Ahora mis manos siguen siendo chicas, los dedos siguen siendo largos, las uñas siguen siendo infantiles; la del meñique es un chiste de lo pequeña que es. La palma no tiene un color parejo, es un marmolado de rosa y blanco. Las líneas son muchas, todas entrecruzadas, como un mapa de rutas. A veces son suaves, aunque en general la piel se pone seca sin llegar a ser áspera.
Nunca había reparado en mis manos hasta el día que un flaco me dijo que le encantaban. Porque eran chiquitas y su pija parecía más grande cuando se la agarraba; porque parecían de nena y podía darle canal a su perversión de potencial viejo pajero. También porque le parecían muy lindas, claro.
Igual, llegar a las manos es un ejercicio de lo inquisitivo. Primero están los ojos. "Puro ojos", dice mi mamá cada vez que cuenta historias de mi primera infancia. "Mirada de loca". "No me mires así". "Son muy saltones". "Son hermosos". "Qué grandes". Eso han dicho otros. Yo nada más sé que una sola vez me entendí la mirada, una sola vez me miré a los ojos y entendí qué pasaba ahí. Me paré frente al espejo durante hora, sin poder dejar ese ritual de autohipnosis que me hizo llorar de emoción durante horas. Me entendí; me vi. Esa única vez. Pero con una sola vez alcanza, en serio.
Mis manos se mueven lentamente, nunca siguen el ritmo de lo que digo. Le hacen contrapeso a la intensidad de la mirada.
Si estás frente a mí, no te dejes llevar por el revoleo de ojos, ni por las miradas que escrutan intimidades, ni por las bajadas de pestañas que coquetean.
Acordate de las manos, ahí guardo lo mejor.
1 comentario:
Muy muy lindo, Cel.
Abrazo.
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