sábado, mayo 28, 2011

Esto de estar trabajando sola durante diez horas por día se está convirtiendo en una experiencia rara. Por un lado, me encanta. Tengo los papeles ordenados, escucho la música que quiero, puedo leer sin culpa ciertos libros -y nunca voy a confesar de qué libros hablo, NUNCA- y hablar por teléfono tranquila cuando no hay gente. Pero por otro lado, son demasiadas horas en silencio conmigo misma; más allá de la música, de mi criterio del orden y de los libros pésimos a mi entera disposición, está ese silencio que es como un agujero negro. No sé bien qué hay del otro lado, pero mete miedo.
Entonces el día transcurre sin sobresaltos, o al menos eso parece. Hasta que me subo al bondi, me siento, leo un par de páginas del libro que llevo en la cartera y una frase me dispara hacia 28 pensamientos diferentes, paralelos, versiones más o menos adornadas de exactamente lo mismo; como una piñata de neurosis estallándome en el pecho, en el cerebro, en lo ojos.
Después, lo usual. El llanto disimulado, la careteada constante, los apuntes como herramienta de evasión, los sueños perturbadores, el encierro, la retrospectiva como búsqueda de sentido y fuente de obsesión; el kit de angustia que llevo en una valijita desde que mi mundo es mi mundo.
Me sorprende lo sádica que puedo ser conmigo misma y al mismo tiempo me explico el por qué de muchas cosas. Hay algo en el castigo que es el núcleo de mi esencia, enviste todo lo que soy y hago; que es como una planta carnívora, magnífica, bella, enorme, hipnótica, y se come a los pajaritos inocentes que le revolotean alrededor. Eso y el agujero negro. Meten miedo.

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