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lunes, enero 24, 2011

El tipo se había borrado y yo asumí que la culpa era mía, claro. No porque suela echarme culpas innecesarias encima (...not), sino porque era la única manera de encontrarle sentido a la situación. Si un tipo un día me dice que todavía siente mi perfume en su almohada o que se le para cuando habla conmigo y a los dos días desaparece, algo debo haber hecho para cagarla, ¿no?
¿No?
Yo pensaba, me deshacía desmenuzando cada momento compartido para ver qué barrabasada me había mandado para que el tipo se borrara repentinamente. ¿Se había molestado porque no quise que le pusiera calamares a la salsa de unos fideos? Es que el día anterior me había dado una panzada de mariscos. ¿Se había horrorizado ante mi relato sobre la relación con mi madre? Es que a veces me siento demasiado cómoda y muestro la hilacha (de hija resentida) muy rápido. ¿Había hablado dormida? No hubiese sido la primera vez que mis soliloquios oníricos me pusieran en aprietos.
La cosa es que no supe qué había sido eso que hice que lo hizo escapar y eso me produjo mucha confusión. Quizás porque estaba acostumbrada a vínculos indefinidos e inclasificables pero en los que siempre había presencia y comunicación por parte del otro o tal vez porque fue tan de repente que aplicar la lógica no era algo que funcionara.
Fue en ese momento en el que decidí que era necesario contar con la mirada masculina respecto de estos asuntos. Uno me dijo que el flaco sólo se había ido sólo "de la cintura para arriba", que era probable que volviera con el rabo entre las patas y las ganas de reencuentro carnal. Otro me dijo que no tratara de entender, que lo dejara todo como estaba y me dedicara a seguir explorando las verdes pasturas de la soltería. Los escuché, les hice caso y seguí con mi vida. Bueno, como si hubiera quedado otra opción. Tampoco iba a ser tan estúpida como para quedarme pensando en un tipo al que había visto por apenas un mes. Pero antes, le mandé un mail, instándolo a reflexionar acerca de su accionar; un mensaje buena onda, haciéndome la copada y pidiéndole que no le hiciera eso a otras chicas porque era muy feo. Nunca lo contestó, como era de esperarse.

Pasaron los meses. Conocí muchachos, pasé por una racha de encuentros inverosímiles con sujetos encantadores pero incapaces de conmoverme (ay, ella). Empecé a hacer coros en una banda de funk. Salí con amigas, me drogué, me emborraché y pasé incontables horas charlando acerca de sexo. En enero hice mi retiro anual de lectura y cura de sueño en el Valle Traslasierra y volví expectante; ansiosa por el comienzo oficial del año, por empezar una nueva carrera y todo lo que eso implica. Un momento de estabilidad y cierta calma. La sensación de satisfacción alojada en el cuerpo. Las certezas en cuanto al deseo puestas al servicio de la voluntad.
O sea, todas las condiciones dadas como para que Juan, un día cualquiera, me apareciera como conectado el msn.
El regreso de los muertos vivos.

