lunes, enero 31, 2011

- Es fascinante.
- ¿Qué cosa?
- Tu cabeza.
- ¿Eh?
- Sí, es como Lost.
- ¿Eh?
- Tu visión cinematográfica de las cosas. Del romance, más específicamente. Esta repleta de flashbacks y flashforwards. Ponele, conocés a un tipo, ¿no? No sólo es importante cómo se acerca, qué te dice para seducirte, cómo se vende. En paralelo aparece primero el fantasma del pasado. Eso que te dice el chabón alguna vez te lo dijo otro; y si no fue así, le encontrás el parecido de algún modo. Me imagino que tu mente se divide en dos y, al mismo tiempo, estás mirando al que te está encarando y al otro del pasado, hablando del mismo tema, haciendo el mismo gesto o andá a saber qué. Si en la comparación sale ganando el del tiempo presente, apretás el ff del control remoto neurótico y lo visualizás a la mañana siguiente, despeinado y con los ojos llenos de lagañas.
- Ajá, y después ¿qué?
- Bueno, si creés que podés soportarle el mal aliento matutino, le das para adelante.
- ...
- Por eso yo nunca dejé que tu vaso de whisky estuviera vacío.
- Ajá... ¿Y por qué eso?
- Porque era la única manera de nublar tu criterio y hacer que pasaras directamente a la dimensión paralela donde todo es posible y me imaginaras como un adonis la morning after.
- Nunca nos despertamos juntos nosotros.
- Bueno, fallas espacio-temporales de por medio, salió todo como esperaba igualmente.
- ¿Esto esperabas?
- Esto mismo, sí. Poder ser parte de ese guión que leía todos los días y que quería que se transformara en escena...
- Pero...
- Dejame terminar. Pero sin terminar etiquetado, literal o simbólicamente, como "innombrable", "pirulito" o "el neurótico que me hizo enojar miles de veces", que es la que mejor me calzaría.
- "El hombre que supo leerme entre líneas", esa podría ser tu etiqueta. Digo, "amigo y consejero" ya está tomada.
- Preferiría algo más sexy.
- Es fascinante.
- ¿Qué?
- Tu cabeza.


Porque cuando a veces digo que una de las razones de este blog es conocer hombres, no miento.


domingo, enero 30, 2011

Hay un índice para evaluar cómo la pasé en una cita: cantidad de cigarrillos en el cenicero.
En una situación de atracción normal hacia el otro, el promedio es de 3 cigarrillos por hora. Si el tipo me gusta mucho, no paro de tocarme el pelo y la ansiedad motriz es canalizada en forma de incontables bucles. Si el tipo no me gusta nada, tiendo a callarme la boca, mirar mucho para todos lados y prender un pucho cada vez que se avecina el monstruo del silencio incómodo.
A no ser que se trate de uno de esos encuentros en los que los dos nos emborrachamos y yo termino contando anécdotas vergonzosas prendida de un gin tonic. Ahí fumo como descosida y termino revolcándome con el flaco; es curioso, porque si el hombre en cuestión no me gusta, es como si todo mi organismo se pusiera en guardia y no hay manera de que me ponga en pedo. La naturaleza es sabia.

Vengo de tomar un par de pintas y fumar 9 cigarrillos. 2 horas: 9 cigarrillos.
Necesito conocer a un muchacho divertido YA.

