miércoles, febrero 02, 2011

Siempre me jacté de no ser celosa hasta que el gato de mi abuela se llevó una concubina -felina, por supuesto- al patio de la casa de Villa Crespo en la que yo viví con ellos -mi abuela y el gato, sin concubina felina- durante tres años. Tres años en los que compartí tardes y latas de atún con ese animal. Inviernos en los que me calenté los pies con él sobre las mantas. Veranos en los que nos tiramos en el sillón debajo del ventilador. Tardes en las que me hizo compañía mientras leía o estudiaba. Mi gato preferido en el mundo. Un amor profundo y comprometido era el que teníamos el uno por el otro. Hasta que apareció la turra esta con su cara de loca y su fertilidad productora de animalitos por doquier.
Ahora, él ya ni nos presta atención. Es un padre de familia, un esposo fiel. Cada vez que voy a lo de mi abuela, no me da ni cinco de bola y yo sufro en silencio. Bah, el silencio lo mantengo hasta que aparece la chirusa y le digo cosas horribles a escondidas.

Por motivos que nunca llegué a entender, el gato de mi abuela se llama Canela. Sí, Canela. Es color naranja y tiene los ojos verdes. Un verano mi abuelita nos dejó solos y yo me quedé sin plata para comprarle el alimento. Durante esos días el micho probó: revuelto de zapallitos, polenta, fideos con tuco, brócoli y remolacha; después, se borró durante dos días y yo estuve con el corazón en la boca, mirando por la ventana que da al patio, esperando su vuelta. Nos llevábamos fantásticamente y una vez me dejó que lo sacara a pasear a la calle a escondidas de su dueña. Tiene 10 años y está enorme, tiene cara de sesentón con experiencia de vida. Es lindo, es re lindo. Siempre lo dije, si Canela fuera hombre, a mí me re gustaría.

Soy celosa, soy re celosa.
Pero que nadie se entere.

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