Mostrando las entradas con la etiqueta alma de budín y corazón de bolero. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta alma de budín y corazón de bolero. Mostrar todas las entradas

miércoles, abril 04, 2012

Venía leyendo el libro de un poeta que es el novio de la amiga de una amiga -o alguno de esos parentescos fraternales que tanto cuesta enunciar sin perderse- y de repente me di cuenta de que me estaba poniendo a llorar. Estaba en el 180, casi llegando a casa y no pude evitar emocionarme. Cerré el libro, respiré profundo y esperé a que diera la vuelta por Alberdi para pararme y apoyar la mano sobre el timbre. Mientras, trataba de entender por qué me había desbordado la lectura. Primero llegué a la conclusión de que ando muy al borde del desborde últimamente y después reconocí que muchas de esas cosas de las que hablaba este chico en sus poemas alguna vez las había sentido. Y sí, más allá de la melodía y el humor, de su sensibilidad en la elección de palabras y todas esas cosas maravillosas, la identificación siempre me pega.

Entré a casa, le di de comer a Koshka, tomé un vaso con agua y largué el llanto que había tratado de detener en el 180. Ahí recordé la única poesía que escribí (si dejamos de lado las de la pubertad, llenas de rimas y muy parecidas a letras de canciones de Thalía). Está como posdata de un mail muy muy largo que le mandé a un chico muy muy lindo con el que salí unos meses hace un tiempo. Es un mail de agradecimiento y confesión, de lo más honesto que escribí en la vida. Y ahí, al final, seis versos. Toda yo en seis versos; un poco tierna, un poco atrevida, un poco cliché.
Lloré de vuelta, como para seguir en la misma línea de emocionalidad descabellada.
Creo que a mi vida le falta un poco de poesía. Un poco más.

lunes, febrero 06, 2012

No lo sabía, no era conciente en ese momento, pero desde que me gustó Javier en salita de 4 mi vida estuvo -en cierta medida- determinada por los intereses ajenos. Y la que diga que no aprendió cosas nuevas, estimulantes y maravillosas gracias a los tipos que le gustaron, es una mentirosa o una pobre mina carente de ambición que se cruzó sólo con chatos.
Primero fue Javier, entonces, que me enseñó que cuando se jugaba a la casita había que dedicarle un momento a la cocina y a la hora del almuerzo, porque su mamá preparaba las milanesas más ricas del mundo. Yo le creí, aunque nunca me invitó a su casa. Después, ya en primer grado, llegó Juan Pablo, que me hizo entender que ser perseguida era parte del cortejo. Él salía disparado detrás de mí apenas tocaba el timbre del recreo, para perseguirme por todo el patio, tratando de enchufarme un beso en la frente o bajarme la vincha y despeinarme; también hablábamos de construcciones con lego, el programa de Flavia y el nombre raro de la maestra.
De todos modos, la primera vez que me enfrenté realmente con mi ignorancia ante el conocimiento ajeno fue en 1993, la primera vez que Juan Pablo (otro, diferente del de primer grado) me habló de dinosaurios. Yo sólo había visto Jurassic Park y me consumía la curiosidad, así que me fui hasta la feria de Parque Centenario y me compré un libro que más o menos explicaba todo. Juan Pablo se sentaba conmigo, así que teníamos ocho horas por día para discutir y consensuar acerca de eras, bichos fantásticos y extinciones.
Con Enzo aprendí de autos, con Damián, de extraterrestres y comics, con Esteban de X-men y familias funcionales. Alejandro me tradujo canciones de The Doors, Iván me explicó el reglamento de hockey, Alberto me ayudó a entender el peso específico de las sustancias y el goce en la melancolía. Nahuel me hizo descubrir las costumbres de la religión musulmana y el destornillador con vodka de 3 pesos la botella y jugo tang. Francisco me enseñó a apreciar a los Rolling Stones, Matías me hizo una introducción al judaísmo y Gonzalo me ayudó a dibujar con perspectiva. Y esos fueron sólo los amores platónicos de la pubertad y la adolescencia.
Más grande, pulí el talento, afiné la puntería y aprendí a escribir usando todas las tildes, a discutir sobre películas de Kevin Smith y arcos argumentales en guiones pocohocleros y series de 24 por temporada. Me metí en el mundo de la física cuántica y en el del ocultismo. Visité museos; leí a Bukowski, a Carver, a Bulgakov, a Hrabal, a Palahniuk, a Hornby, a Salinger, a Beckett, a King, a Le Guin, a Coupland, a Whitman;supe por qué la tostada caía del lado de la manteca; aprendí a cantar al oído canciones de Patti Smith, Barry White, Dylan, Charly, Fiona Apple y Joni Mitchell.
Aprendí a hacer cantos védicos, pasteles de papa, dobladillos a pantalones, dibujos llenos de colores, regalos de ferias americanas, caminatas sin rumbo pautado, barquitos de envoltorios de caramelos sugus, esculturas con papel metalizado de atados de cigarrillo, brownies, porros desarmados, té de yuyos recién arrancados, escenas de minita y masajes.
Y así, como veleta que va para donde pega el viento, fui creando identidad a partir de esos pedazos que ellos me dejaron sin darse cuenta. Se armó un camino sustentado en la curiosidad propia y el deseo de desentrañar la curiosidad del otro. Me convertí en el Frankenstein de una comunidad desconocida por sus propios miembros. No sé hasta qué punto soy, cocino, escribo, cojo, leo, canto y río por haberme quedado con un cachito de cada uno; quizás porque fue la única manera de seguir adelante cada vez que me dejaron, ignoraron, rechazaron, se fueron lejos o dejaron de interesar.

La melancolía es arrojar sobre el objeto una sombra de significación que lo supera, otorgándole al adorno una importancia desproporcionada.
Milito la melancolía desde salita de 4.

domingo, noviembre 06, 2011

Tenía el bar ese de la esquina que era el comodín. De día: licuado, apuntes de psico y avistaje de estudiantes de Ciencia Política. De noche: cerveza y citas.
Ahí lo llevé la primera vez que salí con Tomás. Nos tomamos siete Heineken y nos besamos como adolescentes desesperados. La camarera reponía el platito con maníes y nos miraba de reojo con un dejo de envidia. Tomás era muy lindo y a mí no me importaba que me mordieran el cuello en un lugar público.
Después, nos fuimos caminando por Río de Janeiro -hacia Rivadavia-, parando en cada mitad de cuadra para turnarnos en estampadas varias contra los umbrales de las casas. Cuando llegamos al telo nos dijeron que había cinco parejas esperando y que la demora era de, al menos, una hora. Horribles esos tiempos en los que vivía con mis abuelos y no quedaba otra más que hacer tiempo hasta la hora del pernocte. Tomás me propuso no esperar y tomar un taxi para el lado de Congreso -A.K.A teloland-; antes de parar un tacho, me llevó al costado de las vías del Sarmiento, me apoyó contra un enrejado y me sacó la bombacha. Se la guardó en el bolsillo del jean mientras sonreía y me acomodaba detrás de la oreja un mechón de pelo que me venía tapando la mitad de la cara.

Salimos del hotel al mediodía y caminamos por Independencia hasta encontrar un bar de viejos medio mugriento pero con mesas de madera. Los dos odiábamos la fórmica. Mientras tomaba el exprimido de pomelo me di cuenta de que con el sol los ojos se le ponían verdosos. Él me agarraba la mano que tenía libre y miraba para la calle, mientras la luz le jugueteaba en el iris, formando un dibujo de caleidoscopio color verdemiel.

Nos pusimos de novios. Yo me mudé a esta casa, él se fue para el lado de Nuñez. Me cuidó mientras estaba enferma, le cociné ravioles con estofado, vimos muchas películas tontas en el cine, jugamos partidas interminables de tutti frutti, escuchamos Le Tigre y Beastie Boys por decenas de horas, nos dimos panzadas grotescas con las milanesas que le preparaba la madre, cogimos a cualquier hora y en cualquier lugar. Me enseñó a descorchar botellas sin sacacorchos y el porqué de la caída de las tostadas sobre el lado de la manteca. Le expliqué su carta natal y le presté libros de Nick Hornby.

Un día me dejó.
Nunca más volví al bar que estaba a un par de cuadras de Sociales y del Parque Centenario.
Nunca más lo volví a ver a él. Mentira. Una vez, temprano a la mañana, desde un 141, parado en la esquina de Acoyte y Rivadavia. Barbudo, espléndido.

Menos mal que no usa Facebook.

lunes, junio 27, 2011

Ayer cuando me desperté como a las cuatro de la tarde me desilusioné un poco. No tenía resaca, no estaba engripada después de haber chupado mucho frío la noche anterior, ni sentía remordimientos por comportamientos vergonzosos. Me desilusioné porque en el momento en el que abrí los ojos supe que iba a ser un domingo cliché y quería tener al menos una excusa para estar tirada todo el día fumando metida en la cama.
Así que miré la pared mucho tiempo, seguí con la lectura de El Pasado, miré Ghost World, escribí y sentí La Nada en su estado más opresivo y repugnante.
Hoy me desperté peor, al borde del llanto constantemente. Llegué a la librería, me vine para mi compu que está atrás de todod y me cubre de la mirada de los otros para poder llorar tranquila. En un momento vi que mi jefe se levantó para decirme algo y apenas pude pasarme las palmas de las manos por las mejillas para secarme un poco, pero el tipo, como ni enterado de mis ojos rojos e hinchados siguió hablándome como si nada de unos cheques. Por un instante me llené de bronca. ¿Cómo no me preguntaba qué me pasaba? ¿Cómo podía ser tan desalmado? Pero inmediatamente me di cuenta de que es lo mejor que puede suceder. Porque ¿qué le iba a decir? ¿Que me estoy por indisponer y que probablemente era algo hormonal? ¿Que me gustaría que me llame un chico pero como no lo hace me frustro? ¿Que a veces me desbordo emocionalmente porque el resto del tiempo no me permito bajar la guardia ni por un segundo? Entonces, mejor que no le importe, porque realmente no estoy interesada en que mi jefe conozca mis problemas, menos cuando no puedo ni explicarlos.
Después me quedé sola y me calmé, hablé por teléfono con mi mamá, me pasó una erceta de puchero y me dijo que me quería mucho. Puchereé después de cortar, porque a veces me emociona que me quieran así de mucho. Y ahora se me llenan los ojos de lágrimas mientras escribo esto porque estoy convertida en un ser ultrasensible que se conmueve con absolutamente todo.
Esto es insoportable, que alguien me usurpe las hormonas.