jueves, enero 27, 2011

Me está invadiendo la comodidad y no me gusta un carajo.
Por un lado, siento ganas de que los ejes burgueses de mi existencia se queden clavados donde están aunque haya una parte de mi que se inquiete y empiece a mover los barrotes de la jaula donde la tuve guardada estos últimos años al grito de GUARDIA, como Diego Torres en esa película de hace mil años.
Mi vida sentimental es un desfile de refritos en el que el único con el que valía la pena el revival no quiere estar conmigo. De mi vida sexual ni me ocupo, el 2010 terminó a todo trapo, pero en lo que va de este año, sólo tengo espacio para pensar -o sentir, en mi mundo parecen ser sinónimos- que del otro lado no hay tanto deseo como de mi parte. Tengo clarísimo que no me voy a sacar el corpiño delante de nadie que no comparta mi búsqueda del deseo en su estado más primitivo, pero también sé que está exigencia me va a dejar sentada esperando durante un largo rato.
En el trabajo se va gestando la temporada escolar y el simple hecho de saber que de vuelta me esperan dos meses de trabajo full time, agresión gratuita y stress casi permanente, me agota. Aunque con mi jefe hayamos quedado en que no me voy a someter a estados insalubres, sé que pasada la vorágine de libros de texto voy a tener que ponerme a buscar otra cosa, que me dé más plata y horarios más convenientes. Y eso me agota más aún.
Espero el comienzo de clases con una ansiedad sospechosa. Incluso le pegué una repasada a los apuntes de Latín, no sea cosa que me vaya a olvidar de las declinaciones. Quiero dedicarle este año al estudio. Necesito recibirme, la posibilidad de un trabajo más estimulante. Aunque me falten millones de materias y no pueda visualizarme como profesora ante una horda de adolescentes amenazantes.
Esquivo pensar sobre mi casa, pero las ideas fatalistas se me escurren y todo lo invaden. Tengo miedo a la posibilidad de que el contrato no se renueve y tenga que salir a buscar un nuevo lugar por ahí, quién sabe dónde, quién sabe con quién. Aunque tenga en claro que la vida en comunidad ya no me genera tanto placer y que bien preferiría un espacio para mí sola.
Voy haciéndome a la idea de que los melones se van acomodando con la marcha, sí. Acepto que esto es la vida y que aunque nadie me haya avisado nunca que las cosas serían así de movilizantes y agitadas, voy armando -no sin tropezarme- algo que cada vez siento más como propio.
No me queda otra más que esperar. Que el dueño de casa se decida a renovar o no. Que empiecen las clases. Que sea mayo para salir a buscar trabajo. Que conozca a un hombre que me guste y le guste. No me queda otra y en el medio me como las uñas, trato de no aislarme del entorno, miro muchas series, escribo, canto, juego con la gata y desespero.
Es como si durante muchísimo tiempo me hubiese estado preparando y ensayando para este momento.
Y tengo pánico escénico.

miércoles, enero 26, 2011

En el micro de ida, empecé Hacia Rutas salvajes, de Krakauer, pero a las 50 páginas me dormí y me desperté recién en Merlo, un rato después del amanecer. Ese trayecto, de Merlo hasta Los Hornillos, me encanta. Me relaja, me hace sonreír. Decidí que la historia del muchacho este era para leer estando en movimiento, así que dejé el resto para el viaje de vuelta y eventuales traslados en colectivo a lo largo de las vacaciones en sí. Lo terminé hoy, tres días después de haber llegado. Y menos mal que todavía no estaba allá, porque, quién sabe, quizás me poseía el espíritu aventurero de algún jipi y no volvía más. Ahora Eddie Vedder canta bajito mientras escribo esto y me emociono un poco. Me inspira, me estimula saber de gente así, tan entregada, tan auténtica. Recomiendo el libro, recomiendo la película (acá, el link para ver online). "¿De qué se trata?" suelen preguntar los clientes cada vez que les recomiendo un libro. Y odio, odio esa pregunta. Se trata de la vida, yo qué sé, esa es la única respuesta que se me ocurre dar. Este, por ejemplo, se trata de un pibe que se toma el palo; pero también de un espíritu absolutamente libre y desapegado. Se trata de tomar decisiones y hacerlas carne; de elegir vivir de un modo y ser coherente.

Ya instalada y con un mate y una pava al lado, empecé con Santuario, de Faulkner. Me pasa algo extraño con este señor. Me cuesta, me cuesta bastante, pero sólo al principio. Me pasó con El ruido y la furia; me pasó con Las palmeras salvajes; con Luz de agosto. En general, cuando un autor me genera dificultades, lo dejo y punto. El momento de la lectura es demasiado placentero como para arruinármelo con autores que me desagradan, más allá de que estén cobijados por el canon occidental y haya que leerlos. Este en particular, no es el mejor de Faulkner, y lo sabía de antemano, pero lo conseguí barato en Parque Centenario y quería ver si me pasaba lo mismo que con los anteriores. Y sí, las primeras 100 páginas, medio un parto. Y después, todo fluye y me quedo pensando en cómo me cabe el tipo este. De todos modos, no, no lo recomiendo. Tiene cosas mil veces mejores.

