Paso a inaugurar una nueva sección de este blog: A los veinte años me re cabían los treintañeros.
Ahora también me re caben, pero no es ese el punto.
Vamos a inventarle un nombre. Juan Carlos, ponele. Nunca me acosté con nadie llamado Juan Carlos, de hecho, el flaco este tenía un nombre súper lindo, pero en los blogs se acostumbra poner una inicial o un seudónimo y yo respeto el código blogger. Bah, salvo cuando empecé a llamar al Innombrable por su nombre, Nicolás; pero eso es porque dejó de ser un personaje y necesitaba dotarlo de realidad. Que fuera bien clarito para todas las instancias de psiquis: no fue Mr. Blonde quien me rompió el corazón sistemáticamente durante un lustro, no fue El Innombrable el que me dejó hecha una piltrafa célibe; fue Nicolás. Pero nada, estaba hablando de Juan Carlos.
Juan Carlos acababa de cumplir treinta años cuando lo conocí. Noviembre de 2003. Yo salía con un pisciano melanco que siempre me llevaba a Mundo Bizarro a pesar de mis quejas y no podía entender cómo yo prefería que fuéramos a la plaza a fumar un porrito y tomar una cerveza antes que echarme en un sillón de cuerina a beber en copitas triangulares tragos de colores. Y todo bien con el pisciano melanco, pero yo quería más. ¿Más qué? No sé, pero más. Otra cosa. Necesitaba que me sorprendieran. Y Juan Carlos se presentó como todo lo que se suponía que yo quería en un hombre: carisma, inteligencia, pasión, sentido del humor y una profesión que yo pudiera admirar (a esa edad todo el asunto de la profesión me tenía obsesionadísima). Es verdad, era medio banana. Recuerdo que tenía un sweater color natural que lo hacía recién salido de un velero, pero a mí no me importaba, porque era psicólogo, me contaba de sus pacientes y me garchaba en el diván del consultorio. Y ¿qué más podía querer una estudiante de psicología que escenificar la cristalización de sus pulsiones en un ámbito tan emblemático como "el consultorio"? Aparte, no era cualquier tipo de psicólogo, era psicólogo jungiano. Creo que durante lo poco que duró el romance me sentí mi propia ídola. Mentira, había un dejo de "dale, boluda, ¿no querías esto, vos? ¿no encaja con el perfil acaso?".
A decir verdad, era todo muy básico. Me tomaba el taxi, tocaba el timbre, nos manoseábamos en el ascensor, nos revolcábamos apenas él abría la puerta, hablábamos de sus pacientes o mis materias y volvíamos a coger. Después yo hojeaba libros un ratito y le pedía que me llamara un taxi. En la semana chateábamos o nos mandábamos mails softporn para alimentar el deseo y así, siempre lo mismo. ¿Por qué dije "básico"? No sé lo que es básico. Lo que tenía con Juan Carlos era divertido pero poco emocionante, no me satisfacía más que desde un lugar ficticio: "este tipo de hombre es el que vos querés, Cel", me decía a mí misma. Claro que en esa época también me decía que tenía que ser psicóloga y ya sabemos todos en qué terminó ese proyecto.
A él le debe haber pasado algo similar, porque de un día para el otro dejamos de hablarnos. Seguí entonces con el pisciano melanco, con el que teníamos discusiones inverosímiles acerca de nuestra relación y que con el tiempo se convirtió en Francisco-no-da-besos, un personaje monstruoso que me limó el cerebro con sus vaivenes y me dejó lo suficientemente hecha mierda como para que yo considerara que la única opción viable era el amor líquido. Pero esa es otra historia.
A Juan Carlos lo volví a ver un sábado a la mañana mientras esperaba el 124 en Corrientes. Si la memoria no me falla, era invierno de 2006. Iba con una chica de la mano y se lo notaba satisfecho. Ella era una de esas de pelo lacio divino y tenía pinta de ser psicóloga como él. Iban abrigados y felices. Yo andaba con resaca y los lentes me tapaban la mitad de la cara. Esconderme detrás de los vidrios oscuros me dio la libertad para inspeccionarlo de pies a cabeza.
No sentí absolutamente nada.