Hay semanas tan cargadas de todo que ni tiempo dan para pensar; y cuando hablo de pensar no me refiero al análisis sintáctico de ablativos absolutos en latín sino al entramado de retrospectiva, observación de situaciones actuales y búsqueda de patrones conductuales, que viene siendo mi hobbie de los últimos 23 años más o menos. Al principio esa vorágine me hace sentir bien, productiva; me llena de energía levantarme y saber que tengo el día ocupado con cosas que me van a ser útiles. Hay un placer extraño al acostarme hecha percha y saber que me esperan pocas horas de sueño y un día lleno de actividades -tengo una faceta estoica que emerge cada tanto-, pero se me hace un cortocircuito cuando hay oportunidad de descanso. Como si millones de pequeñas ideas listas para ser desarrolladas hubieran quedado relegadas, latentes, y se amontonaran en algún umbral del inconsciente, preparadas para salir disparadas al menor indicio de tranquilidad.
Estos últimos días fueron agitados, largos, llenos de pequeñas responsabilidades impostergables. No estoy acostumbrada a esto, mi ritmo es otro; el compás me lo suelen marcar mi cabeza y mi deseo, no los turnos de médico de mi abuela, las fechas de entrega, las cursadas hasta entrada la noche o los trámites bancarios; pero, como dije antes, me adapto fácil a las nuevas reglas. El problema apareció ayer a la tarde, ya libre de obligaciones extra. Un tsunami de angustia se me vino encima. Una supernova de tristeza me estalló en el estómago. Todo junto: la soledad, las cuentas pendientes, la soledad, los problemas familiares, los asuntos de guita, la soledad, el escepticismo que me está costando frenar, la soledad, la expectativas académicas y laborales, la soledad. Llegué a mi casa al borde del llanto, con una bolsa con una cerveza negra colgándome del brazo y ganas de meterme en la cama sin cenar. Piqué algo en la cocina mientras trataba de tomar una decisión fundamental, ¿ponerme el pijama, cargar en cuevana una romántica lacrimógena que me hiciera sentir que nunca voy a sentirme capacitada para vivir el romance en todo su esplendor o abrir la cerveza, poner Bikini Kill al mango y ponerle onda a la vida? Como ya estoy re podrida de elegir la primera opción y embolarme, opté por la segunda. Para la una de la mañana los vecinos ya me habían llamado para pedirme que bajara la música (sin darse cuenta de que la música estaba baja, la que gritaba sobre Le Tigre era yo), se me había pasado la tristeza y estaba apenitas alegre de borrachera. A veces me olvido de que no hay mucho truco. La soledad es una constante, sólo tengo reencontrarme con la parte de mí que mejor me cae para no sentirla como un peso sino como algo inherente a la existencia. A veces me olvido de que, en general, yo soy la persona con quien mejor la paso. Y cuando me vuelvo a acordar, me inunda la satisfacción.
Después, me tomé un taxi hasta Villa Urquiza para garchar un rato, porque no hay mejor manera de festejar el reencuentro con la propia esencia que pegarse un buen revolcón con un amante rendidor.
O bien, no hay mejor manera de festejar. Lo que fuere que se festeje.
O bien, no hay mejor.
No me sale llamarlo "eso"
Hace 12 años.
3 comentarios:
Bueno, que me gustó mucho este post.
Eso.
Sabelo.
Guillermo, gracias =)
No hay por qué, Cel. El mérito es tuyo =)
Publicar un comentario