jueves, junio 09, 2011

Hace un rato un amigo me contó que le va a proponer casamiento a la novia. Me puse muy contenta por él, que es romántico, le gusta ser romántico, disfruta teniendo ese tipo de gestos y lo está haciendo con absoluta seguridad y convencimiento. Pero, claro, el mundo gira alrededor de mí, mi ombligo es un centro gravitatorio, así que no pude evitar empezar a pensar en el asunto desde mi perspectiva; lo ficticio que me parece hacer una propuesta así, el disparate de gastarse dos lucas en un anillo de compromiso, lo absurdo de preparar una fiesta que vale una fortuna -mucho más que lo que pueden juntar en regalos, dejémonos de joder con esa excusa-. También me di cuenta -como lo hago un par de veces por mes- de que nosotros dos vivimos en dimensiones paralelas, que lo que nos une es una comodidad en presencia del otro, pero nada más. Y qué jodido esto de estar feliz por alguien a quien quiero, pero al mismo tiempo tener este cúmulo de juicios de valor a punto de escaparse por la punta del índice acusador. Porque sí, entiendo que pertenecemos a mundos completamente opuestos, porque él eligió abandonar su música y meterse a estudiar una carrera gris en una facultad nefasta y porque yo nunca pude más que hacer sólo lo que me gusta y gratifica, a riesgo de ser la persona que menos se esfuerza en el mundo. Comprendo que él haya elegido eso, porque es sano, bueno, poco neurótico y viene de una de esas familias con almuerzos todos los domingos a la misma hora y una madre amorosa que le puso el límite a los alcances del Edipo en el punto justo. Y también me comprendo a mí y mis elecciones, porque TODO lo convierto en objeto de análisis exhaustivo y vengo de una familia que es un clan de gitanos, con una madre que nunca pudo pasar un domingo conmigo, ni llevarme a un cumpleaños y me mandó a vivir con mi abuela la mitad de mi infancia, y un padre biológico del que no sé ni el apellido, que está escondido detrás de todas las mentiras de mi madre y las versiones de los hechos de mis tías. Así, que sí, entiendo, entiendo todo y por eso me pongo contenta por mi amigo y me dan ganas de abrazarlo, aunque me tenga que conformar con llenarle de emoticones el messenger.
Entonces, quizás ninguno de los dos esté eligiendo mal, ¿no?. Aunque yo piense que se está condenando desde hace diez años a una vida que le queda chica. Aunque él nunca deje de decirme que me complico demasiado con variables desubicadas a su parecer. Aunque él se entregue a la búsqueda de un estilo de vida que a veces me resulta frívolo (ok, a veces se lo envidio, lo reconozco). Aunque él no entienda que no tolero condiciones por fuera de mis ideales y que eso da por resultado una vida austera y sin muchas ambiciones de corte material (ok, a veces me lo envidia, lo reconoce). Y es en este juego de contrastes tan notorios que me encuentro un poco a mí misma y a la gente que quiero. Porque más allá de los antagonismos obvios, hay algo más allá: la capacidad y voluntad de poner amor en cada acto. Y en eso sí somos iguales. El amor con el que él encara su relación de pareja me hace tener esperanza en la humanidad toda. El amor que yo le puse (y pienso seguir poniendo) a cada una de esas decisiones que tomé y me cambiaron la vida, me hace tener fe en mí.
Si me pongo en boba, me imagino una escena muy cursi, muy de peli yanqui, en la que yo hago tintinear una cucharita contra una copa de champagne, para pedir silencio y despacharme con un discurso parecido -no tan narcisista, claro- a lo que escribí acá arriba el día de la boda.
Pero, claro, a ninguna novia le cabe que entre los invitados esté la minita que su flamante esposo se garchaba antes de conocerla.

lunes, junio 06, 2011

Hoy soñé que estaba en mi cama, tal como me había quedado dormida, que tenía los ojos cerrados y que si estiraba las manos, podía tocar la cara de un hombre con barba y labios carnosos. Sabía que estaba soñando y, por eso, también sabía que si abría los ojos, seguramente me iba a encontrar solamente con una pared frente a mí; así que seguía palpando, le acariciaba el labio inferior con la mano izquierda, mientras que apoyaba en su cuello la derecha. Lo que tienen de particular este tipo de sueños son las texturas. Yo no soñé que tocaba un rostro con una barba de tres días, toqué esa cara, sentí la aspereza, todavía lo siento en las manos. Es lo más cercano a la realidad y lo más despojado de simbolismo que puedo experimentar mientras duermo, por eso no quise abrir los ojos; porque cada vez que me sucedió algo así, el querer agregar un sentido a la experiencia dio como resultado el retorno brusco a vigilia. Pero, por otro lado, tenía que saber a quién estaba tocando, mi curiosidad actúa antes que yo muchas veces. Entonces, en el sueño, abrí los ojos. Y ahí estaba, alguien a quien nunca vi. Un hombre de treinta y pocos, muy blanco, ojos marrones y una boca que daban ganas de morder. Él me miraba fijo, sin ninguna expresión definida, dejándose manosear la cara con una calma sorprendente.
Me asusté. Lo tengo que reconocer, me cagué de miedo. De repente, no supe si estaba soñando o si un flaco re lindo se había materializado en mi cama mientras dormía la siesta. El tipo estaba ahí, lo sentía ahí, emanaba calor, me estaba empezando a mordisquear el pulgar que yo tenía a medio meter en su boca y no pude más que hacer un esfuerzo grandísimo por despertarme.
Y claro, me desperté. Abrí los ojos -esta vez los ojos-vigilia, no los ojos-sueño-, miré la pared blanca, me puse triste y volví a cerrarlos, intentando volver al estado anterior, a la barba, la boca, el chico, mis manos y su calor; obviamente, no pude. No tuve mejor idea que recordar. Otras barbas, otros chicos, otros calores. Otras cercanías, otras miradas; algunas verdes, otras negras, otras como delineadas, otras casi transparentes. Otros olores, otras expresiones y otros sentimientos, muy distantes de la tristeza.
Hice el mismo camino que hago siempre cuando decido entregarme a la nostalgia. Y cuando hablo de camino, lo digo casi literalmente. Camino por esa calle en la que corre un viento asesino sea verano o invierno, termino mi cigarrillo en la puerta, muerdo el caramelo que traigo en la boca y trago los pedacitos, toco el timbre y espero. Espero a que abra la puerta, pero también espero el momento ese en el que ya estamos cansados de coger y puedo quedarme dormida aunque me esté abrazando y mi cara esté pegada a su pecho. Espero poder recrear al menos una mínima parte de la sensación que siempre me generó tenerlo cerca; una mezcla de deseo inconmensurable, sentirme muy estúpida y muy chiquita. Como era de esperarse, logré la parte de la estupidez y un poco la del deseo, lo que me dejó en un estado de frustración un poco difícil de quitar, que no se fue con tocarme, aunque quise. Porque él no me tocaba, directamente me penetraba. Desde el momento en el que abría la puerta -en la vida real y en mis recreaciones a ojos cerrados-, se me metía adentro y no salía hasta despedirnos al otro día. Como si la puerta de esa casa fuera el mismo límite de mi cuerpo, parte de mi dignidad y mi deseo. Entrar ahí era dejar que él se diera el lujo de invadirme, penetrarme y someterme; de la misma manera en la que pensarlo es dejarme invadir, penetrar y someter por la imagen que me queda de él.
Extraño, no sé si lo extraño a él. Extraño su manera tan exquisita de faltarme el respeto. La liviandad con la que pasaba por alto mi discurso neurótico y apelaba a lo más primitivo que hay en mi, de la forma más chabacana y divertida. Extraño la saciedad después de haber pasado una noche con él y también extraño las ganas imposibles de aplacar que solo lo tenían a él como objeto; extraño no poder reemplazarlo con nada ni con nadie. Por eso siempre el mismo caminito, la búsqueda de esa intensidad sin llegarle ni a los talones; las mismas escenas, imaginarme las mismas miradas, obsesionarme con las mismas frases, una y otra vez. Noches y noches y noches intentando algo que solo es posible si entro en esa casa, no con mi mente, sino con mis piernas, mis pies y toda yo. Solo posible si me dejo avasallar por sus faltas de respeto que ofenden por lo inofensivas, por su liviandad inherente y por su habilidad para hacerme sentir deseada, estúpida, sometida y maravillosa, todo al mismo tiempo.

