Hasta tercer grado fui a una escuela alemana. Alemana y privada. Yo no entendía una goma de alemán, me rompía las pelotas tener pegada la vincha roja a la cabeza para que no se me desmadraran los rulos y me aburría muchísimo; así que cuando mi mamá me dijo que me iban a cambiar de colegio, mucho drama no me hice. Creo que ya desde la tierna infancia se iba planteando esta necesidad de cambio que persiste hasta ahora. Estar demasiado tiempo en un mismo lugar que no termina de satisfacerme me asfixia.
Parece que justo antes de empezar cuarto grado a mi madre le informaron que iban a aumentar la cuota y, sabiendo que no iba a poder pagarla sin endeudarse, se puso a buscar otra escuela. El problema fue que era pleno febrero y casi todos los cupos de los colegios cercanos a mi casa estaban llenos. Empezó a ampliar el radio barrial y terminó consiguiendo una vacante en una primaria detrás de Parque Centenario.
En un principio, mi mamá se levantaba a las 7 de la mañana, me traía el desayuno a la cama y nos tomábamos el subte B desde Pasteur hasta Ángel Gallardo. Ya promediando el año, la que se levantaba para llevar el desayuno era yo, eso cuando dormía en mi casa; en general, me quedaba en lo de mis abuelos, que vivían -y viven- a dos cuadras del parque. Como era de esperarse, para septiembre yo sólo veía a mis papás y a mi hermana una vez por semana; el resto del tiempo, con los abuelos, siendo malcriada. Mi abuelo sí entendía que yo no podía tomar cosas calientes a la mañana y me despertaba con el jugo de naranja recién exprimido y un abrazo. Mi abuela me daba plata ilimitada para stickers y me dejaba apoyar la cabeza en su regazo para ver la tele. Yo era feliz viviendo con mis abuelos y ni siquiera me daba cuenta de que no me importaba no ver a mi mamá por días y días. Con la misma soltura que había dejado el schule -sin lágrimas, sin posterior nostalgia-, me desprendí de mi mamá, mi papá y mi hermana; de mi cuarto y mi casa.
Antes de entrar a sexto grado me volvieron a cambiar de escuela. Mi madre sentía que cada vez había más distancia entre nosotras. Ya hacía un par de veranos que cuando llegaban las vacaciones yo armaba el bolso y me iba a pasar el verano entero a Pinamar; de vuelta, lejos de mi familia más cercana durante meses. En resumen, sintió que perdía a la primogénita y se la llevó para el nido de vuelta. Nuevamente, de mi parte no hubo quejas. Bah, nunca dije nada, porque sabía que no correspondía, pero la verdad es que yo prefería vivir con mis abuelos. No sólo por tener jugo recién exprimido todas las mañanas y un regazo mullido a mi disposición todo el tiempo, sino porque no me sentía parte de mi familia. A mi papá no lo llamaba "papá" y no tenía influencia directa sobre mi educación; mi mamá era un ser tan irritante como irritable, que cambiaba de humor como de bombacha, que podía pasar de la dulzura más enternecedora a la furia más desenfrenada sin detonante aparente; mi hermana era muy chica y demasiado traviesa, no teníamos espacios comunes. Completamente al margen, así me sentía; desatendida, incomprendida, lejana. Y por sobre todas las cosas, no involucrada. Si no los veía en meses -como sucedía en las vacaciones-, no los extrañaba. Si tenía que elegir dónde pasar mi tiempo libre, siempre elegía la casa de Parque Centenario, la de os jugos y regazos. No sé hasta qué punto había sentimientos negativos. Me duele reconocerlo, pero no sé si había sentimientos de alguna índole. Por algún motivo, no me eran indispensables.
Diez años después, mi mamá me echó de casa. Lo que yo deseaba desde chica -no vivir ahí- lo transformó en un acto de violencia. Me dio la oportunidad de condenarla y decirle todas las cosas que venía atragantándome desde que tenía uso de razón. Ella aprovechó para echarme en cara todas las veces que la había desilusionado con mi falta de ambición y compromiso. Viví con mis abuelos tres años más, desde los 21 hasta los 24, y desde ahí, a dos cuadras de Parque Centenario, fui construyendo el vínculo que tengo ahora con la mujer esta que me parió, que no será el más sano, pero se sostiene por amor. A mi papá empecé a llamarlo así después de cambiarme el apellido; porque aunque me haga la progre me parece que sí necesito las etiquetas. Con mi hermana nos fuimos volviendo cómplices a la distancia, viéndonos de vez en cuando pero conteniendonos si era necesario; hasta que el año pasado me la traje a vivir conmigo y a veces no me entra en la cabeza que haya sido alguna vez la pendejita que me hacía la vida imposible.
Y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa y yo empiezo con mi monólogo sobre el buen hablar, el absurdo del matrimonio, el machismo en las mujeres o la Luna en Acuario, me siento parte de algo. Cuando no veo a mi papá por tres semanas, extraño hablar sobre películas y Paul Auster, lo extraño a él. Cuando alguien me rompe el corazón y me siento diminuta frente al monstruo de mi incapacidad afectiva, llamo a mi mamá, porque es la única que me tranquiliza.
Yo había empezado escribiendo esto para contar que en quinto grado me sentaron al lado del peor del grado y que nos terminamos haciendo amigos.
Me estoy convirtiendo en una flojita.