miércoles, febrero 03, 2010

Miro la listita de contactos y le hablo, le digo "dale, saludame". Como no me saluda, subo el tono. "Qué puto sos, eh, qué te cuesta". Y tampoco recibo respuesta alguna. Entonces termino haciéndole fakiu al monitor, como una pelotuda.

Como cuando estaba en el patio del colegio y miraba al zaparrastroso ese que me gustaba, muy de reojo, y pensaba, rogaba, "acercate, acercate"; claro que siempre venía y me mangueaba un cigarrillo y después se iba, pero yo -porque pelotuda fui desde bien entrada la juventud- me ponía contenta, como si mi mente tuviera algún tipo de poder.

Ahora, este, el guachito que no me quiere hablar, no vendría a manguearme cigarrillos, haría como que me convence de revolcarnos un rato, cuando los dos bien sabemos que yo estaría entregadísima desde el "hola".

Así que me quedo en el molde. Miro con rabia las ventanitas que salen al costado de la pantalla y sé que si no hago nada yo es porque no estoy en condiciones de enfrentarme a ningún tipo de rechazo, tampoco estoy como para fumarme un pucho después de coger y pensar que el tipo que tengo al lado no está del todo convencido de lo que hizo. No me dan ganas. Porque una cosa es bancarme estoicamente esta absurda racha de situaciones inverosímiles que me viene aconteciendo, no me queda más que aceptar, porque cada situación es tan nueva, tan original, que no hay manera de prevenir ningún daño. Otra muy diferente es ponerme en un lugar que ya conozco, hacer un papel que ya me sé de memoria y que me angustia interpretar.

Hoy espero a que sea él el que hable.
En cualquier momento me convierto en una de esas que toman daiquiris.

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