Cómo será de fuerte que ya perdí el hilo de lo que quería contar. Lo que quería contar era que soñé con un tipo, un desconocido, pero terminé poniendo la carga del sueño en otro, que sí conozco, y que se me arruinó un cacho del domingo.
Después puse Talking Heads y me sentí mucho mejor.

lunes, febrero 21, 2011

Hasta tercer grado fui a una escuela alemana. Alemana y privada. Yo no entendía una goma de alemán, me rompía las pelotas tener pegada la vincha roja a la cabeza para que no se me desmadraran los rulos y me aburría muchísimo; así que cuando mi mamá me dijo que me iban a cambiar de colegio, mucho drama no me hice. Creo que ya desde la tierna infancia se iba planteando esta necesidad de cambio que persiste hasta ahora. Estar demasiado tiempo en un mismo lugar que no termina de satisfacerme me asfixia.

Parece que justo antes de empezar cuarto grado a mi madre le informaron que iban a aumentar la cuota y, sabiendo que no iba a poder pagarla sin endeudarse, se puso a buscar otra escuela. El problema fue que era pleno febrero y casi todos los cupos de los colegios cercanos a mi casa estaban llenos. Empezó a ampliar el radio barrial y terminó consiguiendo una vacante en una primaria detrás de Parque Centenario.

En un principio, mi mamá se levantaba a las 7 de la mañana, me traía el desayuno a la cama y nos tomábamos el subte B desde Pasteur hasta Ángel Gallardo. Ya promediando el año, la que se levantaba para llevar el desayuno era yo, eso cuando dormía en mi casa; en general, me quedaba en lo de mis abuelos, que vivían -y viven- a dos cuadras del parque. Como era de esperarse, para septiembre yo sólo veía a mis papás y a mi hermana una vez por semana; el resto del tiempo, con los abuelos, siendo malcriada. Mi abuelo sí entendía que yo no podía tomar cosas calientes a la mañana y me despertaba con el jugo de naranja recién exprimido y un abrazo. Mi abuela me daba plata ilimitada para stickers y me dejaba apoyar la cabeza en su regazo para ver la tele. Yo era feliz viviendo con mis abuelos y ni siquiera me daba cuenta de que no me importaba no ver a mi mamá por días y días. Con la misma soltura que había dejado el schule -sin lágrimas, sin posterior nostalgia-, me desprendí de mi mamá, mi papá y mi hermana; de mi cuarto y mi casa.
Antes de entrar a sexto grado me volvieron a cambiar de escuela. Mi madre sentía que cada vez había más distancia entre nosotras. Ya hacía un par de veranos que cuando llegaban las vacaciones yo armaba el bolso y me iba a pasar el verano entero a Pinamar; de vuelta, lejos de mi familia más cercana durante meses. En resumen, sintió que perdía a la primogénita y se la llevó para el nido de vuelta. Nuevamente, de mi parte no hubo quejas. Bah, nunca dije nada, porque sabía que no correspondía, pero la verdad es que yo prefería vivir con mis abuelos. No sólo por tener jugo recién exprimido todas las mañanas y un regazo mullido a mi disposición todo el tiempo, sino porque no me sentía parte de mi familia. A mi papá no lo llamaba "papá" y no tenía influencia directa sobre mi educación; mi mamá era un ser tan irritante como irritable, que cambiaba de humor como de bombacha, que podía pasar de la dulzura más enternecedora a la furia más desenfrenada sin detonante aparente; mi hermana era muy chica y demasiado traviesa, no teníamos espacios comunes. Completamente al margen, así me sentía; desatendida, incomprendida, lejana. Y por sobre todas las cosas, no involucrada. Si no los veía en meses -como sucedía en las vacaciones-, no los extrañaba. Si tenía que elegir dónde pasar mi tiempo libre, siempre elegía la casa de Parque Centenario, la de os jugos y regazos. No sé hasta qué punto había sentimientos negativos. Me duele reconocerlo, pero no sé si había sentimientos de alguna índole. Por algún motivo, no me eran indispensables.

