sábado, julio 16, 2011

Me gustaba Tito porque tenía cara de insatisfacción. Tito no se llamaba Tito, tenía un nombre inadecuado para un pibe de 15 años en 1998; pero a mí no me importaba ese nombre de viejo que llevaba, ni que su pelo fuera una masa medio mugrienta con vida propia, ni que siempre tuviera puesto el mismo buzo, porque una vez a principios de tercer año soñé que caminábamos juntos por una plaza y al otro día, al entrar al aula y verlo, supe que me gustaba mucho.
Yo me sentaba al lado de uno de los amigos de Tito, un chico lindísimo que me robaba las biromes y usaba un piloto gris aunque hiciera calor sofocante. El amigo de Tito me cargaba por tener una foto de Leonardo Di Caprio en la carpeta y por escuchar a los BackStreet Boys, aunque yo le dijera que era una etapa superada en mi vida -eso había sido en segundo año, las vacaciones me habían transformado-, que ya no más boys bands y le mostrara la carpeta ausente de fotos, sólo inscripciones en liquidpaper. Todos me cargaban por eso, de hecho, menos Tito, que siempre estaba sumido en su melancolía y Nirvana, con su maraña de pelos horrenda llena de bolitas de papel que le tiraban desde los bancos del costado y su buzo azul con gris que tenía las mangas un poco cortas.
Con el chico del piloto nos sentábamos atrás de todo, última fila a la derecha; Tito se sentaba con un petiso fanático de Pearl Jam que era el más gracioso de la división, anteúltimafila del medio. No presté atención en todo el año, me limité a mantener mi cabeza apenas orientada hacia la izquierda para mirarle en el cuello a Tito y enredar en su porra inexplicable mis fantasías de compartir los auriculares del walkman. Me gustaba de un modo que nunca más, ni antes ni después. Yo quería cuidarlo, escucharlo, cantarle bajito Crystal ship, quería que se sintiera mejor, que dejara de tener tanta tristeza en la mirada. Pero no hacía nada, salvo mirarlo. Mirarlo en el aula, en el recreo, en la puerta antes de entrar, a la salida, los viernes a la noche en la plaza frente al Pizzurno, en el pool de Santa Fe y Larrea. Y no me daba cuenta de que todo el mundo se daba cuenta de cuánto lo miraba; porque siempre -y más en esa época- me sentí medio invisible, como si nadie terminara de registrar mi presencia.
Obviamente, hay algo trágico en la historia. Bueno, trágico para una piba de 15 años que escribía cuentos sobre suicidas y se sentía invisible. La típica, un día sus amigos le dijeron a mis amigas que Tito gustaba de mí y propusieron armar celestinaje. Ellas aceptaron entusiasmadas, intentaron entusiasmarme a mí -sólo lograron ponerme nerviosa- y a los pocos días ellos dijeron que era todo mentira y me dejaron tan expuesta que no me animé a mirar más que al pizarrón durante el resto del año.
Y sí, sufrí mucho y me quedé dormida llorando muchas noches y tuve muchas ganas de no ir a la escuela infinidad de veces y le conté a mi madre que sólo me aconsejó que me alejara de los virginianos; pero lo importante vino después. Nuestro (no)vínculo se instituyó en los recreos. Una vigilancia de su parte que en un principio interpreté como hostigamiento y humillación, hasta que le noté en los ojos la misma melancolía que le espiaba en las clases de contabilidad cuando éramos compañeros. Me miraba a mí, durante los recreos, en la plaza los sábados a la noche, en las fiestas canilla libre de los viernes, en las marchas, en los pasillos, al lado de las máquinas de golosinas, en el anfiteatro, en los antros, subsuelos y galpones con techos sudados donde nos emborrachábamos con tequila de cincuenta centavos el shot. Nos mirábamos y limitábamos el contacto verbal a pedirnos cigarrillos o alcanzarnos cervezas de la heladera del kiosco. Fumaba esos parissienes -el sabor repugnante, el humo espeso, un asco- y tomaba del pico de esas cervezas con una entrega como de bruja en un ritual mágico que nunca más, sólo a los 16 o 17, sólo por Tito.


La entrega de diplomas fue un año después de egresar. A la mañana, tempranísimo, en el salón de actos de la Facultad de Derecho. Un torre absoluto del que escapé a los quince minutos para ir a fumarme un pucho a la puerta. Y sobre una de las columnas enormes que están antes de la escalinata, estaba apoyado Tito, con uno de sus parissienes colgándole de los dedos. Le pedí fuego, nos preguntamos cómo andábamos, nos quedamos en silencio tirando humo. Él había empezado a abrir la boca para decir algo cuando sentí la voz de mi madre taladrándome los tímpanos. Que tenía que entrar ya porque había salido mejor compañera y me tenían que dar la medallita. Puse cara de sorpresa, puso cara de sorpresa, mi mamá siguió gritando y entré casi corriendo.
En algunas de las fotos de ese día, se me puede ver al lado de mis amigas, con el diploma en la mano y el pelo larguísimo. Y a lo lejos, apoyado sobre una columna, Tito mirando al objetivo de la cámara.

5 comentarios:

Matías dijo...

¿Habría dicho algo importante Tito en esa columna? I wonder...

Cel dijo...

Matías, estoy absolutamente segura de que no, aunque probablemente en ese momento lo hubiera interpretado como algo vital.

Anónimo dijo...

El post me dejo con una tristeza terrible, gracias eh!!!

Cel dijo...

Anónimo, bueh, tampoco es que sea triste... es... es muy adolescente; melanco, "sí pero no", "no pero sí". de todos modos, me disculpo por las tristezas ocasionadas.

Anónimo dijo...

Jajaja, demasiado melancolía para mi gusto, pero que bien que escribís, clap clap clap!