lunes, marzo 26, 2012

Cuando un chico me gusta mucho, le cuento en seguida a mi amigo Fulanito.
Fulanito me pasa a buscar por alguna esquina con el auto y maneja por ahí mientras yo le comento toda entusiasmada que el muchacho tiene un tatuaje acá o que trabaja de tal cosa que es lo más copado del universo o que me dijo blabla y yo me sentí como nunca me había sentido en la vida hasta ese momento mágico en el que sus palabras me atravesaron el alma como mil flechas de mil Cupidos rechonchos y en pañales. Fulanito me pregunta si cogemos bien y a mí me salen fuegos artificiales de la boca que forman dibujos de colores que escapan por la ventanilla para hacer una Vía Láctea en miniatura.
Después, estaciona y vamos hasta alguna heladería y me reta cuando trato de clasificar a la gente por los gustos que eligen; entonces, vuelvo a hablar del pibe de turno, pero desde otro lugar. Mientras me mancho un poco las comisuras con chocolate amargo, expongo todas mis inseguridades. Le paso una bola de miedos y presunciones que sostiene entre sus manos mientras yo no paro de darle a la verborragia, a la cucharita y al tarro de telgopor. Nos reímos de mí, aunque yo lo hago con la mirada gacha para que no se de cuenta del todo que exhibirme así es el único modo que tengo de verbalizar lo más temido.
Caminamos un rato, agarrados del brazo como viejitos de vacaciones en alguna ciudad con termas y cada vez que pasa una chica linda por al lado, le pregunto si le gusta. A veces vamos al cine, otras al teatro, y cuando me recuerda que me ponga en el cinturón en el viaje de vuelta, le hago caso y me quedo callada, pensativa. Aprovecha mi silencio y me halaga la capacidad esta que parece que tengo para dejarme atrapar por la sorpresa y la sonrisa al conocer a alguien nuevo; la habilidad para fantasear y crear mundos maravillosos a partir de un somier, una luz baja y un par de porros; también el talento para recomponerme y sostener la esperanza después de que todo se haya ido al carajo, porque los dos sabemos bien que es eso lo que siempre termina pasando. Me deja en la puerta de casa y espera hasta que abra la puerta y me coma la oscuridad del pasillo para arrancar y doblar a la derecha en Alberdi.
Entro a mi cuarto y me siento sobre la cama con la sensación de que Fulanito no se toma demasiado en serio mis declaraciones; no que me importe demasiado, pero seguido de eso me doy cuenta de que todo se me convierte siempre en montones de palabras y todos son musa y la poesía me envuelve como una frazadita de polar en otoño, pero ¿yo a quién inspiro? Pero como quiero aprovechar las endorfinas del chocolate amargo antes del batacazo, espanto todas esas ideas de mi mente hasta momentos como este, en los que me doy cuenta de que hace meses que no llamo a Fulanito para contarle que me gusta mucho un chico y de que todo se fue al carajo demasiadas veces consecutivas como para tener el optimismo al alcance de la mano.

viernes, marzo 23, 2012

Si de categorizaciones hablamos, puedo decir que tuve muchos romances de novela.
Fulanito fue una experiencia levreriana: mística, melancólica, luminosa. Menganito, muchos cuentos de Salinger: en apariencia inocente e ingenuo, pero con un trasfondo de angustia y reflexión. Ese de hace muchos años fue lo más parecido a Houellebecq: frío por fuera, intenso por dentro; con una sombra de nihilismo que nunca pudimos despejar. Este de más acá, Laiseca: el humor al servicio de lo perverso y viceversa. Aquel que tanto me perturbó, una de Auster, pero de las que terminan más o menos bien: una espiral de eventos desafortunados que decantan en la epifanía, la comodidad y la paz. Ese que se me escurría todo el tiempo fue claramente un caso McEwan: demasiado moderno, demasiado canchero y al final, medio que la nada. Y este otro, tan presente en el recuerdo, muy Faulkner todo, porque a veces la clave no está en el contenido sino en la forma, esa forma tan enredada, poética y asfixiante. Hasta hay uno que podría ser tranquilamente una de Highsmith: motivaciones extrañas, misterio y peligro.
Que nadie se sorprenda, entonces, cuando hablo de mis libros como si fueran personas. Que nadie me juzgue cuando adorno demasiado el relato de unos tragos compartidos y unos besos.

Ahora entiendo por qué es que me gusta dormir con los libros que me gustan debajo de la almohada.

sábado, marzo 03, 2012

Cada vez que ordeno el cajón del escritorio lo veo. Es un papelito medio amarillento en el que mi mamá anotó el número de un celular. Lo guardo junto con la tarjeta de mi analista jungiano que se fue a vivir a Córdoba y la tarjeta de un ex.
Algún día, durante el verano de 2007, mi mamá me invitó a almorzar y me dijo que se había encontrado en la calle a un amigo de mi padre biológico. Ella le preguntó si lo había seguido viendo y él le contestó que se encontraban muy de vez en cuando, una vez al año en alguna reunión. Mi mamá también le preguntó si tenía su número por si yo quería ponerme en contacto, él le dijo que no lo tenía encima, pero que anotara su celular, porque iba a buscarlo y esperar mi llamado.

Es raro cuando una parte de la propia historia es apenas una sombra.
Es raro también no sentir deseos de echar luz. La mayor parte del tiempo prefiero sentir curiosidad cuando me miro en el espejo antes que salir a buscar a un tipo -a fin de cuentas no es más que un tipo-, conocerle la cara y develar el misterio. También me da mucho miedo y angustia el simple hecho de pensar en el asunto, por supuesto.

