martes, diciembre 14, 2010

Una noche llegué del colegio y fui derecho para mi cuarto a tirarme a llorar en la cama. Hacía unos meses que había empezado primer año y tenía el diario íntimo de Garfield lleno de poemitas chotos dedicados a Alejandro, un pibe que estaba en cuarto año y usaba un gamulán mugriento que me enloquecía.
Mi mamá se sentó en una silla y me preguntó qué me pasaba. Le terminé contando porque sabía que no se iba a tragar excusas del estilo "me saqué un 5 en geografía" o "me peleé con fulanita". Le terminé contando porque estaba absolutamente desbordada por la situación. Tanto deseo me sofocaba. Me acarició el pelo y me dijo que no tenía que llorar por nadie, que cualquiera que me hiciera llorar no me merecía. Ah, porque en el matriarcado hay que manejarse en el orden de la meritocracia; y si una no acepta tal orden resulta que se convierte en una débil, hipersensible y pisoteada solterona.
En ese momento no supe poner en palabras que lo que me estaba diciendo me parecía una estupidez enorme; que lo que necesitaba era un abrazo y punto.
Yo no lloraba porque el del gamulán mugriento no me diera bola, lloraba porque no me entraba en el cuerpo el sentimiento, porque la maravilla que me generaba la sensación de enamoramiento adolescente me llevaba a un punto de emocionalidad casi absurda. Lloraba porque estaba sintiendo, y punto.
Tardé muchos años en volver a contarle algo por el estilo. Si llorar por alguien no estaba permitido, bueno, me encerraba en el baño y lloraba en la ducha. O en la plaza antes de entrar al contraturno de computación. O en el colectivo yendo a gimnasia. O en cualquier lugar en el que ella no estuviera.


Hoy fui a visitar a mi mamá y antes de contarle que había decidido ponerle fin a vínculo que me hizo muy feliz durante los últimos meses pero que también me enfrentó a la disyuntiva repitente del quiero-más-y-no-me-lo-van-a-dar-o-corto-por-lo-sano, le recordé esa noche de 1996.
A los cinco minutos ya me estaba diciendo que no me angustiara. Como si la orden pudiera tener algún efecto a esta altura del partido. Seguí llorando y le expliqué que el llanto no venía por no poder concretar algo más con este muchacho sino por esa misma sensación de enfrentarme al sentimiento que había tenido a los trece años.

No me desarma saberme no elegida; me despedaza el hecho de saberme diferente, más sana.
Despedazada en el sentido más literal. Levantar esos pedazos de lo que fui hasta ahora y ver que debajo yace otra, entera, receptiva a su propio deseo, mucho más auténtica. Fuerte.

No sé si esto es evolución.
Sin lugar a dudas es la revolución.

2 comentarios:

Mary Reed dijo...

Es una revolución que trae consigo una evolución.

Preocupate el día que ya no sientas, que ya no llores.

Cel dijo...

Mary Reed, Ojalá así sea!