Para cortar con el tono lúgubre de Santuario, agarré a Calvino, El barón rampante. Fue siempre un autor que medio ni-fu-ni-fa -salvo Bajo el sol jaguar, que me encantó-, pero hace unos meses un compañero de profesorado expuso una clase sobre este libro y la idea me gustó mucho: un pibe que un día se enoja con el padre y decide no pisar el suelo nunca más; se muda a la copa de los árboles y desde ahí participa de modo particular y encantador en la vida de la comunidad. Leer ese libro debajo de una higuera, con el arroyo a los pies, fue unas de las experiencias más satisfactorias en lo que va del año.

Después de El barón rampante pasé sin escalas a Ulises, de James Joyce. Allá por el 2005 me prestaron una edición pero nunca pude pasar de la página 30. Claro que en ese momento no sabía que a Joyce HAY que leerlo y todas esas cosas que dicen los snobs que se pasaron veranos enteros leyendo a Proust. Primero le dediqué un rato al estudio preliminar, que en vez de aclararme el panorama, me hizo pensar en cosas que poco tenían que ver con la literatura, así que me dediqué a la obra en sí, sin juego previo. Por momentos notaba que leía sin registrar contenido, pero al volver cada vez me encontré con una especie de armonía hilvanada frase tras frase. Imágenes y escenas que se fueron creando sin mi control. De todos modos, la lectura se me hizo un tanto pesada así que lo cerré y guardé en el bolso para continuar acá en Buenos Aires. Veremos qué sucede.

Agarré Cosmética del Enemigo una nochecita a puro viento y a las dos horas ya lo había terminado. De Nothomb había leído Antichrista, que fue, definitivamente, uno de mis libros preferidos del 2010. Este, aunque defrauda un poco en el giro final, tiene ese mismo componente que me había hecho llegar al límite de la exasperación con Antichrista. Esta mujer tiene una capacidad admirable para retratar personajes despreciables. La quiero. Y también quiero el resto de su obra. Claro que para eso voy a tener que esperar tiempos de mayor bonanza económica, porque aunque tenga descuento, Anagrama te da con un caño.

A último momento cambié Felicidad Clandestina de Lispector por Un Mundo Feliz, de Huxley, que era uno de los que venía leyendo muy esporádicamente antes de irme de viaje. Ya lo había leído a los dieciocho. La clásica ¿trilogía? de futuro fatalista -Fahrenheit 451 de Bradbury, 1984 de Orwell y este del que hablo ahora- me pegó bastante en ese momento, así que me dieron ganas de releer para ver si la mirada era la misma. Recuerdo que estaba obsesionada con la mirada que tenía acerca de la maternidad y que, como estaba pasando por una especie de etapa i-love-Freud, hasta me dieron ganas de un mundo sin madres.
Pero, bueno, no hubo demasiada resignificación. Me avivó ciertas ideas de revolución individual del deseo que me vienen carcomiendo desde hace rato, pero no más que eso. Eso sí, creo que es obligatorio en cualquier corpus de lectura para adolescentes.,

La noche anterior a la vuelta, encontré en la biblioteca de la casa de mis tíos Diego y Frida, de Le Clezio. Cuando empecé a trabajar en la librería acababa de salir y nunca me lo compré de colgada. Hacía mucho tiempo que no me quedaba leyendo toda la noche, es una de las cosas más lindas que experimento en soledad. Lo que no sé es por qué me pasó justo con este libro que, básicamente, es una biografía de Diego Rivera apenas mechada con datos y fragmentos del diario de Frida Kahlo. Digo, la pintura no es la expresión artística que me más me atrae y, en este caso en particular, lo que me hizo sacar el libro del estante fueron las ganas de saber más sobre ella, que, aunque en mi mente siga luciendo como Salma Hayek, me resulta absolutamente cautivante.

