sábado, marzo 03, 2012

Cada vez que ordeno el cajón del escritorio lo veo. Es un papelito medio amarillento en el que mi mamá anotó el número de un celular. Lo guardo junto con la tarjeta de mi analista jungiano que se fue a vivir a Córdoba y la tarjeta de un ex.
Algún día, durante el verano de 2007, mi mamá me invitó a almorzar y me dijo que se había encontrado en la calle a un amigo de mi padre biológico. Ella le preguntó si lo había seguido viendo y él le contestó que se encontraban muy de vez en cuando, una vez al año en alguna reunión. Mi mamá también le preguntó si tenía su número por si yo quería ponerme en contacto, él le dijo que no lo tenía encima, pero que anotara su celular, porque iba a buscarlo y esperar mi llamado.

Es raro cuando una parte de la propia historia es apenas una sombra.
Es raro también no sentir deseos de echar luz. La mayor parte del tiempo prefiero sentir curiosidad cuando me miro en el espejo antes que salir a buscar a un tipo -a fin de cuentas no es más que un tipo-, conocerle la cara y develar el misterio. También me da mucho miedo y angustia el simple hecho de pensar en el asunto, por supuesto.

Entonces, mi mamá me dio el papel amarillento con el teléfono. Yo lo guardé en mi billetera de Betty Boop y esperé un ratito, a ver si me decía algo más. Algo más, como que si quería, llamábamos juntas. Algo más, como preguntarme si la situación no me parecía al menos perturbadora. Pero mi madre también convive con sus sombras y se limitó a darme la hojita de la libreta y servirme la comida.
Y nunca más hablamos del tema.


3 comentarios:

Guillermo Altayrac dijo...

Ups... Diablos...
Triste.

Carlos Lucero dijo...

llame, llame!!!

Anónimo dijo...

Solo vengo a decir que esta historia me tuvo atrapado hasta el ultimo renglon.