Volvía por Rivadavia, desde Medrano. Me puse el saquito porque levantó viento y pensé. Pensé como por diez cuadras. Que a veces no tengo por qué esforzarme tanto, especialmente cuando sé que se trata de una causa perdida. Que me ubico en lugares que no tengo las tetas suficientes para llenar, y que sí, que podría, pero ¿vale la pena el esfuerzo? Que sí, que siempre vale la pena, porque es una batalla per-so-nal, que si el fruto del esfuerzo nadie me lo quiere aprovechar en el presente, es algo que ya tengo ganado, una prueba menos a superar. Pero que ahora no, no me dan ganas, que tengo derecho a darme el lujo de elegir las batallas que peleo y a quién elijo de sancho para que me acompañe a enfrentar el conflicto. Que probablemente es la misma excusa que pongo siempre pero con otro enunciado. Que no me importa. Después llegué a Acoyte y me quise pegar un tiro, porque ese es el efecto de Acoyte y Rivadavia, ganas de suicidarse, o de empezar a los tiros indiscriminados. Así que dejé de pensar, diez cuadras es un montón.
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