Diez años después, mi mamá me echó de casa. Lo que yo deseaba desde chica -no vivir ahí- lo transformó en un acto de violencia. Me dio la oportunidad de condenarla y decirle todas las cosas que venía atragantándome desde que tenía uso de razón. Ella aprovechó para echarme en cara todas las veces que la había desilusionado con mi falta de ambición y compromiso. Viví con mis abuelos tres años más, desde los 21 hasta los 24, y desde ahí, a dos cuadras de Parque Centenario, fui construyendo el vínculo que tengo ahora con la mujer esta que me parió, que no será el más sano, pero se sostiene por amor. A mi papá empecé a llamarlo así después de cambiarme el apellido; porque aunque me haga la progre me parece que sí necesito las etiquetas. Con mi hermana nos fuimos volviendo cómplices a la distancia, viéndonos de vez en cuando pero conteniendonos si era necesario; hasta que el año pasado me la traje a vivir conmigo y a veces no me entra en la cabeza que haya sido alguna vez la pendejita que me hacía la vida imposible.
Y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa y yo empiezo con mi monólogo sobre el buen hablar, el absurdo del matrimonio, el machismo en las mujeres o la Luna en Acuario, me siento parte de algo. Cuando no veo a mi papá por tres semanas, extraño hablar sobre películas y Paul Auster, lo extraño a él. Cuando alguien me rompe el corazón y me siento diminuta frente al monstruo de mi incapacidad afectiva, llamo a mi mamá, porque es la única que me tranquiliza.

Yo había empezado escribiendo esto para contar que en quinto grado me sentaron al lado del peor del grado y que nos terminamos haciendo amigos.
Me estoy convirtiendo en una flojita.

miércoles, febrero 02, 2011

Siempre me jacté de no ser celosa hasta que el gato de mi abuela se llevó una concubina -felina, por supuesto- al patio de la casa de Villa Crespo en la que yo viví con ellos -mi abuela y el gato, sin concubina felina- durante tres años. Tres años en los que compartí tardes y latas de atún con ese animal. Inviernos en los que me calenté los pies con él sobre las mantas. Veranos en los que nos tiramos en el sillón debajo del ventilador. Tardes en las que me hizo compañía mientras leía o estudiaba. Mi gato preferido en el mundo. Un amor profundo y comprometido era el que teníamos el uno por el otro. Hasta que apareció la turra esta con su cara de loca y su fertilidad productora de animalitos por doquier.
Ahora, él ya ni nos presta atención. Es un padre de familia, un esposo fiel. Cada vez que voy a lo de mi abuela, no me da ni cinco de bola y yo sufro en silencio. Bah, el silencio lo mantengo hasta que aparece la chirusa y le digo cosas horribles a escondidas.

Por motivos que nunca llegué a entender, el gato de mi abuela se llama Canela. Sí, Canela. Es color naranja y tiene los ojos verdes. Un verano mi abuelita nos dejó solos y yo me quedé sin plata para comprarle el alimento. Durante esos días el micho probó: revuelto de zapallitos, polenta, fideos con tuco, brócoli y remolacha; después, se borró durante dos días y yo estuve con el corazón en la boca, mirando por la ventana que da al patio, esperando su vuelta. Nos llevábamos fantásticamente y una vez me dejó que lo sacara a pasear a la calle a escondidas de su dueña. Tiene 10 años y está enorme, tiene cara de sesentón con experiencia de vida. Es lindo, es re lindo. Siempre lo dije, si Canela fuera hombre, a mí me re gustaría.

Soy celosa, soy re celosa.
Pero que nadie se entere.

martes, diciembre 21, 2010

Recién sobre el tren yendo a Tigre me enteré de que la casa del papá de Nieves quedaba a dos horas de lancha desde la estación fluvial. Debo haber puesto una cara muy particular, porque por un momento pensaron que me parecía demasiado lejos; hasta que expliqué que no, que todo lo contrario, que, justamente, lo que venía buscando era eso: a-le-ja-mien-to.
El río estaba bastante crecido y el primer día no pudimos hacer mucho más que comer tostadas con dulce de leche, tomar fernet, hacer cantos armónicos y hablar. Hablar, hablar y hablar. ¿Cuánto es que pueden hablar tres mujeres juntas? No hay límite. Si hiciéramos un esquema representativo de los temas tocados, nos quedaría un diagrama de árbol, una escala cromática, un mndala mágico, una vía láctea infinita. El sueño nos agarró relativamente temprano, así que a las 2 ya estábamos profundamente dormidas.
El domingo nos recibió con mucho sol, un vientito divino y el río bastante más bajo. Después de la preparación de la salsa criolla, las ensaldas y de la pasta de berenjenas asadas -que oficio de entrada- nos abocamos al asado propiamente dicho y no paramos de comer y tomar tinto con hielo hasta el mismo hartazgo. Creo que existe una sola característica que une a todas mis amigas: el placer ante el buen comer, el goce al cocinar.

Metido en los recovecos del ocio, el pensamiento tratando de emerger desde lo más profundo de las aguas de la negación. Como si la misma idea me hubiera llevado a aceptar sobre la hora la prpuesta de escapada. Como si hubiese sabido que tras 24 horas de descanso y armonía con el hábitat bajaría la guardia lo sufiente como para reconocerme a mí misma lo que venía esquivando desde hacía días.
Enfrentarme a las decisiones apresuradas y drásticas y reconocer que, tal vez, quizás, quién sabe, me apuré un poquito y me pasé de egocentrismo. Perdonarme, entenderme y obligarme a enmendar el error. Volver a sentir la fortaleza, respirar hondo y darme cuenta de que no es tan difícil.

