martes, febrero 09, 2010

Apago la luz, me acomodo en la cama y la imagen aparece automáticamente. Así varias veces en estos últimos días.
Camino por esa calle de muchos árboles, checkeo la dirección que está anotada en una tarjetita, voy hasta la altura indicada y toco el timbre. Veo que en el fondo se enciende una luz y una sombra que se acerca. Abre la puerta y me sonríe. Yo le sonrío, pero sin poder mirarlo a los ojos, porque estoy un poco nerviosa. Él me dice algo gracioso y uso la carcajada para liberar tensiones y empiezo a caminar. Me cruzo con un gato y me agacho para saludarlo, lo alzo y lo llevo en brazos hasta el living.
Después, la escena puede tomar cientos de caminos.
A veces charlamos y nos reímos hasta que el sueño me vence y ya no puedo seguir imaginando más nada. Otras, veo cómo su mano se acerca a mi cara, a mi cuello, inclino la cabeza y bajo la mirada.
Aunque la mayoría de todas esas posibilidades termina en su cama enorme, con él encima mío y yo sin poder dejar de mirarlo a los ojos, sonriéndole, diciéndole cómo me gusta que me coja así.

Ayer, después de apagar la luz y de imaginar la vereda arbolada, no pude seguir. Las palabras de mi amigo y consejero no paraban de repetirse.
"Querés lo que no tenés".
Se me mezclaban los gatos, y los sillones eran de otro color. Su cama no era tan grande. Yo no estaba tan nerviosa y se metían personajes ajenos todo el tiempo. Él no me alborotaba el pelo, simplemente se limitaba a quedarse ahí, mirándome, sin expresión.
"Querés lo que no tenés".
Y trataba de hacer el camino de vuelta, mirar la tarjetita, volver a tocar el timbre; pero en el medio me tropezaba y me doblaba el tobillo, o no encontraba la altura que tenía anotada.
Me dormí cuando ya era de día, absolutamente agotada.

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