El Morochón era una bomba. Medía como dos metros, le estaban empezando a salir canas y tenía una mirada de ojos bien moros que me dejaba pelotuda. Él quería hablar de su producción artística a como diera lugar y yo, con mis 22 recién cumplidos, lo miraba embelezada, proyectando un futuro juntos de bohemia, mientras él monologaba sobre instalaciones, fotografía, guiones y poemas. Sospechaba que era puro blablá, que de arte sólo tenía las ganas, pero no me importaba nada, porque me llevaba un montón de años, era enorme, seductor y cuando menos lo esperaba me decía que inclinaba el cuello de manera exquisita (sic) o que tenía ojos para ser mirados bien de cerca, a distancia beso.
Vivía lejos, en lo profundo de Zona Norte, pero tampoco me importaba eso. Cargaba el morral con algún libro y hacía la combinación subte y 59 que me dejaba casi en la puerta de su casa y me bancaba la hora y media de viaje. El problema era a la vuelta, a altas horas de la madrugada, porque en esa época no había manera de hacerme dormir acompañada. Me pedía un remis y yo bajaba la ventanilla para tirarle un beso mientras el auto arrancaba.
Me dejaba sentarme en su regazo para que le pintara los ojos, me armaba porros y playlists maravillosas. Me besaba durante horas, me leía fragmentos de escritores beat y yo me sentía absolutamente deseada y cuidada; probablemente por eso nunca terminó de conmoverme el Morochón. No me movía ni un pelo a nivel emocional. No hubo caso.
Fui desapareciendo de a poco y aunque en algún momento pidió explicaciones, fueron de compromiso; la realidad es que me dejó ir sin problemas.
Hace un tiempo me lo sugirió el facebook. Pero no, cuarentones no. Todavía me siguen gustando los treintañeros.
No me sale llamarlo "eso"
Hace 12 años.
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