Volví apenas colorada, bastante en paz y con un sentimiento de gratitud que hasta me sorprende.
De repente, me da la sensación de que estas sí van a ser felices fiestas.

martes, diciembre 14, 2010

Una noche llegué del colegio y fui derecho para mi cuarto a tirarme a llorar en la cama. Hacía unos meses que había empezado primer año y tenía el diario íntimo de Garfield lleno de poemitas chotos dedicados a Alejandro, un pibe que estaba en cuarto año y usaba un gamulán mugriento que me enloquecía.
Mi mamá se sentó en una silla y me preguntó qué me pasaba. Le terminé contando porque sabía que no se iba a tragar excusas del estilo "me saqué un 5 en geografía" o "me peleé con fulanita". Le terminé contando porque estaba absolutamente desbordada por la situación. Tanto deseo me sofocaba. Me acarició el pelo y me dijo que no tenía que llorar por nadie, que cualquiera que me hiciera llorar no me merecía. Ah, porque en el matriarcado hay que manejarse en el orden de la meritocracia; y si una no acepta tal orden resulta que se convierte en una débil, hipersensible y pisoteada solterona.
En ese momento no supe poner en palabras que lo que me estaba diciendo me parecía una estupidez enorme; que lo que necesitaba era un abrazo y punto.
Yo no lloraba porque el del gamulán mugriento no me diera bola, lloraba porque no me entraba en el cuerpo el sentimiento, porque la maravilla que me generaba la sensación de enamoramiento adolescente me llevaba a un punto de emocionalidad casi absurda. Lloraba porque estaba sintiendo, y punto.
Tardé muchos años en volver a contarle algo por el estilo. Si llorar por alguien no estaba permitido, bueno, me encerraba en el baño y lloraba en la ducha. O en la plaza antes de entrar al contraturno de computación. O en el colectivo yendo a gimnasia. O en cualquier lugar en el que ella no estuviera.


Hoy fui a visitar a mi mamá y antes de contarle que había decidido ponerle fin a vínculo que me hizo muy feliz durante los últimos meses pero que también me enfrentó a la disyuntiva repitente del quiero-más-y-no-me-lo-van-a-dar-o-corto-por-lo-sano, le recordé esa noche de 1996.
A los cinco minutos ya me estaba diciendo que no me angustiara. Como si la orden pudiera tener algún efecto a esta altura del partido. Seguí llorando y le expliqué que el llanto no venía por no poder concretar algo más con este muchacho sino por esa misma sensación de enfrentarme al sentimiento que había tenido a los trece años.

No me desarma saberme no elegida; me despedaza el hecho de saberme diferente, más sana.
Despedazada en el sentido más literal. Levantar esos pedazos de lo que fui hasta ahora y ver que debajo yace otra, entera, receptiva a su propio deseo, mucho más auténtica. Fuerte.

No sé si esto es evolución.
Sin lugar a dudas es la revolución.

lunes, septiembre 20, 2010

Tengo una especie de bloqueo culinario. Es algo terrible.
Resulta que tengo muchas muchas ganas de cocinar para un hombre, pero no se me ocurre qué. Esto pasa porque mi fuerte son los platos invernales, apenas empieza a ponerse primaveral, cagué, no se me cae ni una idea Y no, no voy a hacer cualquier cosa. Primero, porque incluso cuando cocino para mí sola me seduzco con despliegues culinarios innecesarios pero absolutamente gratificantes. Segundo, porque siento que debo retribuirle a este muchacho todas las atenciones que tiene conmigo.

Entonces, vos, lector o lectora de It's my party and I cry if I want to (¿no te empieza a sonar la cancioncita en la cabeza? Porque a mí sí), copate, ayudá a esta humilde servidora que quiere agasajar a un señor de lo más apuesto, sensible, perceptivo y extremadamente observador.
¿Qué le cocino?

sábado, agosto 28, 2010

No sé si es porque dormí apenas 3 horas o si me da vergüenza reconocer ciertas cuestiones, pero la cosa es que podría escribir los versos más felices este mediodía y no me termino de animar. De veras, versos ("the horror", diría Conrad). Podría escribir poesías -etéreas, eternas- inspiradas en la salsa taratur y las berenjenas ahumadas; odas al modo ese que tiene de tocarme. Panegírica estoy y no me reconozco. Mejor agarro mi cuadernito y que nadie se entere de nada.


En otro orden de cosas, un muchacho con el que me vi un par de veces el año pasado SE DISCULPÖ por haberse borrado sin haber dicho siquiera chau. ¿Entienden la envergadura del asunto? Probablemente no, porque seguro que ustedes no tuvieron los primeros siete meses del 2010 minados de desaparecidos en acción, pero como yo sí, y sufrí como una marrana, se me llenó el corazón de gratitud ante tan noble gesto.


Me voy a dormir la siesta.

jueves, agosto 26, 2010

Ayer mientras mi hermana lustraba sus botas -sí, mi hermana lustra sus botas- y yo le explicaba cómo se hace una rica vinagreta para una ensalada, nos dimos cuenta de que nuestra madre es buena cocinera, pero tampoco la pavada. Y qué golpe tan tremendo ¿no? Porque una va por la vida asegurándole a la gente que no-sabés-cómo-cocina-mi-vieja, creyendo que Doña Petrona parió este cuerpito y resulta que no. Resulta que la lechuga sólo con aceite y sal y el puré sin nuez moscada. ¡El puré sin nuez moscada! Eso sí, la tortilla de papas, una maravilla; y ni hablar de las masas de pizza y tarta. Digo, mi madre es una madre como cualquier madre, que a veces cocina un pernil de cerdo durante 14 hs para festejar Año Nuevo y otras hace una polenta que podría usarse para fabricar ladrillos.
Pensaba en esto hoy, mientras buscaba tahini por todo Caballito, desesperada. Después la gente se sorprende cuando digo que mi barrio favorito es Villa Crespo; sólo tengo tres cosas para decir al respecto: sanguchitos de pastrón y pepino en cualquier panadería, pletzalej realmente decentes y el barcito de la esquina de Sarmiento y Río de Janeiro donde se pueden avistar estudiantes de Ciencia Política. De más está decir que me fui a tres negocios de cosas ricas y a dos dietéticas y del tahini ni noticias. Recién a dos cuadras de la librería, en el árabe buena onda que me provee almuerzos en forma de sandwichs de falafel, conseguí un bendito frasco.
Así que mañana me levanto tempranito para preparar el hummus y la pasta de berenjenas, el pollo con salsa de yogurt que completará la cena romántica se preparará en el momento. También festejo que Dedé se muda en octubre a casa comprando moldes para muffins.

