sábado, octubre 29, 2011

Tenía cuatro años. Sé que a esa edad ya sabía que mi papá no era el biológico, que todos en la familia de él estaban al tanto de la situación y que trataban de hacerme sentir lo más cómoda posible. Era Navidad y yo no tenía ganas de estar ahí, me sentía lejana, ajena, angustiada. No pertenecía a esa parte de la familia; ni siquiera eran mi familia. Mi familia era otra cosa, más relajada, más alegre, más auténtica. Y, por sobre todas las cosas, en esa casa de gente que no era mi familia, yo no era el centro de atención; supongo que era eso lo que me más molestaba. No era la preferida de esos otros abuelos, tan distintos a los padres de mi mamá; a nadie le importaba qué me parecía interesante ni que me supiera de memoria la capital de Albania o los nombres de los planetas del sistema solar. Desde ese margen los observaba, triste.
A mi abuelo se le ocurrió que todos dejáramos un mensaje grabado en un aparato que mi tío acababa de comprar y con el que mis primos jugaban a darle al REC, putear sin sentido, rebobinar, escucharse y reír como monitos drogados. A mí me tocó última, porque era la más chica.
"Yo... Yo quiero decir que estoy muy emocionada y... y...".
Y ahí me largué a llorar.

Mi mamá me abrazó sin entender mucho qué era lo que me pasaba, nunca fue muy buena descifrando mis vaivenes emocionales.
Mi papá también me abrazó.
Mis primos me cargaron hasta que cumplí quince.
Pensaron que me había puesto así porque era la primera navidad que pasaba con ellos. Yo lloré porque empezaba a sentir el peso de una historia que no me pertenecía y aun así me afectaba más de lo que podía tolerar.

A veces solamente quiero decir que estoy muy emocionada, largarme a llorar y que alguien me abrace aunque no entienda del todo qué me pasa. Pero me quedo en el margen, un costado imaginario, y observo, triste.

martes, octubre 18, 2011

En el día de San Perón, pedí conocer a un hombre que tenga muchas ganas de comer mis recetas de medio oriente, que le guste dormir siestas largas y sea barbudo.





General, no me falles.

sábado, octubre 15, 2011

No quiero hacer apología a los libros de autoayuda ni nada parecido, solamente quiero contar una pequeña historia.
A principios de 2008, cuando decidí cortar con los trabajos en multinacionales, entré en un proceso de angustia muy intenso. No sabía qué quería hacer, no estaba segura de lo que iba a estudiar, me sentía absolutamente sola e incomprendida. Un garrón. También me sentía fuerte, porque por primera vez había tomado una decisión desde el convencimiento absoluto y me sentía capaz de sostenerla: la vida en empresa grande, con tres millones de jefes, exigencias de ponerse la camiseta y mística de "hacer carrera" no era para mí. En ese oscilar entre el orgullo y la desesperanza, hablé mucho con mi mamá, que para estas cosas es muy copada, porque es capricornio ascendente en capricornio y todo te lo convierte en un cuadro sinóptico. Ella me preguntaba qué quería hacer, más allá de mis estudios y posibilidades en ese momento, y yo lloraba desconsoladamente, porque nunca me había imaginado que iba a llegar a esa instancia de confusión. Un día, en otra entrega de mi lloriqueo neurótico, le dije a mi mamá y a una tía que estaba de visita "libros, me gustaría trabajar en una librería". Me dijeron que si eso era lo que quería, lo tenía que desear con mucha fuerza, visualizarlo todo el tiempo posible; imaginarme como librera. Las mandé a cagar, estaban tratando de evangelizarme en eso de El Secreto y yo no lo iba a permitir. Me hice la cacnherita y la rebelde, pero cada noche antes de dormir, fantaseaba con recomendarle libros a deconocidos.
Durante seis meses, no sé de qué viví. De dar clases de inglés, de tirar las cartas cada tanto, de cocinar, de agarrar cualquier changa. Ya no estaba tan compungida y estaba tan copada leyendo libros de física, que la sensación de entender las leyes del universo me daba una tranquilidad fantástica. Pero sabía que tenía que encontrar un trabajo fijo. No sólo por una cuestión de dinero, sino porque si no me imponen una rutina desde afuera, me convierto en un bardo. No por nada mi padre me apodó Barrileta.
En agosto empecé a trabajar en un local de ropa y accesorios. La madre de la amiga de una amiga necesitaba una empleada y caí yo. La pasé bien ahí. Me llevaba estupendo con mi jefa, la venta nunca me generó mucho conflicto y me la pasaba probándome anillos. Nunca, en los seis meses que estuve ahí, quise faltar. Iba contenta, dispuesta, pilas. El problema fue que a fines de febrero me tuve que ir. Bueh, mejor dicho, me echaron, por motivos que nada tuvieron que ver conmigo y no vienen al caso. Esa misma semana, el señor de la librería que quedaba a 10 metros se puso a buscar una empleada que lo ayudara con la temporada de textos escolares y mi ex jefa le habló de mí.
Empecé en la librería un sábado, el último de febrero. El trato era colaborar durante marzo, abril y parte de mayo, hasta que en los colegios dejaran de pedir libros. Era junio y todavía no se hablaba de que me fuera; mientras, ordené alfabéticamente todos los libros. Todos. Creo que nunca estuve tan mugrienta y tan feliz como cuando armaba pilas de mi misma altura para ir reacomodando. Me fui quedando, mi jefe fue relegando tareas y acá estoy, desde hace dos años y medio.
Me gusta mi trabajo. Me gusta mucho. Me gusta que las viejitas me digan que siempre les recomiendo bien. Me gusta que las madres me pregunten qué más pueden llevarle a sus hijos, porque lo último que les mandé les encantó. Me gusta leer contratapas, solapas y reseñas para tener una idea de lo que estoy vendiendo. Me gusta que ya me conozcan y confíen en mi criterio. Me gusta que mi jefe me halague cuando no estoy presente. Me gusta que me cuenten historias y charlar sobre literatura norteamericana con los clientes.