jueves, enero 13, 2011

Algún día de la semana siguiente, después de salir del trabajo, pasé por los chinos para comprar un vino y caminé hasta la parada del bondi que me llevaba a lo de Juan. Si no hubiese quemado mis diarios, podría haberme fijado qué tuve para decir en ese momento respecto de esa noche, pero las hojas esas iniciaron el fuego del asado de día de brujas, así que voy a tener que apelar a la memoria.
Me acuerdo de que le llevé unos sahumerios de regalo y que cocinó pizza. También recuerdo que me senté en el sillón de un solo cuerpo porque tengo jodidos problemas para generar acercamiento. Y tengo muy presente la sensación de estar escuchándolo y admirarme ante su falta de cinismo. Mientras me hacía reír con alguna anécdota sobre su padre, pensaba que tal vez me encontraba ante una persona sana. Sano por oposición al resto, claro. No había signos de resentimiento, se mostraba auténtico, sonaba sincero. Nada que ver a lo que venía acostumbrada. Nada que ver conmigo. Y yo, que venía de unos meses de intensa introspección con respecto a mi forma de posicionarme frente al mundo, lo vi como un ejemplo de que se podía ser sin estar en pose. Había algo en su manera de exponerse que me conmovía por lo honesto, por su transparencia.
Esa noche el sexo fue muchísimo mejor que las dos veces anteriores. Surgió eso que me nubla el criterio y hace mermar mis capacidades intelectuales cada vez que aparece: la necesidad de contacto, la satisfacción al acariciar al otro, la búsqueda de la mirada del otro; y que esa mirada sólo produzca una sonrisa.
El sexo nunca es sólo sexo. Aunque se trate de algo de una noche, aunque no estemos interesados en comprometernos emocionalmente con la otra persona, aunque nos jactemos de poder separar los revolcones del amor. Porque lo que está alrededor del sexo poco tiene que ver con el amor. Así, como núcleo de estructuras psíquicas, el sexo no tiene verbo, no hay manera de poner en palabras un orgasmo, es imposible pasar el éxtasis al espacio del discurso. Por eso ponemos capa sobre capa al asunto. Lo vestimos de relaciones humanas, lo presentamos en forma de monólogos divertidos a los amigos, lo convertimos en sesiones de análisis; pero esos son intentos de cargarlo de sentido, cada cual tendrá la suya -que lo hará sentir mejor o peor-, eso en algún punto nos define, pero la realidad es que cuando nos referimos al sexo, ya estamos en el plano de la resignificación. Como cuando nos acordamos de un sueño de angustia, lo recordado no hace a un todo que justifique la sensación en el cuerpo, el reflejo de lo orgánico. Por eso no puedo escribir acerca de cómo cogía con Juan -o con cualquier otro, dado el caso-. Porque cualquier intento encasillaría la situación en un género. Coger con Juan no era comedia, ni drama, ni romance. Era la mente aquietada después de acabar, el cuerpo satisfecho, el plexo relajado, la falta de palabra.
Nos vimos un par de veces más (¿dos?, ¿tres? Ya no me acuerdo) y en el transcurso de esas semanas se me fueron las ganas de ver a otros. Cuando alguien me gusta no puedo diversificarme, me agota tener que poner energía en más de un lugar -o persona, en este caso-, me disperso y termino estando ausente todo el tiempo, con cada uno de los involucrados. Esa limitación disfrazada de protomonogamia me asustó un poco, sí, pero también me hizo sentir bien. No sólo me gustaba Juan -como no me había gustado un hombre en mucho tiempo-, me gustaba que me gustase de esa manera. Me gustaba cuando cocinaba, cuando contaba historias familiares, cuando me traía un jugo de pomelo a la mañana; me gustaba de una forma tan simple que cuando mis amigas me preguntaban que qué onda, sólo podía responder "todo bien" mientras sonreía.
Me sentía segura. Segura de que tenía ganas de seguir conociéndolo y de que me gustaba lo suficiente como para no andar picoteando por ahí. Segura, sin enroscarme en el me-dijo-le-dije. Segura al punto de poner en stand by todas las inseguridades que cargo a diario para poder experimentar un poco de un vínculo sin enroscarme con cada puta cosa. Por estar segura no me hice problema cuando le mandé un mensaje y tardó dos días en contestármelo. Por estar segura no sospeché nada cuando le dije de vernos y me contestó que estaba con mucho laburo. Por estar segura tardé diez días en darme cuenta de que hacía rato que no lo veía conectado en el msn. Por estar segura me agarró por sorpresa la revelación: el chabón se había borrado.
Y sí, el chabón se borró.


viernes, enero 07, 2011

Era de madrugada, hacía frío y mientras me metía en la cama, tuve la certeza de que al pibe este, Juan -al que le acababa de abrir la puerta para que se fuera-, no lo iba a ver por un largo rato. No sólo porque ya se iba dibujando un perfil de desaparecedor sino porque recién en ese momento me di cuenta de que tal vez no había mostrado mi mejor costado a lo largo de la velada. Estaba muy borracha, demasiado. Una cosa es el halo de descaro y alegría que brinda un rico tinto en la justa medida, otra muy diferente es no acordarme bien de qué dije y qué pasó exactamente en el transcurso de la noche. Ya estar copeteada es algo que juguetea en la línea que divide lo divertido de lo patético, pero a esto se le sumó la sensación de que al tipo no le había gustado un carajo. Esa mirada de la que hablaba antes, una mezcla de desaprobación y enjuiciamiento.