Entonces, mi mamá me dio el papel amarillento con el teléfono. Yo lo guardé en mi billetera de Betty Boop y esperé un ratito, a ver si me decía algo más. Algo más, como que si quería, llamábamos juntas. Algo más, como preguntarme si la situación no me parecía al menos perturbadora. Pero mi madre también convive con sus sombras y se limitó a darme la hojita de la libreta y servirme la comida.
Y nunca más hablamos del tema.


domingo, febrero 19, 2012

Ayer le abrí mi corazón a Sol y se me cagó de risa en la cara. Le estaba ventilando los trapos más sucios de mi psiquis y la flaca se agarraba la panza mientras carcajeaba y me decía "ay, Cel, no podés ser tan monga". Monga de torpe, de personaje de reparto de película; la disfuncional, medio chistosa, amiga de la protagonista. Así que yo también me reí un poco, porque la verdad es que cuando me pongo a analizar fríamente ciertos mecanismos, puedo verles el costado torpe y satirizar para que el relato sea más entretenido. Es sano reírse sin burlarse de la propia naturaleza, el problema aparece cuando más allá de lo histriónico, la anécdota y el remate, hay algo sobre lo que no se tiene control, que coquetea con lo compulsivo.
Después Sol entendió y escuchó y abrió los ojos muy grandes porque a veces no entiende mis motivaciones ni mi capacidad de disimularlo todo. Entonces quedamos en que no queda otra más que bailar, escribir, cambiar los muebles de lugar y cantar. Más que nada, cantar. Por eso, arreglamos trueque: yo le voy a dar clases de inglés y ella me vuelve a dar clases de canto.
Después de hacer el trato, apagamos la luz para dormir. Yo luché durante mucho rato para poder organizar mi cabeza y hacer un plan de acción que no me desvíe del deseo. Y mientras, tarareé mentalmente una de Etta James para aquietar la fiera.

sábado, febrero 11, 2012

Hace un tiempo, después de una cena familiar, mi mamá trajo mis cuadernos de primer grado para ver si me quería quedar con alguno. Me llamó mucho la atención un dibujo de mi propia mano. En la hoja del Rivadavia-tapa-dura-48-hojas-rayado-forrado-de-azul estaba el contorno de mi manita hecho con lápiz. "Cele, qué extraterrestre", dijo mi papá. Y con razón. La palma diminuta, los dedos larguísimos y finos, los nudillos prominentes. Apoyé mi mano adulta sobre la que alguna vez tuve y resulta que los dedos sólo me crecieron medio centímetro en casi veinticinco años. Era ET, no es joda.


Ahora mis manos siguen siendo chicas, los dedos siguen siendo largos, las uñas siguen siendo infantiles; la del meñique es un chiste de lo pequeña que es. La palma no tiene un color parejo, es un marmolado de rosa y blanco. Las líneas son muchas, todas entrecruzadas, como un mapa de rutas. A veces son suaves, aunque en general la piel se pone seca sin llegar a ser áspera.
Nunca había reparado en mis manos hasta el día que un flaco me dijo que le encantaban. Porque eran chiquitas y su pija parecía más grande cuando se la agarraba; porque parecían de nena y podía darle canal a su perversión de potencial viejo pajero. También porque le parecían muy lindas, claro.


Igual, llegar a las manos es un ejercicio de lo inquisitivo. Primero están los ojos. "Puro ojos", dice mi mamá cada vez que cuenta historias de mi primera infancia. "Mirada de loca". "No me mires así". "Son muy saltones". "Son hermosos". "Qué grandes". Eso han dicho otros. Yo nada más sé que una sola vez me entendí la mirada, una sola vez me miré a los ojos y entendí qué pasaba ahí. Me paré frente al espejo durante hora, sin poder dejar ese ritual de autohipnosis que me hizo llorar de emoción durante horas. Me entendí; me vi. Esa única vez. Pero con una sola vez alcanza, en serio.


Mis manos se mueven lentamente, nunca siguen el ritmo de lo que digo. Le hacen contrapeso a la intensidad de la mirada.
Si estás frente a mí, no te dejes llevar por el revoleo de ojos, ni por las miradas que escrutan intimidades, ni por las bajadas de pestañas que coquetean.
Acordate de las manos, ahí guardo lo mejor.