Alguien me definió hace poco con cuatro verbos: cocinar, dormir, coger y leer. Otro alguien me planteó una situación de lo más jodida: elegir entre coger y leer, si elegís leer nunca más cogés y viceversa. No pude responder.
Incluso ahora tampoco tengo la respuesta.

lunes, enero 24, 2011

El tipo se había borrado y yo asumí que la culpa era mía, claro. No porque suela echarme culpas innecesarias encima (...not), sino porque era la única manera de encontrarle sentido a la situación. Si un tipo un día me dice que todavía siente mi perfume en su almohada o que se le para cuando habla conmigo y a los dos días desaparece, algo debo haber hecho para cagarla, ¿no?
¿No?
Yo pensaba, me deshacía desmenuzando cada momento compartido para ver qué barrabasada me había mandado para que el tipo se borrara repentinamente. ¿Se había molestado porque no quise que le pusiera calamares a la salsa de unos fideos? Es que el día anterior me había dado una panzada de mariscos. ¿Se había horrorizado ante mi relato sobre la relación con mi madre? Es que a veces me siento demasiado cómoda y muestro la hilacha (de hija resentida) muy rápido. ¿Había hablado dormida? No hubiese sido la primera vez que mis soliloquios oníricos me pusieran en aprietos.
La cosa es que no supe qué había sido eso que hice que lo hizo escapar y eso me produjo mucha confusión. Quizás porque estaba acostumbrada a vínculos indefinidos e inclasificables pero en los que siempre había presencia y comunicación por parte del otro o tal vez porque fue tan de repente que aplicar la lógica no era algo que funcionara.
Fue en ese momento en el que decidí que era necesario contar con la mirada masculina respecto de estos asuntos. Uno me dijo que el flaco sólo se había ido sólo "de la cintura para arriba", que era probable que volviera con el rabo entre las patas y las ganas de reencuentro carnal. Otro me dijo que no tratara de entender, que lo dejara todo como estaba y me dedicara a seguir explorando las verdes pasturas de la soltería. Los escuché, les hice caso y seguí con mi vida. Bueno, como si hubiera quedado otra opción. Tampoco iba a ser tan estúpida como para quedarme pensando en un tipo al que había visto por apenas un mes. Pero antes, le mandé un mail, instándolo a reflexionar acerca de su accionar; un mensaje buena onda, haciéndome la copada y pidiéndole que no le hiciera eso a otras chicas porque era muy feo. Nunca lo contestó, como era de esperarse.

Pasaron los meses. Conocí muchachos, pasé por una racha de encuentros inverosímiles con sujetos encantadores pero incapaces de conmoverme (ay, ella). Empecé a hacer coros en una banda de funk. Salí con amigas, me drogué, me emborraché y pasé incontables horas charlando acerca de sexo. En enero hice mi retiro anual de lectura y cura de sueño en el Valle Traslasierra y volví expectante; ansiosa por el comienzo oficial del año, por empezar una nueva carrera y todo lo que eso implica. Un momento de estabilidad y cierta calma. La sensación de satisfacción alojada en el cuerpo. Las certezas en cuanto al deseo puestas al servicio de la voluntad.
O sea, todas las condiciones dadas como para que Juan, un día cualquiera, me apareciera como conectado el msn.
El regreso de los muertos vivos.

viernes, enero 14, 2011

Lo que más me gusta de la previa vacacional es elegir la música y los libros que me voy a llevar. Ya venía planeando el asunto de la las lecturas y lo tenía bastante resuelto, hasta que ayer al mediodía caminé desde lo de mi abuela hasta mi casa pasando por la feria de Parque Centenario y me gasté toda la plata que tenía encima.
Pero, finalmente, llegué a una decisión. Santuario de Faulkner, Ulises de Joyce (a ver si esta vez se puede), El barón rampante de Calvino, Hacia rutas salvajes de Krakauer, Cosmética del enemigo de Nothomb, Felicidad clandestina de Lispector y Las doce casas de Sasportas.
En cuanto a la música: Patti Smith, Mondo Cane, Easy Star All Stars, Faith No More, boleros cubanos, Massive Attack, Le Tigre, L7, Pearl Jam y Otis Redding.

