viernes, diciembre 02, 2011

Hasta hace un año hubo un bar en Chaco y La Plata que era muy lindo. Supe la dirección después de haberme mudado al barrio. Antes de eso, siempre lo encontraba de casualidad, en esas caminatas larguísimas cuando salía con algún chico. Sabía que quedaba cerca de Parque Rivadavia, pero nunca me ocupaba de fijarme en qué calles; un poco porque me gustaba la idea de lugar mágico que aparece sólo cuando tiene que aparecer y otro poco porque estaba distraída con el flaco de turno.

Cuando Fulano me invitó a tomar una cerveza después de muchos años de no vernos, me dijo de encontrarnos en la esquina del bar ese. Con él había ido la primera vez, a sentarnos en el sillón enorme que estaba yendo para el fondo, un domingo que ya anochecía.
Hacía un frío que no puedo poner en palabras. Caminé las 10 cuadras a ritmo de maratonista, con los pies helados y las manos temblequeando. ¿Saben qué pasa cuando una llega a una esquina para encontrarse después de siete años con el primer chico con el que una se animó a algo más que revolcarse; el primero que se le presentó a las amigas; el primero que desestructuró el jenga de prejuicios y caprichos de pendeja tratando de escapar de la adolescencia? Nada sucede, salvo una sonrisa que transforma toda la cara y un abrazo fuerte en puntas de pie.
No nos pudimos sentar en el mismo sillón, había unos pibes ocupándolo. A veces es lindo ponerse al día con alguien después de tanto tiempo. Cuando lo que importa es la reflexión acerca del devenir y no la enumeración de éxitos, fracasos y anécdotas. Estructura por sobre contenido. Más tarde nos fuimos a casa, a tomar whisky para entrar un poco en calor. Él hablaba mientras yo iba poniendo excusas para acortar la distancia que había entre ambos. Él hablaba y yo no podía parar de mirarle la boca y dejarme encantar por el tono de su voz, grave -gravísimo- y acolchonado. Él hablaba y yo sabía que ninguno de los dos iba a dar el primer paso en lo que quedaba de madrugada, porque medirse reporta placer, porque la espera alimenta el deseo. Antes de pedirme que le fuera a abrir la puerta, me agarró de los hombros y me dijo "Ce, hay que pegar el salto".

Cuando cinco meses después estábamos en el balcón de su casa poniéndole fin al revival primaveral que habíamos venido teniendo, me habló de esa noche. De mi oscilación entre una vulnerabilidad -nueva en mí para él- que lo desarmaba y mis esfuerzos por mantener la guardia alta. Yo dejaba que un tercio de mi cuerpo colgara hacia abajo, mirando a la gente que caminaba por Juncal, sin contestarle nada pero pensando en que esa oscilación nunca había cesado, que el conflicto entre esas dos variables era una constante y que, en pocas palabras, con él la había cagado hasta el punto de no retorno. Pensé también en mi incapacidad para pegar saltos.
Preferí contarle que hacía unas semanas había pasado con el 15 por la cuadra del bar y que lo habían cerrado.

4 comentarios:

Mariana dijo...

El bar de Nordin? lleno de velas?
El tipo abría cuando se le daba la gana, no tenía horario.
También pasé ahí momentos... digamos, momentos.

Cel dijo...

Ese! Ahora entiendo por qué a veces lo encontraba y otras veces no.
Cuando fui el año pasado estaba mucho más caretón, pero conservaba un poquito el clima, ahora se llama Chaco y nunca me dieron ganas de entrar.
Era un bar de momentos, definitivamente.

Matías dijo...

"Cuando lo que importa es la reflexión acerca del devenir y no la enumeración de éxitos, fracasos y anécdotas"

Ud. tiene 1 (UNO) lectores nuevos.

Cel dijo...

¿no son esos, acaso, los únicos reencuentros que valen la pena?