martes, febrero 02, 2010

Mi amigo y consejero me había dicho que si me daba mucho miedo, podía llamarlo, no importaba la hora. Y yo me hice la canchera, porque claro, cualquiera, mirá si te voy a llamar a las cuatro de la mañana porque estoy segura de que en cuarto habita un fantasma.
La cosa es que apagué la luz a las tres de la mañana y me tiré boca abajo en la cama, esperando quedarme dormida. Pero nada de sueño, empecé a flashear con que Pepito me miraba -ah, le puse Pepito, si voy a vivir con un fantasma, que tenga un nombre simpático por lo menos-. Con que me tocaba la espalda. Con que me miraba dar vueltas en el colchón desde el marco de la puerta. Y pensaba, mi cabeza no paraba, le pedía a Pepito que se fuera a la terraza, le decía que tenía toda la hamaca paraguaya para él, pero que por esa noche me dejara dormir en paz; después me di cuenta de que es probable que los fantasmas no lean la mente. Una cosa es estar muerto, andar espiando a la gente cuando prepara milanesas de berenjena y otra muy diferente es leer mentes.
Estuve a punto -a punto, eh- de cazar el teléfono y llamarlo -a mi amigo y consejero, no a Pepito-, pero entre que me puse a dudar y mirar el reloj, me quedé completamente dormida.

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