domingo, septiembre 04, 2011

Cuando a los 18 años me anoté en psicología, todos dijeron "sí sí, vas a ser buena psicóloga", por los rulos, la capacidad de escucha y mi obsesión por desentrañar los misterios de las conductas dañinas e incomprensibles.
Cienco años después, cuando mandé todo al carajo y me pasé a Letras, todos dijeron "ah, no, esto va mucho mejor, es para vos", por la lectura compulsiva de narrativa y el interés por la teoría literaria.
Un poco más tarde, cuando me agarró un acv que nadié percibió pero que estoy segura de que ocurrió (otra explicación no le encuentro) y me anoté en física, nadie dijo nada. Bueno, no, decían "está bien, si tenés ganas, hacelo".
Pero algo diferente sucedió cuando decidí anotarme en el joaquín y ser en unos años profesora de lengua y literatura. Se abrieron las aguas. Las opiniones se diversificaron. Ahora hay dos bandos. Los que dicen que voy a ser una profesora turra, exigente, intransigente, fría y distante y los otros que aseguran que voy a ser de esas que aparecen a las 7 de la mañana con mirada de no-me-acuerdo-cuánto.whisky-tomé-anoche y un escote revelador, tratando de hacerle parar el pito a los adolescentes.

Yo no sé qué clase de profesora voy a ser, lo que sí sé es que hace un rato me desperté de la siesta con una calentura x400 y cuando me acordé de lo que había soñado, casi me muero.
Resulta que estaba en una clase de literatura de cuarto año en el pelle, como ayudante. Había un pibe, un quinceañero, un borrego, unn gurí, que se partía al medio y yo le coqueteaba. Lo llamaba por su apellido y, mientras me hacía la linda, le halagaba sus observaciones sobre Triste, solitario y final.

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