A la semana de haber empezado primer año nos llamaron a todos para llevarnos al salón de actos y sacarnos una foto.
La cosa era que yo venía de: a) un séptimo grado de ir a una academia tres veces por semana para hacer ejercicios de matemática, análisis sintáctico de oraciones y tratar de entender los procesos socio-económicos de cien años de historia argentina. b) un Enero tirada en la playa con el Tapia, resolviendo ecuaciones. c) un Febrero de levantarme a las siete de la mañana para ir al curso de ingreso. Un mes de puro nervio y tarea, hojas y hojas de tarea. Redacciones para Lengua, reglas absurdas para acordarme de los ríos argentinos, superficies, perímetros y diagramas, fotos de próceres y la mar en coche. d) un Marzo de definiciones, de sumar puntos de exámenes y especular y especular un poco más. Sinceramente, después de todo el sacrifio hecho, si me decían “Celeste, ahora te vamos a tirar por la ventana” yo aceptaba gustosa, así de contenta estaba por haber terminado con ese año de tortura académica.
La bendita foto era para una credencial. La idea original sostenía que la credencial tenía que estar colgada de la ropa de los alumnos para que las autoridades de la sobrevalorada institución supieran que uno no era un vagabundo que, después de tomarse un tetra de blanco dulce en la plaza del Pizzurno, había entrado clandestinamente al edificio para usar los sanitarios.
El plastiquito tenía mi nombre, una línea de color verde para categorizarme como estudiante del turno vespertino, una inútil banda magnética (la sola idea de unos molinetes fascistas en la puerta me ponía los pelos de punta) y mi foto. Mi foto, con mi cara y mi cuello, con mis cachetes medio colorados y mis ojos grandotes y medio tristones, el pelo revuelto y una remera batik.
Creo que la tuve colgada dos o tres días nada más, después devino en papeleta para que el tipo de la biblioteca no tuviera que pedirme que le repitiera el apellido cada vez que sacaba prestado un libro.
Para tercer año se había partido al medio y estaba remendada con cinta adhesiva.
En el 2000, cuando terminé el secundario, la metí en una agenda que archivé en un placard de la casa de mis viejos.
Después de terminar el colegio, no volví a entrar (salvo un día de verano pre debacle DeLaRuísta en el que pasé para retirar mi título). Las promesas a profesores y preceptores de volver a visitar para tomar unos mates nunca las cumplí. Cada vez que pasaba por la puerta del edificio y esquivaba adolescentes con pelos sucios, jeans claritos y remeras de Los Redondos, me agarraba una angustia horrible, todavía inexplicable.
Hace unas semanas, por medio de una de mis primitas que entró este año después de dos años de academia, me enteré de que la escuela estaba tomada por los alumnos. Miré notas al nuevo rector por la tele, leí noticias en los diarios, pasé por enfrente y me quedé mirando los carteles pegados en la puerta, vi un fotorreportaje de Clarín, con un montón de imágenes de chicos medio zaparrastrosos y con cara de ideales.
Busqué en ese placard la agenda vieja hasta encontrar la credencial. Ahí estaba la púber Cel, con los ojos tristes y enormes. Cachetona, con cara de nena y de superada al mismo tiempo. A veces la extraño. La mayoría del tiempo, no.