El día que mi hermana se convirtió ofcialmente en roomate, fuimos al bazar y compramos, entre otras cosas, una tartera.

Hijas de nuestra madre, nietas de nuestros abuelos. Es inevitable.

sábado, agosto 07, 2010

"Chicas, no tengo novio y a ALGUIEN le tengo que cocinar"

Por eso, ayer a la noche, sopa de ajo -orgásmica- y ñoquis de calabaza rellenos. Cuatro horas estuve en la cocina. Cuatro. Pero con Flor, Lau y Dedé -y una considerable cantidad de vino y whiky, claro- se pasaron vo lan do.

En otro orden de cosas, me tumba la resaca.

martes, julio 13, 2010

Ah, sí pero qué frío, ¿no?
Yo encontré la solución, señores.
Salir del trabajo, pasar por la carnicería y comprar un lindo pedazo de carne de vaca y otro bello pedazo de carne de chancho. Un cacho de panceta ya que estamos. Chorizo no porque nos estamos cuidando. Cruzar a la verdulería, toquetear las paltas, comprar un morrón y unas papas, porque cebolla, ajo y tomate ya hay en casa.
Poner los porotos negros que estaban en la alacena en remojo. Cortar, cortar y cortar -de tanto programa de cocina que he visto me gusta tener todo cortadito de antemano-. A no olvidarse de poner musica y descorchar un buen cabernet para acompañar el proceso. Esperar una horita y volver a la cocina para poner a hervir los porotos.
Dorar la panceta, agregar la carne (¿alguien me puede explicar cómo en algún momento fui vegetariana?) y demás cuestiones y pegar la nariz a la olla. Porque para eso se cocina, señores, para mojar pancitos, tener una excusa para bailar en la cocina -hoy me acompañan Amy Winehouse y Soundgarden, soy re versátil- y oler.
Charlar con nuestra hermana menor y recomendarle que coja, ¿qué importa si el muchacho latino con el que se histerique tiene un hijo en puelto lico y es un pirata bárbaro? Se viene el 2012 y hay que aprovechar. Mientras, servir otra copita de tintito, olvidarse de que una cena en soledad y revolver las carnes y los porotos que ya casi están.
Preparar la harina de mandioca para espolvorear y poner arroz blanco a hervir.
Feijoada para paliar los efectos invernísticos, segunda temporada de Seinfeld para reír sin culpas y chocolate para el postre.
El tipo me dejó el día que empezaba el invierno. ¿Existe algo más cruel que dejar a una novia el mismo puto día que empieza el invierno? Yo ya andaba de tapado y polera, me acuerdo porque salí de la casa hecha una furia y trataba de embocar los brazos en las mangas del abrigo mientras le decía "no me persigas, Tomás, si me vas a perseguir por la calle es porque te dan ganas de agarrarme, pedirme perdón, arreglarnos y todos felices, ¿tenés ganas de agarrarme, pedirme perdón, arreglarnos y todos felices?". Claro que no me contestó, incluso se quedó parado, mirándome; así que yo terminé de ponerme el saco, doblé en Roosevelt para el lado de Cabildo y llamé a Nico, a mi mamá y a Flor, sin poder parar de llorar, sin darme cuenta de que el rimmel se me chorreaba por las mejillas.
Ese fue mi primer invierno viviendo sola -o mejor dicho, lejos de la familia-. No tenía muebles, la cama que usaba era de La Secretaria y me olvidaba siempre de comprar una estufa o caloventor. Y yo solita, en ese cuarto de 2 x 2, con una repisa llena de libros, la ropa todavía en bolsos y recién abandonada. El tipo más lindo y tierno del mundo me había dejado de un día para el otro y yo no tenía ni una estufa. Entraba en calor con cabernet y chocolate; miraba una comedia romántica tras otra para castigarme. La primera semana de julio le pedí muebles a mi mamá; para la segunda, ya tenía caloventor y Nico venía una vez por semana. En agosto me compré el sommier, LlaveInglesa volvió a aparecer después de un año y se mudó Flor. La primavera que le siguió a ese invierno extraño, la del 2007, fue perfecta.

El invierno se sufre en San Ireneo. Ir al baño es una tortura, despertarse con sed en el medio de la noche es trágico, salir de ducharse, un suplicio. Es una casa para primavera y verano, no hay vuelta que darle. Julio y agosto son para acovacharse cada una en su cuarto y salir sólo para lo indispensable.
Hoy cuando tuve que salir de la cama sufrí. Sufrí por el frío, pero más que nada porque, como un deja vu de sentimientos, volví a sentir esa cosa desgarradora de hace tres julios. Eso que me hace pensar que la única constante es la soledad y que más vale que me vaya acostumbrando.
Extrañé levantarme abrazada a alguien, así que opté por estrujar a Plutòn y esperar a que llegue la primavera.

