- Mis ojos no son negros.
- Ya sé, pero en el auto se veían negros. Son medio verdosos.
- No, son marrones.
Y en ese momento, aunque hubiera podido, no me puse a pensar en lo terrible que es que alguien que me vio en pelotas ni sepa de qué color tengo los ojos; más bien me puse a recordar miradas en particular. Miradas de hombres de ojos -esta vez sí- verdosos. Miradas un poco achinadas de ojos que sonreían. Miradas de porro, ausentes pero cálidas. Miradas esquivas que no querían encontrar la mía, llena de reproches. Miradas que decían "qué lindo que estés acá" y otras que estaba segura de que me gritaban "no te vayas nunca". Miradas pícaras que me hacían cómplice de maldades de las que no me arrepiento.
Y una, una muy en particular, que evoco y me hace calentar. Una que me scaneaba desde los tobillos a la frente y que cuando se clavaba en mi escote, en el cuello o mis ojos me hacía poner un poco colorada. Era la mirada de veinte camioneros libidinosos después de haber estado cinco años sin garchar; la mirada de cien obreros de la construcción ante un culo perfecto apenas cubierto por una minifalda; la mirada de quinientos quinceañeros ante las tetas asomadas por la abertura entre los botones de la camisa de la profesora de geografía.
Una mirada que me emborrachaba mucho más que el whisky que me servía sin permitir nunca que los hielos quedaran solos en el vaso.
Lástima la resaca del día siguiente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario