viernes, enero 08, 2010

Se murió O., me dijo mi prima.
Flashback a 1998, tercer año. Mi campera de corderoy de color indefinido con las mangas deshilachadas y unos oxford color ladrillo; los pelos casi por la cintura y esa sensación de querer estar siempre en otro lugar. Me sentaba al fondo, al lado de un pibe que usó el mismo piloto todos los días del año, todos. El tipo, O., el profesor de contabilidad, dijo mi nombre y apellido, me miró, nos miramos, y tiró el número, cinco. A noviembre, recuperatorio. A noviembre como computación, geografía, inglés y no me acuerdo cuál otra, matemática ya la tenía en marzo.
Mi mamá me mandó a un profesor particular, fuimos con mi amiga japonesa, que también se la había llevado, y no paramos de reírnos en las dos horas que duró la clase. El tipo era humpty dumpty, era un huevo. El cráneo ovalado, no tenía cuello y seguía así, todo redondo; además tenía una voz muy particular, como si se hubiese chupado millones de globos con helio a lo largo de su vida y hubiesen quedado secuelas. Entonces nos trataba de explicar qué era el devengamiento y nosotras completamente rojas, aguantando la carcajada. De más está decir que no aprendí un carajo esa tarde, y que fui al examen completamente en bolas; y ponele que sí, que me sentía un poco culpable por haberle hecho gastar la plata a mí mamá, el tiempo al profesor, esas cosas, pero en el fondo, muy en el fondo, no me importaba nada. Porque en agosto me habían roto el corazón y yo no podía parar de llorar como una estúpida cada noche, no importaba que ya estuviéramos en noviembre, que todo el mundo me dijera que dentro de unos años me iba a cagar de risa de todo eso, que en el fondo supiera que no estaba mal porque menganito no me había terminado de dar bola porque estaba bastante claro que el problema era otro.
Así que así llegué al día del recuperatorio, cual vaca entrando al matadero, inventando excusas para que mi madre no me asesinara, reprochándome haber querido, a mis tiernos doce años, entrar a una escuela comercial, imaginando un brillante futuro como administradora de empresas -porque las nenas a los cinco años quieren ser actrices o modelos, yo quería ser abogada; y a los doce ya había cambiado de vocación-.
Me senté e hice los asientos del libro diario; una burrada atroz tras otra, y yo sabía que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero nunca pude dejar un examen por la mitad, una respuesta sin responder. Tal vez pienso que la providencia me puede ayudar a encontrar la respuesta correcta de la mano del azar, o quizás es que soy una maniática insoportable, no me interesa. Después pasé al balance. Creo que nunca me dio un balance, nunca en todo el secundario, menos que menos me iba a dar ahí, en el recuperatorio de noviembre, después de un año nefasto académicamente hablando, y sentimentalmente también, y familiarmente también. No había caso, ni dibujando los números podía hacer coincidir las putas columnas, entonces borraba y volvía a borrar, guitarreando numéricamente sin vergüenza, mirando al resto de mis compañeros que se levantaban para entregar con expresión de satisfacción los muy putos.
O. dijo que quedaban cinco minutos nada más. Solamente quedábamos otro pibe y yo en el aula. El pibe entregó y me quedé sola, frente a mis hojas, prolijísimas, llenas de columnitas, con los números redondos y la letra impecable. Me levanté, fui hasta el escritorio apoyé las hojas y confesé.

- Ni se gaste, eh. Está todo mal.
- ¿Qué le pasó, G.? Habíamos empezado bien el año. ¿Se acuerda?
- Si, me acuerdo... Pero no sé, me parece que es porque ya me la había llevado el año pasado y tenía ciertos conceptos bastante asimilados. Cuando empezamos con cosas muy nuevas, dejé de entender, y para cuando me di cuenta, estaba perdidísima. Así que... Bueno... Dedicaré mi verano a devengar.
- Pero no, no la voy a mandar a marzo, venga en diciembre.
- Es en una semana y me llevé otras materias. No llego ni con un milagro.
- ¿Usted ya sabe más o menos qué quiere estudiar cuando termine acà?
- Sí...
- ¿Qué le gustaría estudiar?
- Psicología...
- ...
-...
- Vamos a hacer una cosa, G., yo rompo esto -dijo mientras agarraba las hojas por los extremos y partía todo en dos- usted tiene un siete y acà no pasó nada, ¿estamos?
- Ehmm...
- ¿No que no pasó nada?
- Nada de nada.

Y me fui a mi casa.
Durante los dos años siguientes, cada vez que nos cruzamos con O. -un señor de´más o menos sesenta años, pelado, ojos enormes y celestes, cara de loquito- en alguna escalera o pasillo, hubo una mirada cómplice. Una sonrisa paternal de su lado, un revoleo de ojos -tan característico- del mío.

Mi prima no podía creerlo cuando le conté esta historia. Capaz O. se había endurecido con los años, capaz pegó onda conmigo, andá a saber.
Todavía no sé si actuó pésimo o si realmente intuyó que era realmente inútil tratar de hacerme entender eso que tan poco me interesaba. No lo sé y quizás lo sepa si llego a ser profesora, quién sabe.
Eso sí, O. me salvó el verano, si me llevaba otra materia a marzo, mi madre me vetaba el derecho a vacacionar con amigas: pinamar, carpa, chicos lindos en el camping, nuestras primeras vacaciones solas. Me salvó el verano.
Brindo por O. y por ese verano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

loco esta mierda es larguisima como se nota que no te la ponen

Soria dijo...

brindo por O. yo también, donde quiera que se encuentren sus partículas.