lunes, febrero 06, 2012

No lo sabía, no era conciente en ese momento, pero desde que me gustó Javier en salita de 4 mi vida estuvo -en cierta medida- determinada por los intereses ajenos. Y la que diga que no aprendió cosas nuevas, estimulantes y maravillosas gracias a los tipos que le gustaron, es una mentirosa o una pobre mina carente de ambición que se cruzó sólo con chatos.
Primero fue Javier, entonces, que me enseñó que cuando se jugaba a la casita había que dedicarle un momento a la cocina y a la hora del almuerzo, porque su mamá preparaba las milanesas más ricas del mundo. Yo le creí, aunque nunca me invitó a su casa. Después, ya en primer grado, llegó Juan Pablo, que me hizo entender que ser perseguida era parte del cortejo. Él salía disparado detrás de mí apenas tocaba el timbre del recreo, para perseguirme por todo el patio, tratando de enchufarme un beso en la frente o bajarme la vincha y despeinarme; también hablábamos de construcciones con lego, el programa de Flavia y el nombre raro de la maestra.
De todos modos, la primera vez que me enfrenté realmente con mi ignorancia ante el conocimiento ajeno fue en 1993, la primera vez que Juan Pablo (otro, diferente del de primer grado) me habló de dinosaurios. Yo sólo había visto Jurassic Park y me consumía la curiosidad, así que me fui hasta la feria de Parque Centenario y me compré un libro que más o menos explicaba todo. Juan Pablo se sentaba conmigo, así que teníamos ocho horas por día para discutir y consensuar acerca de eras, bichos fantásticos y extinciones.
Con Enzo aprendí de autos, con Damián, de extraterrestres y comics, con Esteban de X-men y familias funcionales. Alejandro me tradujo canciones de The Doors, Iván me explicó el reglamento de hockey, Alberto me ayudó a entender el peso específico de las sustancias y el goce en la melancolía. Nahuel me hizo descubrir las costumbres de la religión musulmana y el destornillador con vodka de 3 pesos la botella y jugo tang. Francisco me enseñó a apreciar a los Rolling Stones, Matías me hizo una introducción al judaísmo y Gonzalo me ayudó a dibujar con perspectiva. Y esos fueron sólo los amores platónicos de la pubertad y la adolescencia.
Más grande, pulí el talento, afiné la puntería y aprendí a escribir usando todas las tildes, a discutir sobre películas de Kevin Smith y arcos argumentales en guiones pocohocleros y series de 24 por temporada. Me metí en el mundo de la física cuántica y en el del ocultismo. Visité museos; leí a Bukowski, a Carver, a Bulgakov, a Hrabal, a Palahniuk, a Hornby, a Salinger, a Beckett, a King, a Le Guin, a Coupland, a Whitman;supe por qué la tostada caía del lado de la manteca; aprendí a cantar al oído canciones de Patti Smith, Barry White, Dylan, Charly, Fiona Apple y Joni Mitchell.
Aprendí a hacer cantos védicos, pasteles de papa, dobladillos a pantalones, dibujos llenos de colores, regalos de ferias americanas, caminatas sin rumbo pautado, barquitos de envoltorios de caramelos sugus, esculturas con papel metalizado de atados de cigarrillo, brownies, porros desarmados, té de yuyos recién arrancados, escenas de minita y masajes.
Y así, como veleta que va para donde pega el viento, fui creando identidad a partir de esos pedazos que ellos me dejaron sin darse cuenta. Se armó un camino sustentado en la curiosidad propia y el deseo de desentrañar la curiosidad del otro. Me convertí en el Frankenstein de una comunidad desconocida por sus propios miembros. No sé hasta qué punto soy, cocino, escribo, cojo, leo, canto y río por haberme quedado con un cachito de cada uno; quizás porque fue la única manera de seguir adelante cada vez que me dejaron, ignoraron, rechazaron, se fueron lejos o dejaron de interesar.

La melancolía es arrojar sobre el objeto una sombra de significación que lo supera, otorgándole al adorno una importancia desproporcionada.
Milito la melancolía desde salita de 4.

viernes, enero 20, 2012

No sé si le pasa al resto de la gente, pero a mí los últimos dos o tres años se me mezclan en una nebulosa de eventos. No puedo hacer un balance de nada porque me cuesta saber si fue hace seis meses o dos años y medio que empecé el profesorado; o me cuesta calcular si la última vez que me enamoré fue en 2009 o el año pasado. Mi mamá dice que es una cuestión planetaria -o cósmica, yo qué sé-; que la Era de Acuario y el fin del mundo y la inversión de los polos y la mar en coche. Yo la miro y asiento, pero en realidad no entiendo mucho lo que me dice, básicamente porque ella no entiende lo que me dice. Sus opiniones son premisas tiradas al viento sin ningún tipo de argumentación, y como siempre nos terminamos peleando porque yo la acuso de crédula comprabuzones y ella me trata de escéptica refutadora compulsiva, prefiero esbozar una media sonrisa y ya. Porque al final, qué me importa por qué el tiempo parece acelerarse, qué me importan las pseudo explicaciones new age de mi madre; qué me importa si no hay nada tan liberador como la sensación de que el tiempo no termina de ser una variable del todo relevante, por lo menos en lo que a retrospectiva y resignificación respecta.

La única coordenada temporal que no olvido se planta en el invierno de 2009. No sé bien qué estaba pasando en mi vida a nivel concreto -creo que estaba enganchadita con un pibe que tenía novia, se me hacía el lindo y me bicicleteaba los revolcones-, pero la cuestión es que un domingo, en la casa de Dedé, entramos en un estado de honestidad violenta y empezaron a florecer las epifanías. Desde ese día, prometí no olvidarme nunca de dos cosas que no pienso revelar porque quiero envolverme en un halo de misterio, pero que condicionaron mi accionar desde ese momento.
Oh, qué enseñanza de vida, cuánto aprendizaje. Me fumé un porro hace dos años y descubrí que estaba viviendo una mentira, que venía haciendo un personaje y que no me dejaba atravesar por el placer. Oh, la revelación, la iluminación, la lógica al servicio de la esperanza y un horizonte que se ensanchó en el transcurso de una madrugada.
Y aunque me burle, de protector de pantalla en la compu tengo un cartel que, en loop eterno, me recuerda "no te olvides". No me olvido.

martes, enero 17, 2012

Me gustaría esribir sobre cosas lindas que me están pasando, pero no me sale. Si pudiera, escribiría un post sobre sábanas hechas un bollo, gin tonics y risas con amigas; pero no me sale, no me surge, no me dan ganas de romper la política personal de reserva de la intimidad que se me autoimpuso hace un tiempo. Me gustaría escribir también sobre la liviandad que me abraza y sostiene cuando no estoy atacada por la angustia, que se traduce en la risa fácil y la claridad a la hora de elegir objetivos.

