El taxista no sabía cómo llegar a la dirección que yo le había dado. Yo tampoco. Fuimos por toda Rivadavia preguntando dónde era que quedaba esa calle y nadie la conocía. Ya al 10.000 un grupo de pibes nos dio las indicaciones. El tipo tuvo que girar en U, la calle era de doble mano, para dejarme en la puerta. Quince pesos, cuando mi capital era de diecisiete.
Él me esperaba asomándose por la puertita. Cuando le vi bien la cara no pude más que recordar lo mucho que me gustaba en su momento. Me saludó con un abrazo cortito y me hizo pasar. Caminé por ese pasillo largo, tratando de acordarme de la última vez que me había llevado ahí, más de dos años atrás.
Me senté sobre la mesa y me quedaron las piernas colgando y la pollera subida por encima de la mitad de los muslos. Él acercó una banqueta alta, la puso enfrente de mí y se prendió un cigarrillo mientras enumeraba todos los cambios que iba notando. El pelo más largo, sin lentes, maquillaje que me hacía los ojos más grandes, ahora fumaba Camel, ya no tenía cara de nenita, las uñas un poco más largas, las piernas más descubiertas, la mirada más segura y la espalda más derecha.
Parecía que el tiempo sin vernos le había afectado raro. Bastante menos ego y mucho misticismo. Me contó de Castaneda, de su viaje a México, de la merca en exceso y sus consecuencias, del horóscopo Maya, de los chamanes, la sincronicidad, la sincronización, y de su psicóloga. Me hizo hablar del tarot, de la astrología, de Jung, del I Ching, de las líneas de la mano y del color de las auras. Me dijo que yo estaba entre azul y violeta. Estaba clarísimo para los dos que él era azul casi eléctrico.
Agarró mi mano y se impulsó para que las rueditas de la banqueta giraran hasta la mesa, hasta mis piernas. Me miró los ojos, no “a los ojos”, la boca y me apretó la nuca. Mientras me recuperaba del primer beso, que me había dejado sin aire, me dijo despacito al oído “vos antes no eras así”.
Me cogió y lo cogí, mucho, mucho tiempo. Sobre la mesa, en la silla, en el piso. A veces parábamos y ahí sí que nos mirábamos a los ojos, después decía alguna barrabasada que me hacía largar una carcajada.
A las 3 de la mañana empezó a hacer frío, así que nos vestimos y seguimos hablando. De películas, de libros, de Charlie Kaufman, del milagro de P. Tinto, de Will Ferrell, de Kevin Smith, de bombachas, de novias paraguayas, del karma y de la tristeza crónica.
Cogimos de vuelta, ya mucho más relajados y distendidos. Haciendo personajes, hablando, riendo.
Le pedí que me llamara un taxi y mientras lo esperaba, de vuelta yo en la mesa, con las piernas colgando y él en la banqueta, apoyó su cabeza sobre mi regazo y le acaricié ese pelo finito, suave y con olor riquísimo que tiene. Cuando el taxista tocó el timbre me acompañó hasta la puerta. Me acorraló contra una pared y me dio un beso muy largo, mientras me pellizcaba el culo con una mano y me acariciaba la cabeza con la otra. Salí a la calle atontada, con una sonrisa de oreja a oreja.A las dos cuadras de haberme subido al coche, tuve que hacer volver al chofer. Toqué el timbre, me abrió la puerta y le pedí quince pesos para poder pagar el viaje de vuelta.