Hola, vengo a hablar del hombre que me alegró la vida durante el último mes. No, no hablo de un amante (ay, si yo les contara TODO lo que pasó en el último mes en materia de amantes...), es Mario Levrero. Un señor escritor uruguayo que en realidad no se llamaba así sino Jorge nosécuánto y que se murió en 2004 por culpa de una aneurisma. 64 años tenía, pero, a decir verdad, estaba bastante baqueta. El otro día vi unas fotos suyas muy de entrecasa, en calzoncillos y musculosa blanca, y me sorprendió que pareciera como de 70. Pero, en fin, no creo que sea un dato relevante a la hora de leerlo.
El año pasado, cayó en la consignación de novedades uno de sus libros: La Banda del Ciempiés. Yo había oído muchas veces su nombre en boca de gente de criterio confiable, así que apenas lo saqué de la caja, le avisé al jefe que me lo llevaba. Lo leí en un par de días y la verdad es que me gustó mucho. No sé si es un buen libro, de hecho, dudo que lo sea, pero hubo algo en su prosa que me atrapó. Como si me hubiera venido a chamuyar un flaco no muy lindo ni de muchas luces pero sí rebosante de carisma y buena onda. Me conquistó por completo. Ojo, recomiendo La Banda, me parece que tiene elementos humorísticos que uno hace que se ría sonoramente; y yo no sé ustedes, pero a mí eso no me pasa a menudo. Lo que sucede es que la historia viene bien, mantiene el nivel de tensión, suspenso y humor, pero al final se desinfla, como si al tipo se le hubieran ido un poco las ganas de escribir. Yo lo banco, a mí me pasa todo el tiempo lo mismo; ya se van a dar cuenta el día que publique una novela.
Después, tuve acceso a un par de sus cuentos y a la novela La Ciudad, que es parte de Trilogía Involuntaria, que editó hace poco Debolsillo! y que sale unos morlacos pero que será mi próxima inversión. Habiendo leído más, me cerró por completo. No sé bien qué cerró, mi cariño, supongo. Porque a mí me pasa eso con los escritores, los quiero, los deseo, imagino diálogos con ellos en mi cabeza, les sirvo whiskies imaginarios. Y con Levrero me pasó todo. Quise abrazarlo, charlarle, sacarlo a tomar aire, presentarle a mis amigas, hablar de Jung, que me contara de todas sus mujeres que el describe como diosas, santas proveedoras de experiencias sobrenaturales.
Hace un mes, compré La Novela Luminosa. Lo reconozco, la compré en una librería-monstruo-cadena-parezco-supermercado, pero fue porque nuestro distribuidor no me la traía y yo estaba por terminar el de Patti Smith y no podía concebir viajar en bondi sin un libro.
La cosa es así, en 1984, Levrero comienza a escribir La Novela Luminosa, que tiene poco de novela y mucho de ensayo velado, soliloquio y ventana a su cabeza. Quince años después, aplica para la Beca Guggenheim y la obtiene; su proyecto es, justamente, continuar con La Novela Luminosa y terminarla. Con ese dinero se dedicó a escribir su Diario de la Beca, que no sólo es el prólogo del libro sino también las tres cuartas partes de su contenido. Ese diario es la puerta a la vida de Levrero, su cotidianeidad, su vida onírica y achaques. Es conmovedor hasta en el relato de su lucha para cambiar el sistema operativo de la pc; conmovedor en el sentido más cotidiano de la expresión.
Cuando lo terminé, lloré un poquito. Supongo que porque estaba por indisponerme, pero también porque hacía muchísimo que no me sentía tan cerca de la palabra de alguien; lloré porque me emociona la experiencia de la lectura cuando me toca de ese modo tan particular, tan auténtico.
Un día del año pasado, poco después de terminar La Banda del Ciempiés, fui a lo de Lau a cenar; después de unos vinos, prendió el tocadiscos, puso un disco de Leo Maslíah y me dijo "escuchá esto que es genial". Eso que me hizo escuchar, era
esto hecho canción y cuando al otro día me enteré de que era de Levrero me emocioné. Así, sí, se me inundó el cuerpo de una sensación bellísima. Ese hallazgo tan nimio me alegró una tarde de sábado. Y ahora lo entiendo, ahora me cierra. Esa es la luz de Levrero. No soy la misma después de él.