lunes, abril 19, 2010

Por las escaleras que dan a la terraza bajaba un perro, un ovejero alemán, que se me tiraba encima de lo más cariñoso. Al principio trataba de sacarlo, pero era imposible, pesaba mucho y estaba completamente dedicado a darme afecto perruno. Quién sabe como, el can mutaba, se convertía en hombre. Un morocho de casi dos metro y pelo medio largo; para el crimen. Todavía shockeada por la antropomorfización, manteníamos un diálogo limitado, el morocho no tenía muy clara la gramática española y humana. Después íbamos al supermercado y alguien se avivaba de que el tipo antes era perro y nos empezaban a perseguir para meterlo en un laboratorio e investigar el fenómeno. La escapada nos llevaba a una playa horrenda, con un puente, una autopista al costado y unos caños que despedían desechos tóxicos directamente en el océano. Al hombre-perro lo desilusionaba su encuentro con el mar y volvíamos a casa, donde se producía una escena cargada de tensión sexual y millones de sentimientos de tinte romántico en la que yo me debatía acerca de la perversidad de pegarnos un revolcón con el ovejero alemán devenido en morocho con porte de oso. Él me abrazaba y me decía que si lo sentía, lo dejara ser, que no tenía mucho truco el asunto. Yo me dejaba cubrir por sus brazos largos y sentía un amor inmenso que prácticamente no me dejaba respirar.
Me desperté angustiada, con la sensación del amor sin ser expresado en todo el cuerpo, especialmente en la boca del estómago.
La frustración, la desilusión, la impotencia.
Y todavía no se me fue.

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