viernes, julio 02, 2010

Once años tenía cuando empecé mi primera terapia y duró hasta un poco después de cumplir los trece. Me tomaba el 64 todos los jueves a la salida de la escuela, me bajaba en el Alto Palermo y caminaba hasta el consultorio, a veces me acompañaba mi mamá, pero trataba de evitar que fuera así, estaba segura de que apoyaba la oreja en la pared para poder escuchar mi sesión. El sillón estaba a la derecha de la puerta y en las paredes había colgados muchos cuadros que yo me quedaba mirando cuando no tenía ganas de reaccionar frente a las cosas que me decía y me hacían doler la llaga.
A esa edad yo no tenía en claro muchas cosas. Por qué no le decía "papá" a mi papá; por qué lloraba tanto y nunca le quería contar a nadie las razones de ese llanto; por qué siempre sentía que no alcanzaba, que toda la atención que me daban nunca era suficiente; por qué tanta soledad. A lo largo de esos dos años que duró el tratamiento fuimos desenmarañando de a poco el misterio del quilombo impenetrable que era mi neurosis en plena pubertad; siempre a través del mismo ritual: yo me tiraba en el sillón, me enroscaba el pelo y lloraba a mares durante veinte minutos, después empezaban el juego de preguntas y respuestas, un poco más de llanto y la promesa de tratar de pensar en todo lo charlado durante los siete días siguientes.
Unas vueltas extrañas del destino hicieron que él decidiera dar por terminada la terapia. Por cuestiones de parentezco casi imposibles de enunciar nos íbamos cruzando en reuniones familiares y mi cara de espanto ante todo eso le hizo tomar la decisión. Claro que nos seguimos encontrando, tuve a su hijo en brazos, compartimos tardes de playa, cuando tenía quince años le conté que quería ser psicóloga y hasta me acuerdo de una vez en la que me dijo que no leyera Paulo Coelho después de verme con El Alquimista en las manos. Se convirtió en un pariente lejanísimo pero mucho más cercano que cualquiera que me viera todos los días. Me gustaba la idea de saber que compartíamos un secreto. Ël me saludaba, me agarraba la cara con las dos manos y me miraba muy fijo. "¿Cómo estás, Celeste?", me preguntaba y yo sabía que realmente le interesaba saber, que podía leerme fácilmente, que me conocía.
Se fue a vivir a Córdoba hace varios años y se perdió el contacto hasta que hace seis meses surgió la posibilidad de vernos una vez al mes. No por motivos terapéuticos o familiares, sino de índole... ¿cómo decirlo sin sonar estúpida?...Espiritual.
Cambié el 64 por el 36 y me bajé en Charcas. Entrar después de quince años al consultorio ese me hizo bajar la presión. El sillón, el ventanal, la biblioteca, todo parecía mucho más chico. Volví a la enroscada de pelo, al llanto exagerado y a los porqués sin respuesta. A papá ya le digo "papá", la soledad aprieta pero no ahoga y sigo sintiendo que no alcanza; ahora los problemas importantes son otros. Desde hace seis meses que el primer jueves de cada mes le toco el timbre y pasamos una hora en esa habitación que fue testigo de mi primer enfrentanmiento con mis monstruos. Él me intima a que deje de pensar y yo le revoleo los ojos y le contesto "sí, claro, qué fácil". Después nos despedimos y me agarra la cara mientras me mira fijo. "Cuidate mucho, linda" y yo le digo que sí, y que muchas gracias.
Chupate esa mandarina, transferencia.

viernes, junio 25, 2010

Soy de libro.
Cuando me gusta mucho alguien, me pongo a buscar recetas para cocinarle a ese alguien.
Ya tengo en mente el ragú de osobuco con risotto y el curry de cordero y pollo de Vic; moussaka -con una mezcla de especias árabes que de tan sólo meter la nariz en el frasco sentís la alfombra mágica debajo de los pies-; y, por supuesto, el súper-power-turbo guiso de lentejas, que si no conquista hasta el labrador, los niños corriendo en el jardín y la cerca blanca, por lo menos me asegura un subidón de ego y repetidas muestras de afecto a lo largo del ágape.
No soy de libro. Soy nieta de mi abuela. Soy hija de mi madre.

lunes, junio 14, 2010

A veces los cambios de planes repentinos me caen bien.
Hoy, ya con las llaves en la mano, se me ocurrió llamar a mi mamá para confirmar que me estaba esperando para ir a hacer unos trámites. "Dejá, voy yo sola el miércoles, llueve mucho".
Así que, encamperada y encapuchada como estaba, me fui hasta Rivadavia y me metí en el cine. Kick-Ass y la sala entera para mí. Parece que a la gente no le gusta ir al cine los lunes a las tres de la tarde; mejor para mí, me despatarré y no sufrí por la aparición en pantalla de Nicolas Cage, así de mucho disfruté la peli.
Cuando salí al mundo ya no llovía.

Ahora tengo un goulash en la olla. Tuve una charla imaginaria con el espíritu de mi oma mientras cortaba la carne en cubos. Ella me retaba por pensar que un puré de porotos negros podía ser buena guarnición para la receta que ella siguió a rajatabla durante los setenta años que fue activa cocinera; yo le ofrecía una copa de tempranillo aunque fueran las seis y media de la tarde y le decía que no se preocupara, que el clavo de olor se lo ponía sí o sí; porque con ciertas cosas no-se-jode.
Creo que en dos o tres horitas va a estar listo.

domingo, junio 06, 2010

Masala ahumado, curry picante, "garrapinola" (creo que compré por el nombre nada más, no me cabe mucho la granola), portobellos secos, gírgolas, arroz yamaní, porotos negros, mostaza ahumada, salsa de soja, hamburguesas de trigo burgol, salsa barbacoa y chocoarroces.
Volví del barrio chino en el 55, leyendo una de esas novelitas chotísimas con las que me vengo castigando últimamente. Caminé las cuatro cuadras hasta casa pensando en que iba a hidratar los hongos con un poco de vino, saltar cebolla, agregarle el masala; todo con un poco de arroz que me había sobrado de ayer y qué rico, pero qué rico.
Terminé llorando sobre los portobellos, sobre el arroz, sobre las pastillas de levadura de cerveza, sobre el plato y sobre la almohada. Todo lo lloré, sin saber bien por qué. Capaz porque nunca me respondieron un mail que mandé hace una semana y que pensaba que merecía una contestación al menos breve; o porque me gustaría cocinarle a alguien alguna vez; porque me quiero cambiar de trabajo y no sé bien por dónde empezar; por pasarme la tarde recordando estupideces; por lo inconveniente de mi deseo. Probablemente, por todo eso junto.
Un gran llanto condimentado con especias de India, exquisito, suculento.
Estoy que reviento.