Al par de semanas lo volví a ver conectado. Venía de una semana en la que me habían dejado plantada no una, sino dos veces. Ni siquiera la misma persona. No, dos flacos diferentes decidieron -en el lapso de cinco o seis días- proponer un encuentro para cancelármelo a última hora. Y yo me frustro rápido, baja tolerancia al fracaso le llaman; yo tengo de eso, para tirar al techo. Si un tipo me deja plantada, hago una rabieta, me fumo un porro y a las dos horas ya me olvidé del asunto. Si dos tipos me dejan plantada, asumo que el universo complota contra mi goce o que alguien me echó una maldición que impedirá que me vuelvan a tocar las tetas. No es que quiera justificar el hecho de haberle aceptado a Juan una invitación a cenar por sentirme plantoneada y amargada, ni que quiera menospreciar el entusiasmo con el que accedí al encuentro, pero ahora, mirando para atrás, puedo entender un poco por qué terminé poniéndole fichas al pibe este. OK, eso suena mal, le puse fichas por un montón de cosas que ya contaré, pero también porque todo, absolutamente todo, parecía disolverse antes de llegar a algo concreto. Si me gustaba un pibe, no podía verlo por una variedad de motivos de lo más extensa. Si otro me gustaba menos pero nos veíamos con relativa periodicidad, cada encuentro terminaba en problemas. Nadie me interesaba demasiado, nadie me hacía tener ganas de saber qué más podía haber. Tenía ganas de relacionarme pero me daba fiaca salir a conocer gente. Bueno, al fin y al cabo, era ir a cenar nomás, tampoco me lo pensé tanto.
A la hora de pagar (las pastas caseras buenísimas que comimos) me encontré con que me rompía bastante las pelotas que el tipo ni siquiera hubiese amagado invitarme. No me gusta mucho que paguen lo mío, no por una cuestión de igualdad sino de neurosis recalcitrante, pero así como escucho a mis amigos decir que, si invitan a salir a una chica, pretenden que la mina por lo menos haga la escenita de sacar la billetera, yo también quise que me mintieran un cachito. También me rompió las pelotas que me rompiera las pelotas, a mí, justo a mí que soy tan desprendida de lo material, tan etérea, tan libre, tan desapegada. Yo, que carezco de ambiciones materiales y desprecio la codicia que el dinero genera en las pobres, débiles y aburguesadas almas. ¿Podía acaso sentirme ofendida? Decidí en ese momento que no, que tal nimiedad no podía generarme conflicto alguno y puse los billetes sobre la mesa.
Después fuimos a su casa, que quedaba a unas cuadras. A mí estas cosas no me suelen pasar, porque posta que no me fijo mucho en cuestiones de status o pertenencias de los hombres con quienes estoy -lo que, al parecer, amerita las críticas ininterrumpidas de mi madre capricorniana-, pero cuando entré a la casa de Juan sentí eso que deben sentir algunas cuando el galán de turno les dice que tiene un Alfa Romeo (o alguno de esos autos caros, me parece que mi ejemplo fue muy menemista). ¿Era una de esas torres careta con millones de pisos y amenitis? No. ¿Era un semipiso con vista al río y muebles de diseño? Tampoco. Era un ph de techos altísimos y colores cálidos, que me encantó. Y creo que él me empezó a gustar un poco más por su casa. Y sus gatos. Y sus besos. Y las caricias que me hacía en la cabeza todo el tiempo hasta que mi pelo quedara hecho una maraña.
Cogimos en el sillón del living y fue mucho mejor que la vez anterior. Dicen que la primera vez siempre apesta y no estoy de acuerdo. A veces incluso la primera vez le pasa el trapo al resto de las venideras. Pero sí es cierto que si la primera no deslumbra, hay que ir a por una segunda sin dudarlo. En esta segunda en particular tuve la certeza de que con más confianza la cosa no podía más que seguir mejorando. Eso sí, en un momento determinado, la miradita esa. Está bien, me pasa que algunas veces, después de acabar, entro en una especie de trance en el que me baja la presión y debo verme medio freak, pero ya era la tercera vez que me echaba una de esas miradas y me sentí muy tonta. Por suerte, las endorfinas orgásmicas no me dejaron ponerme demasiado mal.
Me tomé un taxi hasta mi casa y dormí profundamente hasta el mediodía del día siguiente. Cuando me desperté ya sabía que quería volver a verlo.