Hace un tiempito, estaba en la terraza de una de esas casas devenidas en centros culturales y un chico que es tan dulce como deseable se me acercó un poquito a la oreja derecha para decirme algo. Mientras el aliento cálido me pegaba en el cuello y yo me ponía un poco nerviosa -como cada vez que un muchacho lindo se nos acerca un poco más para decirnos algo importante al oído-, me dijo que la libertad es saber para qué vino uno a este mundo y animarse a serlo.
Bueno, a veces, cada vez más seguido, me da la sensación de que estoy empezando a vislumbrarlo. Y sonrío.

martes, enero 10, 2012

Era un sábado de marzo de 2002 y hacía calor. Mucho calor. The Roxy estaba hasta las manos. Se me pegoteaban los brazos con la espaldas húmedas de las otras personas. Me ubiqué cerca de la barra para poder pedir agua con hielo y me quedé bailando con una amiga. Desde un ángulo raro, el brazo de un extraño me puso una lata de cerveza helada sobre el hombro. Ni siquiera atiné a mirar quién me la estaba ofreciendo; tomé unos tragos, estiré la mano para atrás y seguí bailando. Fatboy Slim sonaba, Praise you. Al ratito, reapareció la mano con la lata. Cuando terminé de tomar, miré, lo miré. Era lindo, re lindo. Mientras esperaba a que se me acercara a hablar de una vez, él seguía dándome de sus cervezas y me sonreía. En algún tema de Moby, lo sentí justo detrás de mí: el calor en la espalda, el aliento en la nuca y un escalofrío cuando me mordió el lóbulo de la oreja izquierda. Si ahora no sé cómo es que funciona eso de la química entre dos personas, menos idea tenía a los 19 años, pero no pude enojarme ni hacerme la ofendida. Mientras mi amiga miraba sorprendida cómo un flaco, de la nada, me mordisqueaba el cuello, yo lo dejaba hacer, porque no concebía otra opción que no fuera esa.
Andrés se llamaba y los besos que me daba eran más lindos que su sonrisa encantadora. Me tocaba como si me conociera y eso ya era mucho decir; hasta ese momento nunca había disfrutado del todo del manoseo solapado contra alguna pared. Sí lo había experimentado, sí me habían calentado, pero nunca había sentido placer. Porque es esa la clave de todo: la calentura no es placer. La calentura es hambre, es necesidad de satisfacción; es lo que te atraviesa el cuerpo cuando sentís el olor que viene desde la parrilla mientras las mollejas hacen chispear el carbón. El placer es el bocado, el tinto a temperatura justa maridando con el vacío a la perfección, la salsa criolla en el pancito. El placer viene acompañado de más calentura, siempre, cuanto más placer se obtiene del objeto de deseo, más arremeten las ganas de seguir gozando. Keyword: más. Pero no es una relación bidireccional la que existe entre estas dos variables; a veces te quedás con hambre y nada más, no hay éxtasis; la tira de asado está dura, los chinchulines gomosos, no hay chimuchurri, esas cosas.
Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora y cervezas siempre frías me hizo sentir por primera vez la retroalimentación del deseo. No entendía nada. Un chabón que no conocía me estaba tocando detrás de una cortina símil terciopelo, en el medio de un boliche que estallaba de gente y yo sólo podía registrar el camino que hacían sus manos y su boca sobre mí. Andrés, el chico re lindo de sonrisa encantadora me hizo acabar por primera vez. Porque, claro, yo tenía 19 años y era virgen. Sabía lo que era un orgasmo, pero no de esa manera, no con otra persona como el causante.
Cuando un patovica nos pidió que frenáramos con el exhibicionismo, nos dimos cuenta de que ya era de día. Me pidió el teléfono mientras retiraba mi cartera del guardarropas. No sé si se lo escribí mal de borracha (esas cosas pasan; o me pasaban a mí en la era pre telefonía móvil)o si el tipo no tuvo ganas de verme de vuelta, pero la cosa es que nunca llamó. Me puse un poco triste, más que nada porque para el lunes a la tarde ya había decidido que si arreglábamos para encontrarnos, me lo iba a coger sin dudarlo. Volví a The Roxy, como cada sábado hasta ese momento, mirando de vez en cuando a los chicos con pelo castaño muy cortito. Nunca más lo vi.

Después de Andrés pasaron muchos años hasta volver a sentir algo parecido. Sí me pasaron otras cosas, igual de significativas e intensas, pero cuando nuevamente sentí eso, eso de no querer quitar las manos del cuerpo del otro, eso de borrar por completo el escenario y que todo se convierta en un latido frente al más mínimo roce, supe que por ahí iba y venía la mano. Y quizás, a lo largo de todo este tiempo haya intentado engañarme muchas veces, diciéndome que con la atracción, la conexión intelectual o la contención emocional alcanza; pero no. Cada vez se torna más claro y es más fácil ser consecuente con la premisa: mi constante es el hambre, la búsqueda del objeto; y el deseo llano no es la meta sino lo otro, el bocado que llama al otro bocado, la dentellada que embadurna de avidez el cuerpo. Masticar, saborear, tragar. Querer más después de haber probado.

domingo, enero 08, 2012

Pedíamos una parrillada para compartir, armábamos un cigarro con tabaco y hachís y nos tomábamos un taxi hasta el centro. Ahí, nos encontrábamos con el resto de la gente y no sé, pasaban cosas raras. Esas cosas raras siempre involucraban mucho alcohol, tipos y amanecer en una cama metida en una habitación, metida en una casa de algún barrio inverosímil como Villa Ortúzar o Versalles.
Nunca cogí tanto ni tan mal en la vida.

