jueves, marzo 24, 2011

Iba leyendo El Sabotaje Amoroso en el 141 y pensaba. Pensaba que qué difícil es poder volver a traer a conciencia ciertas sensaciones que en su momento fueron de lo más intensas. Por ejemplo, Nothomb habla de una infancia rebosante de belicosidad y perversión. Y es tan sincera, tan cruda y auténtica, que me hizo sentir que para mí sería imposible llegar a esos niveles de honestidad respecto de mi pasado más lejano y decir cosas así de terribles. O sí, pero todavía no me animo. Quién sabe.
Entonces me acordé de la madrugada del domingo pasado. Veníamos con Flor del recital de Pink Martini -y Kevin Johansen y Tryo, caminando desde el Lawn Tenis, con los pies destruidos después de seis horas de puro baile. Nos sentamos al lado de la parada del bondi y hablamos de cosas que ya no registro, hasta que miré para la vereda de enfrente y recordé que justo en ese edificio de ahí a la izquierda vivía un chico al que yo quise mucho. Conté balcones hasta dar con el piso en cuestión y por un rato estuve ahí: cocinando huevos fritos, revisando mails, cantando canciones, cogiendo, durmiendo siestas, dando masajes. Y me vi, lo vi, nos vi y hasta casi que me quiso dar nostalgia; pero no, porque la pura verdad es que no pude entender qué hacía que yo volviera a tocarle el timbre cada semana para cocinar, coger, dar masajes, cantar o dormir siestas. No porque él fuera uno de esos personajes que una preferiría olvidar de una vez y por todas, ni porque el vínculo no hubiera sido intenso. No sé por qué, pero ya no hubo nada más que la perspectiva 2011, desde el escalón de entrada de una casa hacia el balcón de un departamento con las luces apagadas. Eso y los recuerdos, claro. Pero, ¿qué valor tienen esos recuerdos si no hay nada que los complete, si la sensación en el cuerpo ya desapareció y sólo quedan imágenes de un tipo dando vuelta panqueques y una piba usando una cuchara llena de dulce de leche de micrófono? No me cuesta recordar, de nada me olvido, nunca, pero, ¿de qué sirve si eso que evoco a voluntad y sin esfuerzo ya no me inquieta, alborota o perturba?
Cerré el libro, lo metí en la cartera y sobrevino la angustia. Angustia de duelo tardío ante la falta de conmoción frente a escenas recreadas que en otro momento me hacían llorar hasta gastarme un rollo de papel higiénico sonándome la nariz. Angustia de distancia que se agranda cada vez más con el tiempo y me hace preguntarme acerca de la veracidad de mis intenciones, deseos y sentimientos. Angustia neurótica de viaje en colectivo a las 9 de la mañana cuando sólo se han dormido unas pocas horas y el libro que reposa en la cartera inquieta con cada párrafo.

Después la gente no entiende por qué me gusta tanto leer.

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