Vuelvo en un rato.

jueves, enero 13, 2011

Algún día de la semana siguiente, después de salir del trabajo, pasé por los chinos para comprar un vino y caminé hasta la parada del bondi que me llevaba a lo de Juan. Si no hubiese quemado mis diarios, podría haberme fijado qué tuve para decir en ese momento respecto de esa noche, pero las hojas esas iniciaron el fuego del asado de día de brujas, así que voy a tener que apelar a la memoria.
Me acuerdo de que le llevé unos sahumerios de regalo y que cocinó pizza. También recuerdo que me senté en el sillón de un solo cuerpo porque tengo jodidos problemas para generar acercamiento. Y tengo muy presente la sensación de estar escuchándolo y admirarme ante su falta de cinismo. Mientras me hacía reír con alguna anécdota sobre su padre, pensaba que tal vez me encontraba ante una persona sana. Sano por oposición al resto, claro. No había signos de resentimiento, se mostraba auténtico, sonaba sincero. Nada que ver a lo que venía acostumbrada. Nada que ver conmigo. Y yo, que venía de unos meses de intensa introspección con respecto a mi forma de posicionarme frente al mundo, lo vi como un ejemplo de que se podía ser sin estar en pose. Había algo en su manera de exponerse que me conmovía por lo honesto, por su transparencia.
Esa noche el sexo fue muchísimo mejor que las dos veces anteriores. Surgió eso que me nubla el criterio y hace mermar mis capacidades intelectuales cada vez que aparece: la necesidad de contacto, la satisfacción al acariciar al otro, la búsqueda de la mirada del otro; y que esa mirada sólo produzca una sonrisa.
El sexo nunca es sólo sexo. Aunque se trate de algo de una noche, aunque no estemos interesados en comprometernos emocionalmente con la otra persona, aunque nos jactemos de poder separar los revolcones del amor. Porque lo que está alrededor del sexo poco tiene que ver con el amor. Así, como núcleo de estructuras psíquicas, el sexo no tiene verbo, no hay manera de poner en palabras un orgasmo, es imposible pasar el éxtasis al espacio del discurso. Por eso ponemos capa sobre capa al asunto. Lo vestimos de relaciones humanas, lo presentamos en forma de monólogos divertidos a los amigos, lo convertimos en sesiones de análisis; pero esos son intentos de cargarlo de sentido, cada cual tendrá la suya -que lo hará sentir mejor o peor-, eso en algún punto nos define, pero la realidad es que cuando nos referimos al sexo, ya estamos en el plano de la resignificación. Como cuando nos acordamos de un sueño de angustia, lo recordado no hace a un todo que justifique la sensación en el cuerpo, el reflejo de lo orgánico. Por eso no puedo escribir acerca de cómo cogía con Juan -o con cualquier otro, dado el caso-. Porque cualquier intento encasillaría la situación en un género. Coger con Juan no era comedia, ni drama, ni romance. Era la mente aquietada después de acabar, el cuerpo satisfecho, el plexo relajado, la falta de palabra.
Nos vimos un par de veces más (¿dos?, ¿tres? Ya no me acuerdo) y en el transcurso de esas semanas se me fueron las ganas de ver a otros. Cuando alguien me gusta no puedo diversificarme, me agota tener que poner energía en más de un lugar -o persona, en este caso-, me disperso y termino estando ausente todo el tiempo, con cada uno de los involucrados. Esa limitación disfrazada de protomonogamia me asustó un poco, sí, pero también me hizo sentir bien. No sólo me gustaba Juan -como no me había gustado un hombre en mucho tiempo-, me gustaba que me gustase de esa manera. Me gustaba cuando cocinaba, cuando contaba historias familiares, cuando me traía un jugo de pomelo a la mañana; me gustaba de una forma tan simple que cuando mis amigas me preguntaban que qué onda, sólo podía responder "todo bien" mientras sonreía.
Me sentía segura. Segura de que tenía ganas de seguir conociéndolo y de que me gustaba lo suficiente como para no andar picoteando por ahí. Segura, sin enroscarme en el me-dijo-le-dije. Segura al punto de poner en stand by todas las inseguridades que cargo a diario para poder experimentar un poco de un vínculo sin enroscarme con cada puta cosa. Por estar segura no me hice problema cuando le mandé un mensaje y tardó dos días en contestármelo. Por estar segura no sospeché nada cuando le dije de vernos y me contestó que estaba con mucho laburo. Por estar segura tardé diez días en darme cuenta de que hacía rato que no lo veía conectado en el msn. Por estar segura me agarró por sorpresa la revelación: el chabón se había borrado.
Y sí, el chabón se borró.