No extraño tanto tener veintipocos, ahora que lo pienso.

viernes, enero 06, 2012

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso. Lo veo más claro desde que empecé a trabajar en una librería. Antes -ilusa-, estaba segura de que una especie de Hada-Madrina-Lectora-Cinéfila nos había hermanado, pasando la varita mágica por encima de la cabeza de todos nosotros: los que de niños usamos lentes y nos hicimos amigos del bibliotecario del colegio; los hijos de grandes lectores y amantes del cine de autor empeñados en traspasarle el hábito a su progenie; los que -sin nadie entender bien por qué- un día manotearon de los estantes de la biblioteca o del videoclub algo que les llamó la atención y nunca más pararon. Una logia sin registro de asociados. Una complicidad deschavada con comentarios sutiles y miradas intensas y fugaces. Pero no.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso, pero a veces los lectores nos embarcamos en empresas destinadas al fracaso por cuestiones que exceden el ámbito de lo intelectual. Por ejemplo, los cupones de descuento.
Resulta que hace un par de semanas mi amigo P. (no sea cosa de dejar al descubierto su identidad, aunque tenga el nombre más común de nuestra generación) me comentó que le había llegado una oferta de cupones para Un tranvía llamado deseo, de Daniel Veronese. O, mejor dicho, de Tennessee Williams en versión de Veronese. Por 140 pesos íbamos los dos. Nos salía la mitad y, encima, nos tocaba una muy buena ubicación. Acepté no sólo porque la oferta caducaba en un par de horas sino porque había visto unos afiches en la calle y me habían dado ganas de ir, a pesar de ir al teatro muy de vez en cuando.
Vale aclarar que mis referencias de Un tranvía llamado deseo dan cuenta de que soy una hija de la televisión:
- La película con Marlon Brando y Vivian Leigh, dirigida -tanto en el teatro como en el cine- por Elia Kazan, que sé que vi de muy pequeña y ya casi no recuerdo.
- Un capítulo de Los Simpson en el que Marge se mete a hacer teatro y le toca el papel de protagonista de la obra. Como nota de color, Flanders se la pasa con el torso desnudo e interpreta a un hombre pasional y violento.
- Un episodio de Seinfeld en el que Elaine toma calmantes muy fuertes para aliviar un dolor de espalda y se pasa de dosis justo antes de ir a un evento en honor al padre de Jerry. Se la ve completamente dopada, riéndose de todo y aullando "Stellaaaaa... Stellaaaaa", que es lo que le grita todo el tiempo el personaje de Marlon Brando a su esposa.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y yo, en mi afán de ahorrarme 70 mangos y tener planes para el viernes a la noche, había aceptado ir al teatro con P., que es un tipo que se la pasa leyendo y mirando películas., pero nunca coincide conmigo. Nunca. Y si bien, técnicamente, una obra teatral no entra en ninguna de las categorías de conflicto, se trata, esencialmente, de lo mismo.

Compartir afición por la literatura y el cine no significa más que eso y por no recordarlo, estaba frente a un enigma del calibre del de Schrödinger y su gato. Uno de los dos la iba a pasar mal ese viernes. Uno de los dos iba a salir indignado del teatro, despotricando contra el director, los actores y la forma de tratar el argumento. Uno de los dos iba a tratar de convencer al otro de que no era tan así, pidiendo un poco menos de dramatismo y exageración. Uno de los dos iba a volver a su casa lamentando haber estado sentado dos horas en el Teatro Apolo y era imposible saber quién, si él o yo. Me entregué a Fortuna con resignación y me olvidé del asunto hasta el día de la función.

Quizás yo sea más fácil de contentar que mi amigo P., porque a mí la obra me encantó. Erica Rivas en el rol de la negadora, coqueta, narcisa y alcohólica Blanche es exquisita. El polaco Kowalski interpretado por Diego Peretti se ve un poco opacado por las actrices que lo acompañan, pero aun así, conmueve cuando está solo en escena. Paola Barrientos en el papel de Stella se destaca, aporta siempre la medida justa de dulzura, desinterés o violencia para que la tensión no derive en desastre. Me reí durante dos horas como uno puede reirse de ese pariente medio loco que lleva una vida muy triste, pero que de todos modos se satiriza a sí mismo y nunca muestra su dolor; una risa que tapa angustia e incomprensión. A P., en cambio, le resultó tibia, ruidosa, poco humana, "un sketch de Gasalla". Se quejó de la puesta en escena, de ciertos elementos de la escenografía, de la falta de compromiso respecto de la problemática central de la obra y de Peretti.
Fue inevitable llevar la discusión al campo de la literatura y el cine, porque somos belicosos y nos gusta argumentar en contra de los gustos del otro. Él esperaba que el conflicto fuera punzante, que mostrara las miserias de los personajes con seriedad y crudeza; quería a Faulkner, Hemingway y David Lynch. Yo quedé encantada con el sufrimiento perfumado, adornado con tiaras, puntillas y whiskey; me llevé a Capote, Bukowski y Tarantino.
Hasta las cuatro de la mañana nos quedamos charlando com P. acerca de mujeres, scotch, hombres, poetas, posguerras, machismo, psicoanalistas, salud mental y todas esas cosas en las que sí coincidimos. Porque compartir afición por la literatura y el cine no significa nada más, es cierto, pero a veces sostiene relaciones, amistades, noches largas, universos.

Algún mes primaveral de 2011

viernes, diciembre 30, 2011

Me voy al delta a pasar Año Nuevo. A leer cuentos de Alice Munro en un muelle cercano al Paraná. A compartir con amigas tiradas de tarot y porros. A escribir en un cuadernito todas esas cosas que me inspiran los grillos, el agua y las reposeras. A quemarme un poco las piernas. A tomar vino blanco durante la caída del sol. A comer asado. A hablar de pijas. A indagar hasta llegar al núcleo.
A explorar el hambre; que no es insatisfacción, no es deseo, sino la perfecta armonía que surge cuando ambos convergen.

viernes, diciembre 23, 2011

Y pensar que hubo un tiempo en el que era todo ya, todo ahora, me quemaban los dedos y llenaba cuadernitos y ventanitas de msn y posts de blogger y libretitas guardadas en un bolsillo de la cartera esa que llevaba para todos lados. Millones de palabras en letra obsesivamente prolija. Todas palabras que decían lo mismo de una y otra manera. Era la reina de la paráfrasis, la neurótica de la repetición, una cinta de moebius, una calesita y todas esas metáforas tan manoseadas acerca de lo circular.
Evidentemente, rompí algo, porque ya no puedo escribir si no es con nostalgia. Ya no tengo la capacidad de enunciar sin recordar. Bueh, no sé si para tanto; el don de la exageración me sigue acompañando.
No puedo reproducir sin la resignificación que brinda el tiempo.
No puedo codificar mis reacciones porque el cuerpo me responde con sorpresas.
La mente se me convirtió en zona erógena y cada vez que la toco me revienta una piñata rellena de imágenes y pedazos de diálogos que me hacen poner la piel de gallina; y así no se puede. O sí, pero diferente.

