Estoy tratando de hacer memoria y no recuerdo un momento en el que haya dicho que querría enamorarme, que querría estar en pareja. Digo, en los últimos tiempos, meses. Y trato, eh, estoy teniendo flashbacks de incontables conversaciones y sí me acuerdo de haberle reclamado al universo un poco de compañía, un poco de sexo, alguien con quien pasar un domingo a la tarde, algo de romance, alguna conversación de esas que duran hasta que se hace de día. Pero no una pareja, no un novio, no.
Entonces, que alguien me explique por qué, desde todos los wines, escucho el “ya va a llegar”, el horroroso “cuando menos lo esperes”, el “tenés que abrirte un poco más” que hace que me den ganas de taparme los oídos. Mis amigas, mi madre, mi padre, mis tías. Es como un complot, o simplemente se supone que por tener veintiséis años y no estar con alguien me tienen que decir esas cosas.
Tal vez lo esperable es que mi deseo sea salir a comprar pan lactal al Disco de José María Moreno y que en la cola del supermercado conozca a un hombre grandote, alto, barbudo, que me haga algún comentario gracioso sobre el contenido de mi changuito y que yo me ría entre tímida e intrigada. Que me comente que es físico, o escritor, o creativo publicitario, o astrólogo, o músico, o historiador, o geólogo, o experto en teoría literaria, o profesor de literatura. Que después de pedirme mi teléfono para invitarme a salir me lleve al cine, o al hipódromo, o al Museo de Ciencias Naturales, o a perdernos por la ciudad, o a emborracharnos con cervezas importadas, o a su casa donde hay una biblioteca donde podría quedarme a vivir, o a comer una bondiola a la costanera, o a cenar a algún restaurant peruano, o árabe, o armenio, o alemán. Que después de varias noches juntos, otras tantas tardes de domingo viendo Lie to me, cientos de cigarrillos compartidos después de coger, decenas de sobrecamas hasta el amanecer, miradas intensas, presentaciones a amigos, abrazos oportunos y un tembloroso “te quiero”, el hombre éste de la fila del supermercado para menos de quince artículos me dé el lugar para que yo quiera seguir adelante.
Mi cabeza llega hasta los cigarrillos después del sexo. Hasta ahí, nada más. Puedo hacer un esfuerzo sobrehumano y a lo único que llego en el imaginar es a una semi-pelea en la que él me acusa de distante y yo le digo que no me rompa las pelotas. Después él se va y yo lloro un rato, por sentirme una discapacitada emocional, ponele.
Esa es mi idea de lo que me puede pasar si comparto demasiado tiempo con alguien, no es algo que pueda evitar en este momento. Mi deseo me lleva para otro lado, a desconocidos que tocan la puerta de mi casa de madrugada, a encuentros clandestinos con hombres uniformados, a argumentos de películas softporn; a la fantasía. Y tal vez sea escapista y evasivo y blah, no me importa, el deseo tiene caminos misteriosos, no estoy en posición de cuestionarlo.
Durante años pretendí encauzarlo todo, tener la sartén por el mango, hacer lo que se suponía que tenía que hacer una chica de veinte años, o veintiuno, o veintidós, o veintitrés, o veinticuatro. Lo único que me gané fue una relación estrambótica de cuatro años con un tipo que no quería ser más que mi amigo, que no me deseaba, y al que yo nunca terminé de desear. Si no hubiera tratado nada, seguro que me salía mejor. No debería haberle pedido tanto a ese vínculo, con la afinidad intelectual y la contención emocional debería haber bastado para sentirme satisfecha; pero no, fui y le puse la etiqueta rosa chicle de “AMOR” y tiré y tiré de la soga, reclamé deseo de su parte, le reproché hasta el cansancio cosas que no era capaz de reprocharme a mí, hasta que me di cuenta de que nadie estaba haciendo fuerza en sentido contrario del otro lado, que sólo éramos un pedazo de soga y yo.
Entonces, repito, que alguien me explique esta conspiración para que me den ganas de tener un novio. Es como si no lo vieran. Como si no fuera evidente que en este momento no puedo, que no es cinismo, ni resentimiento, ni amargura. Que no puedo, que toda la idea de enamorarme me suena a ciencia ficción, que estoy atrapada en otras cosas que en este momento me resultan más importantes. Que voy por ahí con la guardia alta no tanto por miedo a que me lastimen, sino más que nada por miedo a lastimar. Que claro que le tengo miedo al compromiso, porque el compromiso no es joda. Que primero me tengo que comprometer conmigo misma en millones de cosas antes de meter a otra persona en escena. Que nunca me sentí una de esas mujeres de las que los hombres se enamoran, esas que generan pasiones irrefrenables y que tal vez ahí esté uno de los puntos neurales de todo el asunto, pero que toma tiempo desenmarañar la bola de preconceptos, que estoy yendo de a poco.
Que alguien me explique también esto de la construcción propia de la identidad a través de la mirada del otro, porque me siento en un laberinto lleno de espejos, ya no sé qué es parte de la mirada ajena y qué es una jugada de la parte de mí que más me castiga.
Y si al releer lo que escribí hasta ahora no veo más que contradicciones, no puedo sorprenderme, más claro imposible. Así que me la bancaré así, en este conflicto de intereses, entre la fantasía de lo turbio y el a-esta-altura-ya-debería-estar-en-condiciones-de, entre las ganas y la incapacidad.
Y que sea lo que dios quiera, o mi neurosis, o mi deseo.