viernes, enero 07, 2011

Era de madrugada, hacía frío y mientras me metía en la cama, tuve la certeza de que al pibe este, Juan -al que le acababa de abrir la puerta para que se fuera-, no lo iba a ver por un largo rato. No sólo porque ya se iba dibujando un perfil de desaparecedor sino porque recién en ese momento me di cuenta de que tal vez no había mostrado mi mejor costado a lo largo de la velada. Estaba muy borracha, demasiado. Una cosa es el halo de descaro y alegría que brinda un rico tinto en la justa medida, otra muy diferente es no acordarme bien de qué dije y qué pasó exactamente en el transcurso de la noche. Ya estar copeteada es algo que juguetea en la línea que divide lo divertido de lo patético, pero a esto se le sumó la sensación de que al tipo no le había gustado un carajo. Esa mirada de la que hablaba antes, una mezcla de desaprobación y enjuiciamiento.

Al par de semanas lo volví a ver conectado. Venía de una semana en la que me habían dejado plantada no una, sino dos veces. Ni siquiera la misma persona. No, dos flacos diferentes decidieron -en el lapso de cinco o seis días- proponer un encuentro para cancelármelo a última hora. Y yo me frustro rápido, baja tolerancia al fracaso le llaman; yo tengo de eso, para tirar al techo. Si un tipo me deja plantada, hago una rabieta, me fumo un porro y a las dos horas ya me olvidé del asunto. Si dos tipos me dejan plantada, asumo que el universo complota contra mi goce o que alguien me echó una maldición que impedirá que me vuelvan a tocar las tetas. No es que quiera justificar el hecho de haberle aceptado a Juan una invitación a cenar por sentirme plantoneada y amargada, ni que quiera menospreciar el entusiasmo con el que accedí al encuentro, pero ahora, mirando para atrás, puedo entender un poco por qué terminé poniéndole fichas al pibe este. OK, eso suena mal, le puse fichas por un montón de cosas que ya contaré, pero también porque todo, absolutamente todo, parecía disolverse antes de llegar a algo concreto. Si me gustaba un pibe, no podía verlo por una variedad de motivos de lo más extensa. Si otro me gustaba menos pero nos veíamos con relativa periodicidad, cada encuentro terminaba en problemas. Nadie me interesaba demasiado, nadie me hacía tener ganas de saber qué más podía haber. Tenía ganas de relacionarme pero me daba fiaca salir a conocer gente. Bueno, al fin y al cabo, era ir a cenar nomás, tampoco me lo pensé tanto.
A la hora de pagar (las pastas caseras buenísimas que comimos) me encontré con que me rompía bastante las pelotas que el tipo ni siquiera hubiese amagado invitarme. No me gusta mucho que paguen lo mío, no por una cuestión de igualdad sino de neurosis recalcitrante, pero así como escucho a mis amigos decir que, si invitan a salir a una chica, pretenden que la mina por lo menos haga la escenita de sacar la billetera, yo también quise que me mintieran un cachito. También me rompió las pelotas que me rompiera las pelotas, a mí, justo a mí que soy tan desprendida de lo material, tan etérea, tan libre, tan desapegada. Yo, que carezco de ambiciones materiales y desprecio la codicia que el dinero genera en las pobres, débiles y aburguesadas almas. ¿Podía acaso sentirme ofendida? Decidí en ese momento que no, que tal nimiedad no podía generarme conflicto alguno y puse los billetes sobre la mesa.
Después fuimos a su casa, que quedaba a unas cuadras. A mí estas cosas no me suelen pasar, porque posta que no me fijo mucho en cuestiones de status o pertenencias de los hombres con quienes estoy -lo que, al parecer, amerita las críticas ininterrumpidas de mi madre capricorniana-, pero cuando entré a la casa de Juan sentí eso que deben sentir algunas cuando el galán de turno les dice que tiene un Alfa Romeo (o alguno de esos autos caros, me parece que mi ejemplo fue muy menemista). ¿Era una de esas torres careta con millones de pisos y amenitis? No. ¿Era un semipiso con vista al río y muebles de diseño? Tampoco. Era un ph de techos altísimos y colores cálidos, que me encantó. Y creo que él me empezó a gustar un poco más por su casa. Y sus gatos. Y sus besos. Y las caricias que me hacía en la cabeza todo el tiempo hasta que mi pelo quedara hecho una maraña.
Cogimos en el sillón del living y fue mucho mejor que la vez anterior. Dicen que la primera vez siempre apesta y no estoy de acuerdo. A veces incluso la primera vez le pasa el trapo al resto de las venideras. Pero sí es cierto que si la primera no deslumbra, hay que ir a por una segunda sin dudarlo. En esta segunda en particular tuve la certeza de que con más confianza la cosa no podía más que seguir mejorando. Eso sí, en un momento determinado, la miradita esa. Está bien, me pasa que algunas veces, después de acabar, entro en una especie de trance en el que me baja la presión y debo verme medio freak, pero ya era la tercera vez que me echaba una de esas miradas y me sentí muy tonta. Por suerte, las endorfinas orgásmicas no me dejaron ponerme demasiado mal.
Me tomé un taxi hasta mi casa y dormí profundamente hasta el mediodía del día siguiente. Cuando me desperté ya sabía que quería volver a verlo.

