viernes, noviembre 19, 2010

El Morochón era una bomba. Medía como dos metros, le estaban empezando a salir canas y tenía una mirada de ojos bien moros que me dejaba pelotuda. Él quería hablar de su producción artística a como diera lugar y yo, con mis 22 recién cumplidos, lo miraba embelezada, proyectando un futuro juntos de bohemia, mientras él monologaba sobre instalaciones, fotografía, guiones y poemas. Sospechaba que era puro blablá, que de arte sólo tenía las ganas, pero no me importaba nada, porque me llevaba un montón de años, era enorme, seductor y cuando menos lo esperaba me decía que inclinaba el cuello de manera exquisita (sic) o que tenía ojos para ser mirados bien de cerca, a distancia beso.
Vivía lejos, en lo profundo de Zona Norte, pero tampoco me importaba eso. Cargaba el morral con algún libro y hacía la combinación subte y 59 que me dejaba casi en la puerta de su casa y me bancaba la hora y media de viaje. El problema era a la vuelta, a altas horas de la madrugada, porque en esa época no había manera de hacerme dormir acompañada. Me pedía un remis y yo bajaba la ventanilla para tirarle un beso mientras el auto arrancaba.
Me dejaba sentarme en su regazo para que le pintara los ojos, me armaba porros y playlists maravillosas. Me besaba durante horas, me leía fragmentos de escritores beat y yo me sentía absolutamente deseada y cuidada; probablemente por eso nunca terminó de conmoverme el Morochón. No me movía ni un pelo a nivel emocional. No hubo caso.
Fui desapareciendo de a poco y aunque en algún momento pidió explicaciones, fueron de compromiso; la realidad es que me dejó ir sin problemas.
Hace un tiempo me lo sugirió el facebook. Pero no, cuarentones no. Todavía me siguen gustando los treintañeros.

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