Ese Año Nuevo no sabíamos que hacer, había un par de fiestas pero ninguna resultaba convincente. Un mensaje de texto de él me hizo terminar de decidir y arrastrar a las amigas con las que estaba a un lugar por costanera.
Lo vi apenas llegué, estaba apoyado contra una baranda, fumando un pucho. Seguramente quería dar una imagen de tipo misterioso, que se abstrae del mundo mientras el resto se emborracha y festeja. Me acerqué y le toqué la espalda; nos abrazamos muy fuerte.
Cuando el sol terminó de salir, metí una mano por debajo de su camisa y le pedí que nos fuéramos juntos a su casa. Miró hacia la nada, esperó unos segundos y asintió con la cabeza. Me desperté todavía acostada sobre él, con una resaca que me taladraba el cerebro pero que no me impedía creer que ese 2006 no podía ser malo, no si lo estaba recibiendo en su cama, encima de él. Veníamos de una época extraña, en la que yo le había pedido que por favor no nos viéramos más por un tiempo. El receso que habíamos acordado se nos interrumpió con la llegada de las fiestas, por la nostalgia que trajo ese diciembre.
A la tarde, cociné unos ravioles con crema y nos quedamos mirando la tele. Ya de noche, nos bañamos y salimos por ahí a buscar un lugar donde cenar. Las sandalias me habían sacado ampollas y lo único que esperaba era sentarme para desabrochármelas y tener los pies libres de vuelta. Terminamos en un Pippo por el centro, a diez cuadras de su casa, los talones me latían de dolor.
Mientras esperábamos la comida, lo dijo por fin. Que no estaba bueno que nos hubiésemos ido juntos de la fiesta esa, que él esperaba el momento en el que dejáramos de recurrir el uno al otro, que realmente quería otra cosa; que sabía que no me elegía pero que aún así, no podía evitar llamarme cada vez que quedábamos en poner un poco de distancia. "Pensé que esta vez iba a a ser diferente, pero al final caí en lo mismo de siempre".
Lo mismo de siempre era yo. Como si se hubiese estado quejando con la madre de que siempre comían milanesas. Como si me hubiese estado contando de lo podrido que estaba de tomarse el subte todos los días. Lo mismo de siempre. Yo quería un
siempre con él. Él trataba de evitarlo sin éxito.
Llegaron mis pastas y apenas pude probar bocado. Cambié de tema porque no sabía qué decir, porque ante la posibilidad de estrolarle el plato de sorrentinos en la jeta me acobardé, con tal de creer que existía la posibilidad de un "siempre" me callé y tragué infinidad de sorrentinos a lo largo de los años.
Terminamos de cenar y volvimos a su departamento. Los talones seguían en carne viva, pero mi poder de negación abarcó incluso el dolor físico.
Esa noche ni nos tocamos.
A la semana siguiente, planteó distancia.
El primer fin de semana de febrero, estábamos cogiendo en la pileta de la casa de mi tía.
Y cuando ese
siempre, unos años después, dejó de serlo, cuando se convirtió en un
de vez en cuando, sufrí; dolió que ya no volviera una y otra vez, como arrepentido pero aún así presente. Con el tiempo la situación decantó en un
nunca y ahí sí, se terminó.
A veces me pregunto si se acuerda de mí, si tiene recuerdos más gratos que los que a mí se me vienen a la mente cuando lo evoco. Porque cuando entendí que yo era para él como las milanesas de todas las noches, o el transporte público y agobiante de cada mañana, todo se tiñó de negro, ya no lo pude querer a pesar de todo, como alguna vez le había prometido que iba a ser. Ahí fue cuando decidí enfrentarme a todos esos platos de sorrentinos que nunca le había estampado en la cara.
Como para alimentar a todos los nenitos desnutridos del mundo.