jueves, diciembre 23, 2010

A Juan lo conocí hace más o menos un año y medio. Salimos un sábado a la noche, charlamos unas cuantas horas y terminé yéndome a casa en un taxi, sola, suponiendo que nunca más iba a verlo en mi vida. No porque no me hubiese gustado, sino porque en ningún momento de la noche el flaco dio algún indicio de interés. Todo muy ameno y un diálogo relativamente fluido, pero no mucho más que eso. Mentira, sí hubo algo más. Algo que en ese momento noté pero no cobró relevancia hasta hace bastante poco: una mirada que me resulta dificilísimo describir. Una mirada que al aparecer siempre me hizo sentir desubicada, distanciada, un poco rechazada. Como si yo estuviera haciendo o diciendo algo inmensamente ridículo y él se horrorizara por verme o escucharme.
Caminando por el pasillo de entrada de mi casa esa madrugada me dije a mí misma que sí, que el muchacho me había gustado, pero que toda la situación me gritaba HE'S JUST NOT THAT INTO YOU, así que decidí no poner ni media ficha y seguir en la mía. En ese momento acababa de salir de un duelo de 6 meses con forma de celibato y, para qué mentir, me estaba poniendo al día por el tiempo perdido.
Para cuando volvió a aparecer yo ya prácticamente me había olvidado de quién era. El tipo mandó un mensaje dos meses después de no haber tenido ningún tipo de contacto y a los pocos minutos de ida vuelta de sms se estaba invitando a mi casa a comer guiso de lentejas casero. Acepté porque estaba en la misma situación que él: caliente y con ganas de comer guiso de lentejas. También porque tenía ganas de cocinarle a un hombre. Aunque supiera que este tal Juan no se merecía (por paracaidista) el placer mezclado con stress que me representa cocinar para un otro, mis ganas de hacerme creer que podía jugar a la casita un rato ganaron. Necesitaba cocinarle a alguien después de tanto tiempo; a alguien que no fuera Nicolás.
Al otro día después de trabajar fui a comprar las cosas para cocinar y me fui para casa. Ani se había ido a lo del novio y Nat estaba de viaje, así que tenía la casa para mí sola. Me bañé, me encremé y me metí en la cocina. Abrí un tinto porque me estaba empezando a poner nerviosa y me puse a cortar, saltear, hervir y guisar. Para el momento en el que el guiso estaba encaminado y él tenía que estar tocando el timbre, yo ya estaba medio borracha, sí, pero bastante más relajada. Tan relajada que no me di cuenta de que no había dejado el fuego al mínimo para que la preparación redujera y pasó lo peor de lo peor: se me quemó el guiso de lentejas. Se me quemó. No hay peor tragedia que se me queme algo; y si es algo que cocino para otro, el sufrimiento es peor.
Ante la desventura culinaria, opté por reprimir mis más puros instintos melodramáticos y me dediqué a seguir entrándole al vino para olvidarme del desastre.
El sexo fue raro. Raro bien, pero raro. Tal vez yo venía demasiado acostumbrada a otro tipo de encuentros, con otro tipo de gente, pero lo que más recuerdo fue la sorpresa -grata- ante su dulzura. No me había parecido en ningún momento un tipo dulce o cariñoso, hasta que me desperté con una caricia muy suave a lo largo de mi brazo y su voz, tranquilísima, diciéndome que se iba.
Recorrí el pasillo de entrada de mi casa como aquella vez hacía dos meses, tratando de ordenar la situación en mi cabeza. Llegué a la misma conclusión que la vez anterior: no poner ni una ficha, seguir con mis cosas; aunque el tipo me gustara. Había algo que no cerraba por ningún costado.

Continuará...



Quiero informar que esto está escrito para el mismo Juan, que, a pesar de haberle pedido que no lea más mi blog, sigue entrando.

Ya está, eh. Leé cuando quieras. De hecho, me dieron ganas de que tuvieras mi percepción de los hechos. Digo, si tantas ganas tenés de saber qué tengo para escribir cada día -aunque no tengas deseos de lidiar con mi presencia en vivo y en directo-, te doy algo para que leas y te sientas literalmente identificado.