En el micro de ida, empecé Hacia Rutas salvajes, de Krakauer, pero a las 50 páginas me dormí y me desperté recién en Merlo, un rato después del amanecer. Ese trayecto, de Merlo hasta Los Hornillos, me encanta. Me relaja, me hace sonreír. Decidí que la historia del muchacho este era para leer estando en movimiento, así que dejé el resto para el viaje de vuelta y eventuales traslados en colectivo a lo largo de las vacaciones en sí. Lo terminé hoy, tres días después de haber llegado. Y menos mal que todavía no estaba allá, porque, quién sabe, quizás me poseía el espíritu aventurero de algún jipi y no volvía más. Ahora Eddie Vedder canta bajito mientras escribo esto y me emociono un poco. Me inspira, me estimula saber de gente así, tan entregada, tan auténtica. Recomiendo el libro, recomiendo la película (acá, el
link para ver online). "¿De qué se trata?" suelen preguntar los clientes cada vez que les recomiendo un libro. Y odio, odio esa pregunta. Se trata de la vida, yo qué sé, esa es la única respuesta que se me ocurre dar. Este, por ejemplo, se trata de un pibe que se toma el palo; pero también de un espíritu absolutamente libre y desapegado. Se trata de tomar decisiones y hacerlas carne; de elegir vivir de un modo y ser coherente.
Ya instalada y con un mate y una pava al lado, empecé con Santuario, de Faulkner. Me pasa algo extraño con este señor. Me cuesta, me cuesta bastante, pero sólo al principio. Me pasó con El ruido y la furia; me pasó con Las palmeras salvajes; con Luz de agosto. En general, cuando un autor me genera dificultades, lo dejo y punto. El momento de la lectura es demasiado placentero como para arruinármelo con autores que me desagradan, más allá de que estén cobijados por el canon occidental y haya que leerlos. Este en particular, no es el mejor de Faulkner, y lo sabía de antemano, pero lo conseguí barato en Parque Centenario y quería ver si me pasaba lo mismo que con los anteriores. Y sí, las primeras 100 páginas, medio un parto. Y después, todo fluye y me quedo pensando en cómo me cabe el tipo este. De todos modos, no, no lo recomiendo. Tiene cosas mil veces mejores.
Para cortar con el tono lúgubre de Santuario, agarré a Calvino, El barón rampante. Fue siempre un autor que medio ni-fu-ni-fa -salvo Bajo el sol jaguar, que me encantó-, pero hace unos meses un compañero de profesorado expuso una clase sobre este libro y la idea me gustó mucho: un pibe que un día se enoja con el padre y decide no pisar el suelo nunca más; se muda a la copa de los árboles y desde ahí participa de modo particular y encantador en la vida de la comunidad. Leer ese libro debajo de una higuera, con el arroyo a los pies, fue unas de las experiencias más satisfactorias en lo que va del año.
Después de El barón rampante pasé sin escalas a Ulises, de James Joyce. Allá por el 2005 me prestaron una edición pero nunca pude pasar de la página 30. Claro que en ese momento no sabía que a Joyce HAY que leerlo y todas esas cosas que dicen los snobs que se pasaron veranos enteros leyendo a Proust. Primero le dediqué un rato al estudio preliminar, que en vez de aclararme el panorama, me hizo pensar en cosas que poco tenían que ver con la literatura, así que me dediqué a la obra en sí, sin juego previo. Por momentos notaba que leía sin registrar contenido, pero al volver cada vez me encontré con una especie de armonía hilvanada frase tras frase. Imágenes y escenas que se fueron creando sin mi control. De todos modos, la lectura se me hizo un tanto pesada así que lo cerré y guardé en el bolso para continuar acá en Buenos Aires. Veremos qué sucede.
Agarré Cosmética del Enemigo una nochecita a puro viento y a las dos horas ya lo había terminado. De Nothomb había leído Antichrista, que fue, definitivamente, uno de mis libros preferidos del 2010. Este, aunque defrauda un poco en el giro final, tiene ese mismo componente que me había hecho llegar al límite de la exasperación con Antichrista. Esta mujer tiene una capacidad admirable para retratar personajes despreciables. La quiero. Y también quiero el resto de su obra. Claro que para eso voy a tener que esperar tiempos de mayor bonanza económica, porque aunque tenga descuento, Anagrama te da con un caño.
A último momento cambié Felicidad Clandestina de Lispector por Un Mundo Feliz, de Huxley, que era uno de los que venía leyendo muy esporádicamente antes de irme de viaje. Ya lo había leído a los dieciocho. La clásica ¿trilogía? de futuro fatalista -Fahrenheit 451 de Bradbury, 1984 de Orwell y este del que hablo ahora- me pegó bastante en ese momento, así que me dieron ganas de releer para ver si la mirada era la misma. Recuerdo que estaba obsesionada con la mirada que tenía acerca de la maternidad y que, como estaba pasando por una especie de etapa i-love-Freud, hasta me dieron ganas de un mundo sin madres.
Pero, bueno, no hubo demasiada resignificación. Me avivó ciertas ideas de revolución individual del deseo que me vienen carcomiendo desde hace rato, pero no más que eso. Eso sí, creo que es obligatorio en cualquier corpus de lectura para adolescentes.,
La noche anterior a la vuelta, encontré en la biblioteca de la casa de mis tíos Diego y Frida, de Le Clezio. Cuando empecé a trabajar en la librería acababa de salir y nunca me lo compré de colgada. Hacía mucho tiempo que no me quedaba leyendo toda la noche, es una de las cosas más lindas que experimento en soledad. Lo que no sé es por qué me pasó justo con este libro que, básicamente, es una biografía de Diego Rivera apenas mechada con datos y fragmentos del diario de Frida Kahlo. Digo, la pintura no es la expresión artística que me más me atrae y, en este caso en particular, lo que me hizo sacar el libro del estante fueron las ganas de saber más sobre ella, que, aunque en mi mente siga luciendo como Salma Hayek, me resulta absolutamente cautivante.
Alguien me definió hace poco con cuatro verbos: cocinar, dormir, coger y leer. Otro alguien me planteó una situación de lo más jodida: elegir entre coger y leer, si elegís leer nunca más cogés y viceversa. No pude responder.
Incluso ahora tampoco tengo la respuesta.