viernes, diciembre 16, 2011

Hace un tiempo hablaba con un flaco de todo el tema este de estar en pareja o quedarse solo o resignarse a estar con alguien a pesar de no querer armar proyectos en común. Es probable que yo le haya comentado de la desesperación que me ataca a la altura del cuello cuando intento imaginar la misma cara todos los días del otro lado de la cama y él me contó alguna cosa de su última relación que no termina de venir al caso. También dijo que quizás todos nos hacemos mucho la cabeza con el asunto de la soledad, pero que si hiciéramos la cuenta de cuánto tiempo real nos consume sufrir por no tener a nadie al lado, sería muchísimo menos de lo que imaginamos. Le di la razón.

Hace un par de domingos una prima lejana fue a visitar a mi abuela. Habían pasado como diez años desde la última vez que nos habíamos visto. La vi cambiadísima. Más linda, más extrovertida, más luminosa. Mientras le servía una porción de pizza, me preguntó si estaba sola. Podría haberme puesto en mi rol de cancherita y haber contestado: 1."Siempre estamos solos, no importa a quién tengamos al lado" o bien, 2."Nunca estoy sola, siempre tengo gente a quien quiero alrededor"; pero decidí limitarme a lo ella realmente me quería preguntar: si estaba de novia. Le contesté que no. Después de eso, me contó que ella se había separado hacía muy poco, que su ex marido la trataba muy mal y que al dejarlo se había dado cuenta de toda la libertad que tenía a su disposición y que hasta ese momento había elegido ignorar. También me dijo que hacía bien, que para qué embarcarse en el proyecto de armar una familia siendo tan joven y todas esas cosas. Le di la razón.

Hace un par de meses en análisis conté un sueño. Se me fue toda la hora hablando de mi incapacidad para sentir un contacto real con el prójimo. Lloré mucho y la analista me hizo pasear por un montón de pedazos de mi vida que en general satirizo, pero que en ese ámbito dieron lugar a la angustia. Justo antes de su clásico "bueno, podemos cortar acá", me dijo algo que me dejó casi temblando. Que, en algún punto, yo me había quedado chiquita en lo que a afectos correspondía. Le di la razón.


Yo no sé bien por qué me pasa esto que me pasa. A veces pienso que tal vez exijo demasiado del mundo emocional y que por eso es imposible llegar al nivel de mis expectativas. Otras veces se me ocurre que soy súper normal, funcional y adaptada y que, en realidad, mi percepción tergiversa los hechos para no aburrirme tanto. Lo que sí sé es que guardo una intensidad que me desborda cuando la dejo salir a la luz. Me quema sentir al otro, me desarma exponerme de ese modo; me pongo eufórica, pierdo la compostura.
No sé cómo se hace para que algo supuestamente normal no me revolee contra la pared de mis defensas.

viernes, diciembre 02, 2011

Hasta hace un año hubo un bar en Chaco y La Plata que era muy lindo. Supe la dirección después de haberme mudado al barrio. Antes de eso, siempre lo encontraba de casualidad, en esas caminatas larguísimas cuando salía con algún chico. Sabía que quedaba cerca de Parque Rivadavia, pero nunca me ocupaba de fijarme en qué calles; un poco porque me gustaba la idea de lugar mágico que aparece sólo cuando tiene que aparecer y otro poco porque estaba distraída con el flaco de turno.

Cuando Fulano me invitó a tomar una cerveza después de muchos años de no vernos, me dijo de encontrarnos en la esquina del bar ese. Con él había ido la primera vez, a sentarnos en el sillón enorme que estaba yendo para el fondo, un domingo que ya anochecía.
Hacía un frío que no puedo poner en palabras. Caminé las 10 cuadras a ritmo de maratonista, con los pies helados y las manos temblequeando. ¿Saben qué pasa cuando una llega a una esquina para encontrarse después de siete años con el primer chico con el que una se animó a algo más que revolcarse; el primero que se le presentó a las amigas; el primero que desestructuró el jenga de prejuicios y caprichos de pendeja tratando de escapar de la adolescencia? Nada sucede, salvo una sonrisa que transforma toda la cara y un abrazo fuerte en puntas de pie.
No nos pudimos sentar en el mismo sillón, había unos pibes ocupándolo. A veces es lindo ponerse al día con alguien después de tanto tiempo. Cuando lo que importa es la reflexión acerca del devenir y no la enumeración de éxitos, fracasos y anécdotas. Estructura por sobre contenido. Más tarde nos fuimos a casa, a tomar whisky para entrar un poco en calor. Él hablaba mientras yo iba poniendo excusas para acortar la distancia que había entre ambos. Él hablaba y yo no podía parar de mirarle la boca y dejarme encantar por el tono de su voz, grave -gravísimo- y acolchonado. Él hablaba y yo sabía que ninguno de los dos iba a dar el primer paso en lo que quedaba de madrugada, porque medirse reporta placer, porque la espera alimenta el deseo. Antes de pedirme que le fuera a abrir la puerta, me agarró de los hombros y me dijo "Ce, hay que pegar el salto".

