mes primaveral de 2011