Ahí lo llevé la primera vez que salí con Tomás. Nos tomamos siete Heineken y nos besamos como adolescentes desesperados. La camarera reponía el platito con maníes y nos miraba de reojo con un dejo de envidia. Tomás era muy lindo y a mí no me importaba que me mordieran el cuello en un lugar público.
Después, nos fuimos caminando por Río de Janeiro -hacia Rivadavia-, parando en cada mitad de cuadra para turnarnos en estampadas varias contra los umbrales de las casas. Cuando llegamos al telo nos dijeron que había cinco parejas esperando y que la demora era de, al menos, una hora. Horribles esos tiempos en los que vivía con mis abuelos y no quedaba otra más que hacer tiempo hasta la hora del pernocte. Tomás me propuso no esperar y tomar un taxi para el lado de Congreso -A.K.A teloland-; antes de parar un tacho, me llevó al costado de las vías del Sarmiento, me apoyó contra un enrejado y me sacó la bombacha. Se la guardó en el bolsillo del jean mientras sonreía y me acomodaba detrás de la oreja un mechón de pelo que me venía tapando la mitad de la cara.
Salimos del hotel al mediodía y caminamos por Independencia hasta encontrar un bar de viejos medio mugriento pero con mesas de madera. Los dos odiábamos la fórmica. Mientras tomaba el exprimido de pomelo me di cuenta de que con el sol los ojos se le ponían verdosos. Él me agarraba la mano que tenía libre y miraba para la calle, mientras la luz le jugueteaba en el iris, formando un dibujo de caleidoscopio color verdemiel.
Nos pusimos de novios. Yo me mudé a esta casa, él se fue para el lado de Nuñez. Me cuidó mientras estaba enferma, le cociné ravioles con estofado, vimos muchas películas tontas en el cine, jugamos partidas interminables de tutti frutti, escuchamos Le Tigre y Beastie Boys por decenas de horas, nos dimos panzadas grotescas con las milanesas que le preparaba la madre, cogimos a cualquier hora y en cualquier lugar. Me enseñó a descorchar botellas sin sacacorchos y el porqué de la caída de las tostadas sobre el lado de la manteca. Le expliqué su carta natal y le presté libros de Nick Hornby.
Un día me dejó.
Nunca más volví al bar que estaba a un par de cuadras de Sociales y del Parque Centenario.
Nunca más lo volví a ver a él. Mentira. Una vez, temprano a la mañana, desde un 141, parado en la esquina de Acoyte y Rivadavia. Barbudo, espléndido.
Menos mal que no usa Facebook.
4 comentarios:
que lindo que escribis, resultan tan vividas las cosas que contas que, mientras leia, me parecia que te estaba viendo
Boluda, estoy llorando por tu culpa. Es simplemente hermoso. Ya sabía la historia, la contaste así tal cual. Ese pàrrafo final, sin palabras, solo mocos.
Los dos odiaban la fórmica.
Pero no odiaban formicar...
Uh, no se escribía así, ¿no?
Gente que te va a gustar siempre.
Nunca de la misma forma, pero siempre.
"Un día me dejo"
Nunca mas no se si existe.
Bueno esto que tenés por acá.
Adio
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