Aveces pienso que quizás mi mamá y mi tía tienen razón, que si uno desea algo mucho, aparece; como a mí me apareció -como caída del cielo- la oportunidad de empezar acá. Pero en el momento en que lo enuncio me siento un poco pelotuda, porque ¿quién soy yo como para emitir semejante máxima acerca de la vida?

viernes, octubre 14, 2011

¿Alquien se toma el 141 regularmente? ¿Alguien tuvo que sufrir el acoso psicológico del señor de los poemas? ¿No?
Bueno, la cosa es más o menos así. El tipo se sube en Scalabrini Ortiz y Córdoba y le cuenta a la gente que él escribe poemas, que la sensibilidad es un valor en desuso, que él de corazón te da su obra y que por favor se la aceptes amablemente. Avisa que todo esto es gratis, que si alguien quiere colaborar, él encantado, pero que si no, con una sonrisa le alcanza.
El tipo se te para al lado y te enchufa el papel, más allá de que le digas que no. Bueno, tampoco es que te lo encaja, pero dice cosas para que te sientas mal si no se lo agarrás. Y despuès no deja que se lo devuelvas. O sea, es un psicópata. ¿Cómo va a andar generando culpa de esa manera? Y no le importa nada; vos le podés decir que ya tenés, que no te interesa, que tu religión no te lo permite y el viejo se caga en tus límites y sigue tratando de convencerte. Y ponele que el viejo claudica y no te deja la papeleta, te sentís para el orto, culpable, porque sos la única persona en el bondi que no le da valor a la sensibilidad.
Para mí, no es poeta un carajo, es un sádico que disfruta con el malestar de los pasajeros que no tienen monedas o un billete chico para darle.

viernes, octubre 07, 2011

- ¿Sos romántica?
- Ay, esto parece una de esas entrevistas a gente medio famosita que aparecen en las revistas para minas.
- Sí. En mi tiempo libre entrevisto gente medio famosita para revistas.
- Esperaba más de vos.
- No me contestaste.
- ¿Si soy romántica?
- Eso.
- Ah... Bueno... Primero habría que definir "romántica". Porque yo diría que no, pero si me pongo a pensar, a veces me paso de romántica. Pero no romántica de pasacalles u oso de peluche; romántica de poeta decimonónico que se muere de tuberculosis.
- ...
- ...
- Entonces, no.
- No, no soy.

sábado, octubre 01, 2011

- Me hacés acordar a los pacientes de Freud cuando hablás de eso.
- ¿Si? ¿Te parece? ¿Alguna en particular?
- No... Màs bien me refería a los pacientes hombres.
- Ah...
- ...
- ¿Y cómo era que se curaban?
- Viste que medio que nunca se curaban, pero hacer sesión cinco días por semana durante un tiempo les venía bastante bien.


Siempre supe que era muy fálica,
pero la corroboración de la analista no me viene mal.
Ahora me resta curarme nomás.
Sería todo más fácil si fuera histérica,
a esas se les pasa todo garchando.