Me asusté. Lo tengo que reconocer, me cagué de miedo. De repente, no supe si estaba soñando o si un flaco re lindo se había materializado en mi cama mientras dormía la siesta. El tipo estaba ahí, lo sentía ahí, emanaba calor, me estaba empezando a mordisquear el pulgar que yo tenía a medio meter en su boca y no pude más que hacer un esfuerzo grandísimo por despertarme.
Y claro, me desperté. Abrí los ojos -esta vez los ojos-vigilia, no los ojos-sueño-, miré la pared blanca, me puse triste y volví a cerrarlos, intentando volver al estado anterior, a la barba, la boca, el chico, mis manos y su calor; obviamente, no pude. No tuve mejor idea que recordar. Otras barbas, otros chicos, otros calores. Otras cercanías, otras miradas; algunas verdes, otras negras, otras como delineadas, otras casi transparentes. Otros olores, otras expresiones y otros sentimientos, muy distantes de la tristeza.
Hice el mismo camino que hago siempre cuando decido entregarme a la nostalgia. Y cuando hablo de camino, lo digo casi literalmente. Camino por esa calle en la que corre un viento asesino sea verano o invierno, termino mi cigarrillo en la puerta, muerdo el caramelo que traigo en la boca y trago los pedacitos, toco el timbre y espero. Espero a que abra la puerta, pero también espero el momento ese en el que ya estamos cansados de coger y puedo quedarme dormida aunque me esté abrazando y mi cara esté pegada a su pecho. Espero poder recrear al menos una mínima parte de la sensación que siempre me generó tenerlo cerca; una mezcla de deseo inconmensurable, sentirme muy estúpida y muy chiquita. Como era de esperarse, logré la parte de la estupidez y un poco la del deseo, lo que me dejó en un estado de frustración un poco difícil de quitar, que no se fue con tocarme, aunque quise. Porque él no me tocaba, directamente me penetraba. Desde el momento en el que abría la puerta -en la vida real y en mis recreaciones a ojos cerrados-, se me metía adentro y no salía hasta despedirnos al otro día. Como si la puerta de esa casa fuera el mismo límite de mi cuerpo, parte de mi dignidad y mi deseo. Entrar ahí era dejar que él se diera el lujo de invadirme, penetrarme y someterme; de la misma manera en la que pensarlo es dejarme invadir, penetrar y someter por la imagen que me queda de él.
Extraño, no sé si lo extraño a él. Extraño su manera tan exquisita de faltarme el respeto. La liviandad con la que pasaba por alto mi discurso neurótico y apelaba a lo más primitivo que hay en mi, de la forma más chabacana y divertida. Extraño la saciedad después de haber pasado una noche con él y también extraño las ganas imposibles de aplacar que solo lo tenían a él como objeto; extraño no poder reemplazarlo con nada ni con nadie. Por eso siempre el mismo caminito, la búsqueda de esa intensidad sin llegarle ni a los talones; las mismas escenas, imaginarme las mismas miradas, obsesionarme con las mismas frases, una y otra vez. Noches y noches y noches intentando algo que solo es posible si entro en esa casa, no con mi mente, sino con mis piernas, mis pies y toda yo. Solo posible si me dejo avasallar por sus faltas de respeto que ofenden por lo inofensivas, por su liviandad inherente y por su habilidad para hacerme sentir deseada, estúpida, sometida y maravillosa, todo al mismo tiempo.
Cómo será de fuerte que ya perdí el hilo de lo que quería contar. Lo que quería contar era que soñé con un tipo, un desconocido, pero terminé poniendo la carga del sueño en otro, que sí conozco, y que se me arruinó un cacho del domingo.
Después puse Talking Heads y me sentí mucho mejor.
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