miércoles, julio 29, 2009

Ayer mi abuelo se acordó de una anécdota que nunca me había contado. Estábamos viajando a Entre Ríos, yo tendría 3 o 4 años. En el micro vi a un señor que se parecía al presidente, así que empecé a señalarlo y a gritar "¡Alfonsín! ¡Alfonsín!"; parece que el señor se enojó mucho porque era de lo más peronista, y le dijo a mi abuelo que me hiciera callar inmediatamente. Claro, hacerme callar, a mí, qué iluso.
Lo más tierno del asunto es que mi abuelo se descostillaba de risa mientras lo contaba, un poco porque se acordaría del placer gorila que le causó todo el asunto, y otro poco por haberse encontrado con él mismo, un abuelo relativamente joven en compañía de su primera nieta, que lo idolatraba (y lo sigue haciendo).
De ahí pasamos directo a rememorar los primeros viajes en subte, en los que él me tomaba lección de las estaciones de la línea B y la gente nos miraba enternecidos. Los paseos en el Museo de Ciencias Naturales y mi fascinación inexplicable por el cacho de meteorito que había en la entrada. Los partidos de damas en los que me dejaba ganar sin que me diera cuenta. Los chupetines tatín y los mini paquetes de galletitas Manón en sus bolsillos. Mis notitas en su billetera "abuelito, te saqué 10 pesos. Te quiero mucho". Nuestras maratones de documentales y litros y litros de licuado de banana con leche.
Y capaz siempre hacemos el mismo recorrido de recuerdos, pero es que es como un lugar al que uno quiere volver, un recorrido placentero, una comida que nos sale perfecta, un sweater que nos queda bien, una película que podemos ver una y otra vez.
Todos los recuerdos que tengo de y con mi abuelo son felices, todos. Incluso cuando se enojó porque había tomado un laburo en una multinacional o cuando me decía "descarriada" a las 8 de la mañana.
Son todos felices. Todos.

1 comentario:

ANITASI dijo...

No entiendo como me agregas