jueves, enero 06, 2011

Un taurino neurótico, sin amigos, todavía prendido del fantasma de su ex; pero cómo me hacía reír. Un virginiano apagado, simple, con una extraña obsesión por las tetas. Un capricorniano de ojos increíbles y gran corazón, bueno en los papeles y absolutamente inocuo. Un libriano que ya se ganó todo mi cariño. Un geminiano que constryó en su cabeza una Celeste que no tiene nada que ver con la real, que no entendió nada de nada. Un pisciano lindo, tan lindo; lindo desde todos los ángulos; inspirador, estimulante. Un acuariano que podría ser mi padre; ni mi amante ni mi amigo, sólo mi padre. Otro capricorniano, uno que será siempre un enigma.
Ese fue mi 2010 desde la mirada astrológico-romántico-sexual. Desparejo, desprolijo. A veces aburrido y otras, completamente sorprendente.

El sábado que viene se abre la temporada 2011 con cena-cine acompañada de un acuariano aficionado a la astrología que todavía no sabe que en mi espalda están tatuados los regentes de su signo solar, lunar y ascendente. Un hombre que podría decodificar los símbolos y sorprenderse en vez de preguntar por qué me tatué un número 4 con una sonrisa sobradora y estúpida dibujada en la cara.

Como díriía mi amigo y consejero, yaveremos.

Deséenme suerte.

lunes, enero 03, 2011

Este año no hice balance. Mentira, balance hago casi todos los días. Pero, bueno, a lo que voy es a que mientras tomaba champaña no me puse a pensar en lo bueno y lo malo que me dejó el 2010. Básicamente porque ando bastante anulada y evasiva; por ejemplo, en el transcurso de estos dos últimos días me miré seis películas, terminé la cuarta temporada de Mad Men, empecé la tercera de In Treatment, la única de Freaks and Geeks y me puse un poco al día con la lectura y la escritura.
Eso sí, el balance cinematográfico es un deber anual.

Acá, el mío.
Y el del resto de los bloggers, por supuesto.

Si todavía no viste Machete o Scott Pilgrim vs. The World, realmente no sé qué es lo que estás esperando.
Si todavía no le echaste una mano a Amelie Nothomb, Mario Levrero o Manuel Puig, acercate a tu librería amiga, poné unos pesos y disfrutá de las lecturas de verano.

domingo, enero 02, 2011

Un rato después de las 12 empezó la competencia de fuegos artificiales en alguna manzana cercana a casa. Desde la terraza lo pudimos ver casi todo.
Al principio fue sutil. Uno chiquito verde por acá, otro blanco, un poco más grande, por allá. Pero fue pasando el tiempo y el despliegue pirotécnico fue creciendo hasta dejarnos a los seis con la boca abierta.
Ahí, a metros de mis ojos, racimos de luces coloridas. Círculos, cometas, ramos de coronita de novia, palmeras. Y me sentí una niña. Creo que ni siendo una nena me sentí tan maravillada. Probablemente porque de chiquita era mucho más cínica que ahora.
Los ojos abiertos bien grandes y el corazón latiéndome más rápido que lo usal. Una sonrisa dibujándose en la boca y una sensación difícil de poner en palabras. ¿Ilusión? ¿Esperanza?
Todo eso a partir de fuegos de colores. Todo eso y una emoción que no siempre sé cómo manejar.
Como si tuviera que manejarla.
Como si no alcanzara con dejarme atravesar por los colores y ya.