Cuando cinco meses después estábamos en el balcón de su casa poniéndole fin al revival primaveral que habíamos venido teniendo, me habló de esa noche. De mi oscilación entre una vulnerabilidad -nueva en mí para él- que lo desarmaba y mis esfuerzos por mantener la guardia alta. Yo dejaba que un tercio de mi cuerpo colgara hacia abajo, mirando a la gente que caminaba por Juncal, sin contestarle nada pero pensando en que esa oscilación nunca había cesado, que el conflicto entre esas dos variables era una constante y que, en pocas palabras, con él la había cagado hasta el punto de no retorno. Pensé también en mi incapacidad para pegar saltos.
Preferí contarle que hacía unas semanas había pasado con el 15 por la cuadra del bar y que lo habían cerrado.

martes, noviembre 29, 2011

Hay un momento en el que es como si pegara un salto al costado. Es tan insoportable la sensación de ansiedad que me salgo de mí. Me doy la espalda, espero cinco minutos, respiro muy hondo y vuelvo a mirarme.
Me exijo una solución, cualquiera, no importa qué; sólo es necesario recontextualizar para no dejarme llevar por la vorágine del nunca conformarse, la espiral de la insatisfacción, el agujero negro de la desesperanza injustificada.
Entonces, empieza el brainstorming esquizo. Me tiro a mí misma propuestas de toda clase, perniciosas, inútiles. Me induzco a manotear cualquiera y a actuar en consecuencia. Me entrego y opongo resistencia al mismo tiempo; la paso mal, muy mal. De todos modos acciono -o reacciono-. Me desubico, tomo decisiones apresuradas, huyo, me aislo.
Después, salgo, me emborracho, cocino, cojo, como, bailo, canto, río, me drogo, duermo, escribo, me toco y pienso. Como si nada. Como si no supiera que al correr la cortina, levantar la alfombra, espiar por la cerradura, me voy a encontrar con eso, escondido a medias.
Me hago la boluda hasta que cualquier ruidito, alguna frase, una canción, echa luz sobre lo mismo de siempre.
Y de vuelta lo mismo.
Hasta que se toque China con África.

sábado, noviembre 19, 2011

Hace un par de años se me ocurrió una idea que en ese momento me pareció una genialidad: 12 cuentos eróticos, cada uno de ellos haciendo referencia a un signo del zodíaco. Comprendo que no es una idea brillante; en todo caso, podría haber sido un proyecto decente si hubiera tenido un poco más de constancia. Solamente llegué a terminar dos, Libra y Sagitario. Libra porque era el relato de una noche que había tenido hacía unos meses y Sagitario porque me cabe el signo.
Escribiendo, me di cuenta de que yo no sabía cómo se escribía un cuento. O, mejor dicho, que quizás era completamente incapaz de escribir uno. Releí estos dos hace un tiempo y me gustan, pero me gustan porque me calientan y porque me hacen recordar buenos momentos, pero no porque sean buenos. Son como una softporn. Una mínima introducción, gente que se coge un rato y una reflexión entre pretenciosa e inútil al final. Y listo. Una cagada, si me lo pongo a pensar un poquito.
Sigo sin saber cómo escribir un cuento. Hay decenas de .doc incompletos dando vueltas por ahí.

Me di cuenta de que hablo más del hecho de escribir que lo que escribo; y de que escribo más sobre garchar que lo que garcho. Y sin embargo, todo forma un núcleo discursivo que me termina definiendo.
Escribir me calienta, la calentura me hace escribir y me comunico mucho mejor cuando cojo que cuando hablo.

martes, noviembre 15, 2011

Hace un rato un amigo me contaba que la novia -y futura esposa- casi lo echa de la casa porque él había ido a almorzar con una conocida y no le había dicho nada a ella. Él sólo había ido a comer una tarta, pero su concubina asumió que se la quería garchar; a la conocida y a todas las mujeres del planeta. Y es cierto, mi amigo se quiere coger a todo lo que se mueva y porte tetas, pero el detalle está en que no lo hace. Podría, pero no lo hace. Y no, la verdad es que a mí no me mueve un pelo que el tipo decida quedarse con una loca enferma de celos que no le permite relacionarse con mujeres por no soportar la certeza de que él le quiere dar murra a todas. A todas. Él me decía que no entendía nada, que hacía ocho años que estaba con ella, que la elegía como su mujer y que por nada en el mundo iba a violar su confianza; que cómo podía ser que ella fuera capaz de mandar todo a la mierda por algo tan insignificante. Como no quería echar leña al fuego dando mi opinión real sobre el asunto, me pareció pertinente hacerle entender que los celos que sentía su novia no venían de la paranoia de imaginarlo a él siéndole infiel, sino de la inseguridad que le causaba tener al lado a un hombre que es un cúmulo de deseo constante. Toda relación es un triángulo -ya lo decía Lacan- y, a veces, esa tercera pata es simplemente un concepto. Mi amigo se hizo el pelotudo después de mi monólogo acerca de la triangularidad, los celos y las prisiones que impone la idea de amor romántico en estos tiempos. Siempre me hace lo mismo; menos mal que lo quiero mucho.
Me quedé un poco indignada con el asunto. ¿Cómo puede ser que la mina esta no se dé cuenta de que necesita una terapia urgentemente? ¿Por qué él sigue dándole soga a una comportamiento que sólo empeora si no es tratado? ¿Por qué la gente se embarca en relaciones que anulan esferas enteras de su personalidad? ¿En pos de qué? ¿Realmente se está priorizando "el amor" o es más cómodo hacer el caminito del casamiento, los hijitos y esconderle a la esposa las fantasías de promiscuidad orgiástica? Porque cuando me indigno por estos asuntos, me pongo muy Carrie Bradshaw con Luna en Acuario y tendencias a la vida en comunidad.

