No quiero hacer apología a los libros de autoayuda ni nada parecido, solamente quiero contar una pequeña historia.
A principios de 2008, cuando decidí cortar con los trabajos en multinacionales, entré en un proceso de angustia muy intenso. No sabía qué quería hacer, no estaba segura de lo que iba a estudiar, me sentía absolutamente sola e incomprendida. Un garrón. También me sentía fuerte, porque por primera vez había tomado una decisión desde el convencimiento absoluto y me sentía capaz de sostenerla: la vida en empresa grande, con tres millones de jefes, exigencias de ponerse la camiseta y mística de "hacer carrera" no era para mí. En ese oscilar entre el orgullo y la desesperanza, hablé mucho con mi mamá, que para estas cosas es muy copada, porque es capricornio ascendente en capricornio y todo te lo convierte en un cuadro sinóptico. Ella me preguntaba qué quería hacer, más allá de mis estudios y posibilidades en ese momento, y yo lloraba desconsoladamente, porque nunca me había imaginado que iba a llegar a esa instancia de confusión. Un día, en otra entrega de mi lloriqueo neurótico, le dije a mi mamá y a una tía que estaba de visita "libros, me gustaría trabajar en una librería". Me dijeron que si eso era lo que quería, lo tenía que desear con mucha fuerza, visualizarlo todo el tiempo posible; imaginarme como librera. Las mandé a cagar, estaban tratando de evangelizarme en eso de El Secreto y yo no lo iba a permitir. Me hice la cacnherita y la rebelde, pero cada noche antes de dormir, fantaseaba con recomendarle libros a deconocidos.
Durante seis meses, no sé de qué viví. De dar clases de inglés, de tirar las cartas cada tanto, de cocinar, de agarrar cualquier changa. Ya no estaba tan compungida y estaba tan copada leyendo libros de física, que la sensación de entender las leyes del universo me daba una tranquilidad fantástica. Pero sabía que tenía que encontrar un trabajo fijo. No sólo por una cuestión de dinero, sino porque si no me imponen una rutina desde afuera, me convierto en un bardo. No por nada mi padre me apodó Barrileta.
En agosto empecé a trabajar en un local de ropa y accesorios. La madre de la amiga de una amiga necesitaba una empleada y caí yo. La pasé bien ahí. Me llevaba estupendo con mi jefa, la venta nunca me generó mucho conflicto y me la pasaba probándome anillos. Nunca, en los seis meses que estuve ahí, quise faltar. Iba contenta, dispuesta, pilas. El problema fue que a fines de febrero me tuve que ir. Bueh, mejor dicho, me echaron, por motivos que nada tuvieron que ver conmigo y no vienen al caso. Esa misma semana, el señor de la librería que quedaba a 10 metros se puso a buscar una empleada que lo ayudara con la temporada de textos escolares y mi ex jefa le habló de mí.
Empecé en la librería un sábado, el último de febrero. El trato era colaborar durante marzo, abril y parte de mayo, hasta que en los colegios dejaran de pedir libros. Era junio y todavía no se hablaba de que me fuera; mientras, ordené alfabéticamente todos los libros. Todos. Creo que nunca estuve tan mugrienta y tan feliz como cuando armaba pilas de mi misma altura para ir reacomodando. Me fui quedando, mi jefe fue relegando tareas y acá estoy, desde hace dos años y medio.
Me gusta mi trabajo. Me gusta mucho. Me gusta que las viejitas me digan que siempre les recomiendo bien. Me gusta que las madres me pregunten qué más pueden llevarle a sus hijos, porque lo último que les mandé les encantó. Me gusta leer contratapas, solapas y reseñas para tener una idea de lo que estoy vendiendo. Me gusta que ya me conozcan y confíen en mi criterio. Me gusta que mi jefe me halague cuando no estoy presente. Me gusta que me cuenten historias y charlar sobre literatura norteamericana con los clientes.
Aveces pienso que quizás mi mamá y mi tía tienen razón, que si uno desea algo mucho, aparece; como a mí me apareció -como caída del cielo- la oportunidad de empezar acá. Pero en el momento en que lo enuncio me siento un poco pelotuda, porque ¿quién soy yo como para emitir semejante máxima acerca de la vida?