Fui a lo de Dedé después de la librería, primero porque necesitaba provisión de antibióticos y segundo porque empecé a dudar de mi deseo enfermizo de soledad, considerando que mientras mi jefe hacía que no me veía yo me largaba a llorar una y otra vez, el germen de conclusión obvia empezó a crecer con la misma rapidez que el coso que me salió en el brazo y que hizo que requiriera antibióticos.
Estábamos sentadas las cuatro, Dedé, Sol, Genéve y yo. Mientras Sol proponía un domingo de maratón de Volver al futuro e imitaba la cara de Brad Pitt cogiendo por primera vez en Meet Joe Black, Dedé contaba sus peripecias en el centro de terapia ocupacional, donde le hicieron meter la mano en un frasco con porotos de soja. Yo acotaba comentarios de los que siempre meto en las conversaciones y Gen arengaba para que estafáramos a la pizzería que nos había mandado un pedido mucho más generoso que el hecho por nosotras.
Y si bien me sentí un poco al margen al principio, un par de risas -más bien carcajadas- me hicieron volver un poco. Volver a ese lugar que a veces descuido, el de la reunión, y no sólo reunión desde lo más concreto, sino desde otro lado, el de poder compartir un momento, el que sea, sin pretensiones, sin planteos neuróticos. Reírse un rato.
Sol se fue al ensayo -al que yo falté por no poder mover el brazo y sentirme afiebrada-, Gen partió al rato y yo me quedé a solas con Dedé. Después de unos cuantos cigarrillos y una charla sobre las madres, las lunas y la necesidad de terapia, terminé diciéndolo, porque sólo a ella podía confesárselo. Que tal vez mi incapacidad de relacionarme llegó a magnitudes desproporcionadas porque divisé un objeto de potencial afecto. Algo de lo más inocente, pero justamente por esa misma razón, un motivo de temor. Unas ganas genuinas de alguien, de un hombre en particular. Un hombre que me ha hecho reír con todo el cuerpo. Un deseo de lo simple, de recostarme en ese sillón y dejarme ser un rato. Alguien que me gusta.
Saltan las inseguridades, los miedos, las profecías nefastas, pero no pueden contra las ganas, que eclipsan mis pronósticos más desalentadores, esos que suelo tener en la punta de la lengua.
En veinticuatro horas, cambia todo, decido dejarme de romper las pelotas y empezar a disfrutar de esta sensación, esperando que a él le den ganas de compartirla conmigo. Y si no, si no quiere, si no percibe que estoy dispuesta a que me siga haciendo reír y a que me den ganas de abrazarlo mientras le acaricio el pelo, pues mala leche, tengo en claro que la posibilidad de la negativa de su parte existe, pero no me importa. Porque lo que siento -y no lo que pienso, ahí está la gran diferencia gran- es mío. Y se siente de puta madre.
No me sale llamarlo "eso"
Hace 12 años.