Unas horas después, abrí el facebook. Entré -como hago cada tanto- al muro del ex que es ex dos veces; el ex saturnino, que aparece cada 7 años y me perturba la vida. Y ahí estaba toda la información. Ella hace esas danzas extrañas y da masajes y es toda etérea y espiritual. Le publica canciones cursis y lo etiqueta en fotos en las que está sólo ella. Abrí grandes los ojos, la boca. Me convertí en Medusa y en Úrsula de La Sirenita. Me poseyó el despecho de todas las mujeres del mundo. Como en trance, empecé a recitar un mantra de exabruptos frente al monitor. Los celos nacidos de lo absurdo se apoderaron de mis sentidos. Me dejé ser en ese estado durante un rato; ya entendí que no tiene mucho sentido tratar de contener la avalancha de inseguridad, tristeza e ira. Se me pasó en cinco minutos, me acordé de por qué no estamos más juntos, de la distancia, de los baches, de las necesidades completamente dispares. Para sellar la reconciliación con mi espíritu y mi mente, le di un block eterno y cerré la pestaña.

Ahora estoy en paz. Conmigo, con mi doble ex y con mi amigo; pero especialmente, estoy en paz con la futura esposa que se vuelve loca de celos.
No la juzgo más.
Me quedo en el molde.
Lo prometo.

domingo, noviembre 06, 2011

Tenía el bar ese de la esquina que era el comodín. De día: licuado, apuntes de psico y avistaje de estudiantes de Ciencia Política. De noche: cerveza y citas.
Ahí lo llevé la primera vez que salí con Tomás. Nos tomamos siete Heineken y nos besamos como adolescentes desesperados. La camarera reponía el platito con maníes y nos miraba de reojo con un dejo de envidia. Tomás era muy lindo y a mí no me importaba que me mordieran el cuello en un lugar público.
Después, nos fuimos caminando por Río de Janeiro -hacia Rivadavia-, parando en cada mitad de cuadra para turnarnos en estampadas varias contra los umbrales de las casas. Cuando llegamos al telo nos dijeron que había cinco parejas esperando y que la demora era de, al menos, una hora. Horribles esos tiempos en los que vivía con mis abuelos y no quedaba otra más que hacer tiempo hasta la hora del pernocte. Tomás me propuso no esperar y tomar un taxi para el lado de Congreso -A.K.A teloland-; antes de parar un tacho, me llevó al costado de las vías del Sarmiento, me apoyó contra un enrejado y me sacó la bombacha. Se la guardó en el bolsillo del jean mientras sonreía y me acomodaba detrás de la oreja un mechón de pelo que me venía tapando la mitad de la cara.

Salimos del hotel al mediodía y caminamos por Independencia hasta encontrar un bar de viejos medio mugriento pero con mesas de madera. Los dos odiábamos la fórmica. Mientras tomaba el exprimido de pomelo me di cuenta de que con el sol los ojos se le ponían verdosos. Él me agarraba la mano que tenía libre y miraba para la calle, mientras la luz le jugueteaba en el iris, formando un dibujo de caleidoscopio color verdemiel.

Nos pusimos de novios. Yo me mudé a esta casa, él se fue para el lado de Nuñez. Me cuidó mientras estaba enferma, le cociné ravioles con estofado, vimos muchas películas tontas en el cine, jugamos partidas interminables de tutti frutti, escuchamos Le Tigre y Beastie Boys por decenas de horas, nos dimos panzadas grotescas con las milanesas que le preparaba la madre, cogimos a cualquier hora y en cualquier lugar. Me enseñó a descorchar botellas sin sacacorchos y el porqué de la caída de las tostadas sobre el lado de la manteca. Le expliqué su carta natal y le presté libros de Nick Hornby.

Un día me dejó.
Nunca más volví al bar que estaba a un par de cuadras de Sociales y del Parque Centenario.
Nunca más lo volví a ver a él. Mentira. Una vez, temprano a la mañana, desde un 141, parado en la esquina de Acoyte y Rivadavia. Barbudo, espléndido.

Menos mal que no usa Facebook.

sábado, octubre 29, 2011

Tenía cuatro años. Sé que a esa edad ya sabía que mi papá no era el biológico, que todos en la familia de él estaban al tanto de la situación y que trataban de hacerme sentir lo más cómoda posible. Era Navidad y yo no tenía ganas de estar ahí, me sentía lejana, ajena, angustiada. No pertenecía a esa parte de la familia; ni siquiera eran mi familia. Mi familia era otra cosa, más relajada, más alegre, más auténtica. Y, por sobre todas las cosas, en esa casa de gente que no era mi familia, yo no era el centro de atención; supongo que era eso lo que me más molestaba. No era la preferida de esos otros abuelos, tan distintos a los padres de mi mamá; a nadie le importaba qué me parecía interesante ni que me supiera de memoria la capital de Albania o los nombres de los planetas del sistema solar. Desde ese margen los observaba, triste.
A mi abuelo se le ocurrió que todos dejáramos un mensaje grabado en un aparato que mi tío acababa de comprar y con el que mis primos jugaban a darle al REC, putear sin sentido, rebobinar, escucharse y reír como monitos drogados. A mí me tocó última, porque era la más chica.
"Yo... Yo quiero decir que estoy muy emocionada y... y...".
Y ahí me largué a llorar.

Mi mamá me abrazó sin entender mucho qué era lo que me pasaba, nunca fue muy buena descifrando mis vaivenes emocionales.
Mi papá también me abrazó.
Mis primos me cargaron hasta que cumplí quince.
Pensaron que me había puesto así porque era la primera navidad que pasaba con ellos. Yo lloré porque empezaba a sentir el peso de una historia que no me pertenecía y aun así me afectaba más de lo que podía tolerar.

A veces solamente quiero decir que estoy muy emocionada, largarme a llorar y que alguien me abrace aunque no entienda del todo qué me pasa. Pero me quedo en el margen, un costado imaginario, y observo, triste.