jueves, agosto 27, 2009

Tengo ocho o nueve años, vuelvo del colegio por Ängel Gallardo y paro en la heladería. Me pido uno de banana y menta granizada, porque nunca supe combinar gustos de helados.
Tengo trece, y antes de entrar al colegio me duermo una siesta en las escaleras del mástil que está en frente de la biblioteca del Pizzurno. Me despierto a las 5 y cuarto, justo a tiempo.
Tengo 17, y ya no duermo siestas antes del colegio, tomo Tecate o sidra, porque a esa edad tomaba sidra.
Tengo 19 y vuelvo en el 37 desde Ciudad Universitaria. Me quedo dormida con el sol pegándome en la mejilla y los apuntes en el regazo.
Tengo 20 y estoy con un chico en Plaza Francia, tirados en el pasto, mirando a la gente con sus perros. Nos besamos por horas, hasta que se hace de noche y refresca.
Tengo 22 y comemos frutillas y cerezas con El Innombrable en el jardín de la casa de mi tía. A mí me encantaría que tuviera algún un gesto de dulzura, alguna vez, se lo pido con los ojos, pero no lo percibe, o no lo quiere percibir.
Tengo 24 y cruzamos hasta el río, todas las tardes. Media hora de sacarle el cuero al resto de la oficina, muchos puchos y los hombros que van tomando cada vez más color.
Tengo 26 y miro el techo mientras casi puedo escuchar lo rápido y fuerte que me late el corazón. Me ato el pelo, me acomodo un poco lo que me queda de ropa, y me doy cuenta de que esta época del año, los primeros calores, siempre dejó unos recuerdos de lo más indelebles.

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